El misterio del Cristo
Autor: José de Uña Zugasti (Del libro Cuentos de andar por casa)
Las novenas de la virgen del Carmen se celebraban en la parroquia de Santa María del Mercado, que, intramuros, dominaba el pueblo desde las faldas de la ladera rematada por el Castillo. Era una iglesia románica, cerrada a cal y canto, donde en invierno hacía mucho frío y en verano mucho calor.
“Sofoquina” era el término empleado por las feligresas para dominar el ambiente denso, espeso y mareante que se conseguía con el hacinamiento, el olor a incienso y al humo de la cera quemada de los cirios votivos. Ello significaba el uso constante de los abanicos. Y el abrir y cerrar de las varillas, era el más característico de los sonidos de aquellas devotas tardes de plomo.
Solo cuando el predicador –un capuchino panzudo, barbudo y con sandalias– subía al púlpito para amedrentar a la parroquia con las penas temporales del Purgatorio, cesaba el raca-raca de tan peculiar y eficaz sistema de ventilación personal. Decía: “Dejad los abanicos y prestad atención”… Entonces explicaba lo del penar y cómo la virgen del Carmen, cada viernes, sin faltar, bajaba al Purgatorio y rescataba el alma en pena de uno de sus fieles devotos.
Esto
era interesante porque las penas del Purgatorio eran idénticas a las
del Infierno, o sea, fuego, azufre y tizonazo, sólo que temporales,
en contraposición a las del Infierno que eran eternas.
A nosotros, mi madre nos obligaba a ir a la novena. Pero la prima Teresita y yo nos colábanos en el coro, dominio de don Jacinto Pola, músico, director de la Banda Municipal de Música y organista de Santa María del Mercado en la novena de la virgen del Carmen. Nos dejaba estar allí, sin hacer ruido, porque me daba solfeo particular. Con sólo oír su música te entraban ganas de cantar en latín.
Desde la baranda del coro, sentados en el suelo y con los pies entre los barrotes,
tendidos al vacío, observábamos el peculiar modo de abanicarse
de cada una de las feligresas, que era de muy distinta manera si era rica
o pobre, pechugona o lisa, según la clasificación de la prima
Teresita.
Frente a nosotros, colgado del arco del crucero, estaba un Cristo crucificado,
la joya artística de la parroquia. Mi madre decía que era “románico
puro del siglo XI”, aunque a nosotros nos parecía desmadejado,
desproporcionado y bastante estrambótico en general. Tenía cara
de estar sufriendo, pero de aburrimiento. La prima Teresita me hizo ver, comentándolo
en voz baja, para que don Jacinto no nos echara del coro, que si le desclavaban
las manos, los brazos le llegarían más debajo de las rodillas.
“Como los monos” aseguró. Y, de momento, aquella observación,
me sonó como a pecado.
Una tarde al salir, me dijo:
–El Cristo tiene pilila.
La afirmación superó mi capacidad de infantil asombro. Yo entonces
no podía saberlo, pero me escandalizó hasta el punto de hacer
tambalearse los principios de las creencias tan afanosamente inculcadas por
mi madre. Tanto, que no sabía si había de confesárselo
a don Salvador en la próxima confesión.
–¿Cómo lo sabes? –le pregunté, sin saber
cómo se me ocurrió la pregunta.
–Porque se mueve arriba y abajo tras el trapo.
El “trapo” era una cobertura carmesí con la que doña
Gabina Cuéllar había cubierto al Cristo de la cintura a las
rodillas. La verdad es que no le pegaba nada aquel faldumento morado ribeteado
con cinta de pasamanería; igual que la túnica del Cristo en
la Columna, paso procesional de cuya cofradía era cofrade mayor.
Desde la perspectiva actual, no me cabe duda que aprovechó un retazo sobrante para adecentar al Cristo desgarbado y antiguo, joya de Santa María del Mercado. Planteadas así las cosas, al día siguiente, toda nuestra atención se centró en el Cristo. Más exactamente, en una parte concreta de la imagen: la entrepierna.
Aquella tarde de novena, dejó de tener interés el tejemaneje
de las devotas con sus abanicos y la música de don Jacinto Pola. Nos
sentamos parapetados en la baranda, con la vista fija en tal parte del Cristo
románico. La fatigosa liturgia de la novena fue transcurriendo sin
novedad alguna.
Pasaron las preces, loores y el sermón. Y en el momento en el que don Salvador cogió la custodia para la bendición final, el “trapo” del Cristo comenzó a moverse. La prima Teresita me dio con el codo. Yo no salía de mi asombro. Omito los pensamientos sobre el paralelismo de los movimientos vistos, con los homónimamente sentidos cuando te aprietan las ganas de hacer pis.
Al salir de la novena, el objetivo estaba claro: había que desvelar
el misterio del Cristo. A ello se puso la sagacidad de la prima Teresita.
Al estar edificada en una ladera, la parte posterior del ábside era
más baja que la del pórtico. Una ventana de la sacristía
–posterior añadido a la iglesia románica- resultaba accesible
para colarnos en sagrado. Por ella entramos una tarde, acabado ya el novenario,
la prima Teresita y yo, resueltos a todo.
Cogimos la escalera guardada en el cuarto de los trastos y cargando con ella
comenzamos a caminar por la nave. Nuestros pasos levantaban como ecos sacrílegos
de profanación; aunque para mí, entonces, eran tan solo una
primera sensación de miedo.
Apoyamos la escalera al lado del Cristo. La prima Teresita comenzó
a subir peldaño a peldaño, acercándose al misterio. Ya
al alcance de la mano, el “trapo” comenzó a moverse. Ululó
el misterio guardado y el eco resonó por toda la iglesia, hasta perderse
en el trascoro. La prima Teresita se asustó y vaciló en el aire.
Se agarro al “trapo”, perdió el equilibrio y cayó
de espaldas, arrancando de cuajo la vestimenta del Cristo, que quedó
desnudo, por así decir.
–Se ha roto un brazo –aseguró mi padre, entre enfadado
y agradecido, en la consulta de don Daniel–. ¡Pero hubiera podido
desnucarse!
–Habrá que hacer un acto de desagravio –suspiró
mi madre, envuelta en los sudores semejantes a cuando le atacaba la mareina
al barruntar tormentas. Filomena, en el secreto cobijo del desván,
rezó a la Luna.
La prima Teresita se pasó el verano con el brazo enyesado. Pero habíamos
desvelado, al fin, el misterio del Cristo: no tenía pilila.
El misterio del Cristo de la iglesia
La parte pudenda que el “trapo” de doña Gabina Cuéllar
velaba, no era sino un tronco apenas desbrozado, que tenía añadidas
las piernas y el torso. A la altura oportuna, un gran nudo de la madera había
sido aprovechado por una vieja lechuza para anidar. Desde él, bien
protegida, dominaba el espacio de la nave, el coro y la sacristia, su natural
cazadero de roedores y polillas.
Para su solaz, tenía el aceite de las lámparas sagradas en los tranquilos periodos en los que Santa María del Mercado estaba cerrada al culto, que eran largos. De hecho, desde que la sede parroquial se trasladó a San Mateo, iglesia céntrica y extramuros, solo se abría para la novena de la virgen del Carmen, la misa de san Blas, el Lavatorio del Jueves Santo y alguna boda excéntrica.
El resto del año, permanecía cerrada, para tranquilidad de la lechuza.
El brazo en cabestrillo de la prima Teresita, aquel verano, fue objeto de
diversas consideraciones. Para ella y para mí no fue sino el mejor
homenaje a la muestra de valor.
Desde entonces, el desgarbado, larguirucho y estrafalario Cristo de Santa
María del Mercado fue ya otra cosa. Hay misterios de la infancia que
nunca deberían ser desvelados.
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