CUENTOS INFANTILES

PEDRO Y LAS HORMIGAS (I)

 

 

 la cueva de los cuentos

 

En una montaña muy alta, tanto que las nubes en muchas ocasiones la cubrían, estaba situado un pequeño pueblo. Tenía, como vulgarmente se dice, cuatro casas, pero en este caso era verdad.

A las casas había que añadirles dos edificios más: en uno dormían los animales de carga, y en el otro había varias ovejas y en un pequeño apartado dos cerdos.

Si bien la vida de aquél lugar era muy dura, también podemos asegurar que la paz se palpaba, y la grandeza del paisaje hacía que los habitantes del mismo tuviesen un alma tan enorme como el mismo entorno.

Allí vivía Pedro. Tenía siete años, de aspecto saludable y de gran reciedumbre e inocencia, si bien ello no significaba que no fuese inteligente o carente de recursos; muy al contrario, era realmente ingenioso y en ocasiones inventaba curiosos métodos para defender al ganado de los lobos.

Abajo, en el valle, se veía discurrir un tumultuoso río. Su rápida corriente, rápidos y pequeñas cataratas, hacian subir un interminable canturreo que alegraba el corazón de nuestro amigo. Mirando un poco más lejos, donde el hilo de agua de color plateado se perdía entre los grandes peñascos, había un viejo puente romano, cuyas piedras permanecían cubiertas por un manto verde de musgo y enredaderas. Unía las dos partes del pueblo más importante de la comarca: Serto.

Al atardecer se escuchaban las campanas de su bella iglesia románica, que llamaban al recogimiento interior.

Cuando todavía era de noche y las estrellas podían casi acariciarse, el gallo cantaba, y la madre de Pedro, que se levantaba la primera, despertaba a todos los de la casa.

  

-¡Arriba perezosos!

 

  la cueva de los cuentos

 

Nuestro amiguito, aún en pijama, salía al patio cuyo suelo estaba revestido de piedras. Entre piedra y piedra se asomaban delicadas hierbecitas que permitían, durante el verano, andar descalzo, disfrutando con placer del frescor y suavidad de las mismas.

Seguidamente, vertía en una palangana el agua que extraía del pozo con un cubo de metal, y gustaba de mojarse abundantemente el cabello y el rostro para despertarse mejor.

 

-¡Qué agua tan limpia y fresca! -exclamaba el niño.

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Su mamá le tenía preparado el desayuno en la cocina. Consistía en dos pedazos de pan de leña y un tazón de leche. A veces, untaba las rebanadas con un poco de mantequilla, y en muchas ocasiones se las tostaba en el hogar.

Con un bocadillo en la cartera, se alejaba cantando y saltando hacia Serto para asistir a la escuela.

 

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ÁGUILA

Las mañanas, aunque frescas, eran maravillosas. El aroma a tierra húmeda, los primeros rayos de sol que se filtraban entre las partes más altas de la montaña, los pájaros canturreando y algún águila que le observaba detenidamente en su camino; dos ardillas despistadas que trepaban velozmente por los troncos de los pinos asustadas por los pasos del niño, y como siempre, las hormigas que formaban interminables hileras de un árbol a otro, deleitaban el camino.

Aquel día, concretamente, Pedro se sentía rebosante de vitalidad y entusiasmo. Como joven que era, no tenía conciencia de ese sentimiento interior.

Pudo más en él la curiosidad que el sentido del deber, y se sentó (solo un momento- se dijo) junto a un hormiguero.

¡Le parecían esos diminutos animales tan semejantes a los hombres!¡Eran tan trabajadoras, tan minúsculas, y tan sujetas al peligro de que alguien las pisara y diese muerte!

Abrió la cartera y cogiendo dos o tres miguitas de pan las echó. Al principio rehusaban a salirse de la fila. Por fin, la más valiente rompió la formación y tras comprobar la miga, se llevó un buen pellizco. Enseguida hubo varias compañeras que trataron de arrastrar las grandes migajas que quedaban.

Por un instante pensó que le gustaría conocer su mundo.

Pedro tuvo un desvanecimiento. Se apoyó en el árbol que tenía al lado, y notó que éste era más grande que antes.

-Pero... ¡Es imposible! - se dijo -. Volvió a mirarlo para cerciorarse de que realmente era así.

Observó la cartera, le parecía mayúscula, mucho más voluminosa, y cosa curiosa, las hormigas habían crecido. Las hierbas le empezaban a sobrepasar la cabeza, y lo que le causó mayor sorpresa y miedo, se estaba transformando en una hormiga.

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Todo el entorno se hizo gigantesco y amedrentador.

¿Qué le había ocurrido? ¿Acaso estaba soñando, o su deseo se estaba convirtiendo en realidad?

Observó el árbol que se había hecho infinitamente gigantesco, del cual ya no vislumbraba el final. Es... que... en realidad... ¡No existía el árbol!

A su lado se dibujaba una montaña, una pared con ranuras o canales que subían y subían hasta perderse en una nube de color rojo.

Había también gran cantidad de enormes peñascos por todas partes, y las antiguas hierbas... eran ahora gruesos árboles cuyos troncos parecían escamosos.

Lo peor de todo era que la memoria se le iba esfumando. Le costaba gran esfuerzo recordar quién era él mismo, quiénes eran sus padres, dónde estaba, qué había pasado...

Permaneció quieto, con la mente en blanco, observando alrededor suyo, y todo le causaba extrañeza y asombro. Y lo más terrible, ya no sabía la causa.

Cerca, podía percibir una montaña roja (su cartera), como si quisiera significar algo, como si la conociese de siempre, como si...

Fue despertado bruscamente de su atolondramiento por una mano:

-¡Eh tú! ¿De qué hormiguero eres? - le espetó una hormiga.

La única frase que pudo balbucear inconscientemente fue:

-¡No... lo sé!

-Tendrás que acompañarme.

Pedro siguió a la hormiga-soldado. Definitivamente había olvidado que en otro tiempo había sido un niño.

 

 

 

Fue sometido a un extenso interrogatorio. El jefe de los soldados comprendió que se encontraba ante una hormiga joven que había perdido la memoria, pues no sabía decir nada de nada, ni acerca de sus padres, ni de las costumbres del hormiguero, ni de sí misma. Así que fue llevado a una celda donde había hormigas jóvenes, de su misma edad. Hablando con propiedad: hormiguitas.

Todas los hormiguitas le preguntaban, pero él no sabía responder. Todas excepto uno pensaron que era idiota.

 

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Ella, apenas verle, se había enamorado de él.

A la mañana siguiente, una hormiga-soldado pasó por la sala despertándoles. ¡Vamos, vamos, perezosos!.

Después de lavarse con un líquido derivado de hierbas machacadas, se dirigieron al comedor, a por un trocito de paja y una pequeña cantidad de líquido dulzón, ni más ni menos que leche de pulgón.

¡Qué rico estaba todo!

Flor de Aire, era ella, y se sentó junto a Pedro, al que todos comenzaron a llamar Feldo; ¿Por qué lo llamaban así?

Pues porque no sabían cómo llamarle, y en el lenguaje de las hormigas se denomina Feldo a aquel individuo que vive como en sueños, y no se expresa correctamente, diferenciándose de los totalmente estúpidos por el brillo de su rostro.

Nosotros los humanos habríamos dicho que se encontraba en un estado de shock.

 

Todos los hormiguitos salieron al aire libre detrás de una hormiga soldado. Era verano y debían buscar comida para almacenarla y tener qué comer en invierno, pues no bastaba con el criadero de hongos que tenían dentro del hormiguero.

El mayor del grupo era quien dirigía la operación y los demás simplemente obedecían.

Durante una hora caminaron y caminaron sin encontrar algo de valor. Estaban desanimados.

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Feldo sintió un impulso irresistible hacia una cosa muy grande y extraña de color rojo que se encontraba... allá lejos. A la vez intuyó que él no podía ser el protagonista, y se dirigió hacia donde estaba el hormiguito mayor y señaló con la antena hacía el lugar del bulto rojizo. El responsable de la operación no comprendía... pues solo podía ver una cosa inanimada, sin olor. Allí era imposible que hubiese algo.

Feldo ya conocía la palabra comida en el idioma de las hormigas. Y puesto que progresivamente se encontraba más ágil y despierto balbuceó:

-¡It ! ¡ It!

El muchachote-hormiga no comprendía, pero Feldo en postura de reverencia y acatamiento de su autoridad le farfulló con gran esfuerzo:

-"Solo perderemos unos minutos, creo que deberíamos intentarlo".

Tuvo suerte Feldo de que el guía, era un joven, fuerte y benevolente; si hubiese sido otro, al instante le habría dado un puñetazo que le habría dejado allí tieso, pero Tranco - que así se llamaba- fue comprensivo y cedió.

-¡ Feldo vuelve a tu sitio!

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Flor de Aire se sorprendió de la audacia de Feldo, aunque en realidad más que valentía había sido un poco de ignorancia y de no conocer las costumbres. El caso es que todo había ocurrido rapidísimamente, y casi nadie de la fila se había percatado de la acción de nuestro amiguito. Pensaron que había pedido permiso para desahogar su fisiología.

 

Tranco encabezó al grupo hacia aquel voluminoso objeto rojo, y tras examinarlo con un primer golpe de vista, no parecía tener nada de valor. Pero no sabía por qué Feldo le había caído simpático, y confiando en su insinuación, se introdujo por una pequeña abertura, que era un descosido en una esquina de la cartera de Pedro, y allí comenzó a comprender lo que había.

Solamente en alguna leyenda de las hormigas se narraba el hallazgo de un tesoro semejante. Una montaña de pan con algo más en su interior. Tendrían para gran parte del invierno. Salió contento del agujero, y se lo dijo al guardia, quien para creerlo tuvo que verlo con sus propios ojos.

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Cada uno de los hormiguitos portaba una miga de pan, excepto Tranco que cogió un gran trozo de chorizo y necesitó la ayuda del guardia para transportarlo. Cuando llegaron al hormiguero, la noticia ya había corrido de boca en boca y fue recibido como un gran héroe.

 

La reina en persona le felicitó. Intentó decir que Feldo le había sugerido la idea, pero con la excitación no le dejaron hablar, y nadie, excepto Feldo, Flor de Aire y Tranco, supo nunca nada de aquel asunto.

Nuestro amiguito estaba contento al notarse más ágil.

Los días transcurrían plácidamente con el sol del verano, y esas cálidas horas centrales en las que las hormigas se sentían vivas y vigorosas y su fuerza parecía no tener límites. Algunas veces interrumpían su labor las estruendosas tormentas, y aprovechaban para narrar historias en sus celditas.

Así continuó casi todo el estío, hasta que un buen día ocurrió lo que tantas veces se había temido:

Las hormigas gigantes se adueñaron del hormiguero en un abrir y cerrar de ojos; mataron a muchos soldados e hicieron gran cantidad de prisioneros para tener sirvientes en sus aposentos de la ladera de un montículo cercano.

A veces era ridículo ver juntos a una hormiga gigante y a una pequeña sirviéndole la comida, pero para aquella era un gran placer el ser servida.

Otros hormiguitos como Flor de Aire, Tranco y el mismo Feldo fueron destinados a la limpieza; labor muy dura y desagradable en aquellos hormigueros sucios y apestosos.

Todos los días trabajaban; todas las horas del día; todos los minutos de una hora; todos los segundos de un minuto. Era realmente agotador. Apenas les restaban cinco horas para dormir, y media hora para comer la única vez que lo hacían cada día.

La humedad del lugar enfermaba a los hormiguitos, y era corriente ver morir a alguno; Sus compañeros se veían en la obligación de tener que sacar al exterior los cuerpecitos para no infectar el hormiguero.

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Tranco estaba débil. Flor de Aire ya había enfermado, y la enfermedad empeoraba progresivamente, hasta que un día la hormiguita cayó al suelo. Tranco, que permanecía muy cerca de ella, rápidamente se acercó para ayudarla ganándose un latigazo por parte de un gigantesco guardián que le dejó fulminado en el acto. La terrible hormiga se alejó riéndose sádicamente.

Feldo, que lo observó desde lejos, acudió en cuanto pudo, pero ya era tarde. El cuerpo de su amigo yacía sin vida junto a Flor de Aire. El rostro de Tranco expresaba bondad y ternura hacia su amiga que también permanecía en el suelo.

 

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Apenas habían transcurrido unos minutos cuando ella también murió. Feldo tomó en los brazos a su amada hormiguita, y, llorando, avanzó por el pasillo hacia el exterior. Luego, regresó a por Tranco.

El suave viento del atardecer llevó a Flor de Aire al lugar donde van todos los hormiguitos después de muertos. Su cara también expresaba amor como la de Tranco.

Feldo, con lágrimas cubriendo su rostro, enterró a sus dos amigos, y rezó, como tal vez lo hace casi todos los seres del mundo: Mirando al cielo y preguntando la causa.

-¿Qué haces fuera de tu trabajo?-le increpó una hormiga soldado mientras le atizaba con el látigo.

Un latigazo que por suerte no alcanzó a Feldo, quien echó a correr.

¡Todo estaba perdido! -Pensó.

Deseaba dejarse matar para ir con sus amigos, pero huía instintivamente... y... Debilitado, con miedo y dolor, tropezó en una piedra cayendo rodando por una pendiente hasta abajo del todo. La hormiga gigante descendió velózmente. Ya imaginaba tener en su poder al desertor.

Feldo deseó fuertemente ir a ver a Flor de Aire y a Tranco...

Los objetos que le rodeaban comenzaron a hacerse enormes. Las piedras chiquitas se hicieron como montañas, y mientras tanto el suelo temblaba como si hubiese un terremoto. Sentía las pisadas de su perseguidor como bombas.

La hormiga gigante llegó al lugar, incrédula por lo que estaba viendo. Feldo se había convertido en un punto negro al que intentó pisar.

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Feldo vio una gran pared de color negro que se le echaba encima. Cada vez más inmensa y, lisa al principio, devino en una superficie rugosa. Luego se transformó en grandes montañas invertidas que parecían caer sobre su cabeza. Cuando todo se desplomaba como algo imposible de detener, las montañas se convirtieron en agujeros.

De la hormiga gigante sólo quedaba una lejana nube oscura.

La hormiga soldado quedó sorprendida y desorientada. Dio media vuelta hacia su hormiguero. Se guardaría muy mucho de comentar lo que había ocurrido, y no correría el riesgo de que la tuviesen por loca.

Hubo un segundo en el que en su camino de descenso, Feldo vio millares de seres, todos en movimiento y excitados.

Había atravesado el mundo de los microbios.

 

Disminuyó más y más, hasta detenerse y quedarse anonadado por el espectáculo. El cielo estaba adornado por miles de colores. Resplandores multicolores que viajaban de un extremo a otro del mismo en línea recta, entrecruzándose. A su lado aparecieron miles de piedras de cristal. Por encima, por debajo, a la derecha, a la izquierda, y él mismo...él mismo estaba teñido de color azul transparente.

 

Algún cristal era de color rosa

 

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Cueva de cristal rosa

 

Había lugares, según miraba, donde los colores eran más apagados, e incluso negros. En otros rincones los tonos eran más claros llegando a ser blancos y color incandescente hacia los que no se podía mirar durante un tiempo muy prolongado. Otros colores eran opacos, no dejando pasar a u través los hermosos rayos que inundaban el espacio.

El dolor se había olvidado. Su vida anterior no existía; todo quedaba atrás como una pesadilla que por la mañana había generado una sensación desagradable y no había forma quitársela de encima.

Era muy curioso su estado actual, pues si bien solo podía moverse muy lentamente, no por ello se sentía pesado. Era un ritmo de vida distinto, con la ventaja de que se sentía parte del todo.

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Diamante

 

Los diversos rayos que viajaban por el lugar, a veces le atravesaban y si por un lado le entraba uno de color azul, salía en un tono más oscuro, y si verde, se tornaba verde oscuro, hasta que la misma línea de luz más oscura llegaba por casualidad a un cristal blanco de donde salía más claro.

Era un maremagnum de líneas coloreadas y vivas. Además cada rayo que atravesaba su cuerpo-cristal, le hacía sentir algo.

Después de varios días comprendió que no necesitaba moverse para comunicarse con el exterior, una manía tonta la de cambiarse de sitio, que no sabía de donde la había sacado.

Simplemente formulaba un pensamiento y viajaba hacía otra parte en forma de haz luminoso.

De esta manera se inició un diálogo con los cristales más cercanos.

Observó un cristal de color verde, como el verde de los álamos cuando de ellos brotan las primeras hojas, y le preguntó:

-¿Dónde estoy?

Al punto salió un delgado hilo de luz azul hacia el cristal verde y, a través de un delicado reguero de luz verde, contestó.

Verdito, que era como se llamaba aquel cristal, le dijo con gran sorpresa de que no lo supiera:

-¡Pues estas aquí!.

-¡Ah claro! Contestó la piedra azul. Perdona, pero estoy un poco despistado.

Verdito -continuó- No te había visto antes; ¡Somos tantos! También a veces sueñas y no sabes dónde estás en ese momento, tal vez te ha ocurrido a ti algo parecido, además puede pasarte lo que a los mayores, que se desplazan de una estructura a otra a vivir. Puede ser que te haya pasado a ti sin querer, pues pensándolo bien antes no había ningún color donde resides en este momento.

-¿Pero de donde vengo?

-Eso lo debes de contestar tu. Tal vez has nacido hace poco y por eso no lo recuerdas. Ah yo me llamo verdito, ¿cómo te llamas tú?.

-Yo... yo me llamo... Luz-zul

-Es bonito tu nombre, hasta luego.

 

Durante horas y horas Luz-zul observaba los colores, que ahora se iban apagando. No es que se hiciese de noche, pues no le había dado tiempo a tal evento. Si un cristal nacía de noche moría de noche, siendo tan largas las noches como 100 años de los humanos, o mejor expresado, la existencia de un cristal durante un día humano equivalía para ellos como si un hombre hubiese vivido 100 años. Y tal vez quedaban cincuenta años para hacerse de día.

 

 

CONTINÚA EN EL CUENTO2

 

 

 

 

Texto e ilustraciones de Quintín García Muñoz

 

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