PODERES MAGICOS

 

 
 

 

Antonio era un muchacho de doce años de edad; su vida cotidiana era como la de tantos y tantos adolescentes que pueblan los países occidentales.

 

Ya eran muchos años los que había visto la televisión y los cómics, y siempre le habían gustado sobremanera, los tebeos de aventuras fantásticas, en las que los héroes tenían poderes maravillosos.

 Uno podía volar, el otro tenía el poder de levantar objetos con la sola fuerza de la mente, el de más allá utilizaba la telepatía. Y así un sinfín de personajes de ciencia-ficción poblaba cada uno de los recovecos de su cabeza.

A su padre le gustaban los músicos clásicos, y siempre le hablaba acerca de las dotes portentosas para la música de algunos jóvenes de su edad.

 

A su hermano mayor le gustaban las matemáticas y el ajedrez, y muchas veces comentaba acerca de los niños prodigio que calculan una complicada operación matemática en pocos segundos.

A su hermana le agradaban los cuentos orientales en los que aparecían monjes con conocimientos ocultos y capaces de leer los archivos akashicos, y de saber las reencarnaciones habidas y por haber de una persona.

 

A su madre le fascinaban los santos cristianos, con su gran serie de milagros portentosos, y hablaba del milagro de La Resurrección, y de la Multiplicación de los panes y de los peces. etc. 

A Antonio, después de semejantes antecedentes, le parecía su vida monótona, sosa y baldía.

 

¡Qué pesadez ir al colegio todos los días a resolver los mismos problemas!

¡Qué cansados le resultaban sus amigos con sus conversaciones anodinas, y en las que no había nada fantástico! Qué desgraciado se sentía por no tener ninguna atributo especial.

Él querría que se le llevase un OVNI a dar un viaje interestelar. Desearía viajar al pasado o al futuro en la máquina del tiempo. Desearía tocar el violín virtuosamente como los grandes músicos, o hacer un heróico acto de valor y poner a prueba su fortaleza.

  

Pero su vida era sencillamente normal. Se sentía decepcionado.

Se miraba a sí mismo y no se encontraba nada, ni siquiera tenía altura para ser un gran jugador de baloncesto. Sus cualidades de atleta dejaban mucho que desear, y sus dotes intelectuales eran comunes, ni más ni menos.

¿A donde iba a llegar él?

Y en esta tónica, mas bien inconsciente, pasaba los días del verano y luego los de invierno. El no era nada ni nadie. No había derecho a que no tuviese cualquier cualidad destacable.

En compañía de sus amigos, Antonio montaba en bicicleta un día de primavera, y alegres recorrían una y otra vez un sendero que cruzaba el bosque de eucaliptos. Nuestro amigo habiéndose distraído por un instante se quedó el último.

 

Al darse cuenta, apresuró la marcha y en una bajada muy pronunciada se lanzó tumba abierta, teniendo tan mala fortuna que, la rueda trasera tropezó con una gruesa raíz y se salió del camino para ir a dar contra el enorme tronco de un árbol.

 

Sus compañeros que todavía le aventajaban unos cuantos metros no vieron el accidente.

 

Nuestro amiguito quedó en el suelo con las piernas atascadas en la bicicleta, y no se podía mover.

Contemplaba ahí enfrente su pierna rígida pero no respondía, y desesperadamente gritaba a sus amigos que acudiesen en su ayuda para sacarle de aquel enredo, pero nadie le oía.

 

La insensibilidad de la pierna dañada comenzaba a extenderse hacia arriba, hacia el tronco y hacia la otra pierna con lo que se asustó en gran medida.

Pronto el peso muerto de los brazos le envolvió, paulatinamente llegó a la cabeza.

 

¡No podía mover ni un dedo, ni una simple ceja, ni la misma frente!

  

Se notaba encajonado, como si fuese una piedra.

 

Gracias a Dios que todavía podía gritar - se dijo -. Pero al intentar llamar a los amigos una vez más tampoco le funcionaba la garganta. Y los ojos se le nublaban hasta ver todo totalmente oscuro.

¿Era acaso la muerte la que le estaba rondando y llevándose hasta la última gota de su energía vital?

 

Sintió cómo respiraba con dificultad, cómo el corazón se detenía por instantes hasta el punto de que creía estar encerrado en un pequeño punto en algún lugar de su cerebro, e incluso de alguna forma percibía cómo incluso ese pequeño poder se le estaba atrofiando.

Resumiendo, se dijo: No siento la piel, ni el cuerpo, no oigo, no veo, no respiro, .......... y no recuerdo, no se me ocurre ningún pensamiento. Solamente un bucle en su cerebro, un simple enunciado fijo y perenne:

 

Soy una piedra... piedra... piedra... piedra...

La angustia y la impotencia era el único color de aquella palabra.

Solo le restaba por llegar la inactividad total, la muerte.

  

Lentamente, como si un nudo hubiese sido desatado dentro de su cerebro, comenzó a pensar, y sintió gran placer al hacerlo, y se dio cuenta de cuán bueno era poder realizarlo. Estaba contento de poder manejar la imaginación, pero pronto se dio cuenta de que no podía ver. Se horrorizó.

Afortunadamente duró un simple segundo, pues también le reaccionaron los ojos y veía. Veía los altos y esbeltos eucaliptos, y podía oler su delicioso aroma...

 ¡Era maravilloso... pensar..... ver....... oler....... respirar, y sentir la palpitación de su preciado corazón!

El dulce elemento aéreo que continuamente estaba ahí y del que era completamente inconsciente penetraba en sus pulmones, y llenaba la sangre de vida, que ahora sentía correr por sus venas.

 

Cuántos millones de seres pequeñitos vivían dentro de él. Nunca se había dado cuenta de que era una especie de Rey de un vasto territorio que era su cuerpo.

Sintió algo de responsabilidad con respecto a esos nimios seres.

Solo le faltaba moverse;

¡SOCORROOOOOOOOOOOOOOOO!

 

Sus amigos que le echaron de menos, le oyeron gritar.

- ¡Allí está ! - dijo Elena -

 

Antonio sintió emoción al ver acercarse a sus amigos, a los que tantas veces les había echado en cara que eran unos aburridos.

Entre varios le quitaron la bicicleta de encima, y le incorporaron. Antonio dijo que no podía moverse.

 

Juan, que sabía algo de primeros auxilios le comprobó la pierna, y le dijo que no tenía nada. Que intentase levantarse.

-"No, no puedo, que lo sé"- respondió Antonio.

 Emi, la pelirroja, que tuvo una buena idea exclamó:

 -¡Un escorpión!

 Antonio de un brinco se puso de pie mientras todos sus amigos echaron a reír a carcajada limpia.

Nuestro amigo entre sorprendido y alegre comenzó a correr y saltar como un loco. Estiraba los brazos, se agarraba a las ramas de los arboles, daba volteretas.

 

Podía hacerlo, se dijo. Y puedo sentir, respirar, gritar, ver...

pensar y ...

 

Fue la tarde más hermosa de su vida al comprender cuántas cualidades portentosas tenía.

No dudaba en absoluto que la magia existía pero... ¿Acaso no eran suficientemente importantes los poderes que ya poseía?

Podía... incluso... llorar... de alegría.

 

 

Si eres una persona que puede andar, jugar, pensar, estudiar, respirar...

aprecia la suerte que tienes.

 

Texto e ilustraciones:

Quintin García Muñoz

 

 

 

 

 

 

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