CUENTOS INFANTILES

Pepe el Bicicletas

 

 

 
la cueva de los cuentos
 

Montañas

 

En un pueblecito situado junto a unas enormes montañas había un sencillo colegio. A él acudían todos los profesores en sus bonitos y, en ocasiones lujosos, automóviles. Todos excepto uno: aquel a quien llamaban despectivamente con el mote de "Pepe el Bicicletas". Sus alumnos le estimaban mucho, y aunque ellos no le llamaban así, los demás niños disfrutaban apodándole de esa manera.

 

 
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A don José no le importaba lo más mínimo, pues su interés se centraba en educar bien a los muchachos y mostrarles las maravillas de la naturaleza mediante excursiones a las agrestes montañas. Tal afición la poseía ya desde su juventud, habiendo sido un perfecto maestro en la escalada y conociendo al dedillo las múltiples técnicas de los mejores montañeros españoles. Muy pocos conocían algunos hechos tormentosos de su vida, y él apenas deseaba recordarlos. Tenía por entonces veinte años. Había sido uno de los pocos elegidos por la Federación Aragonesa de Montaña para realizar una expedición a la cordillera del Himalaya, "el techo del mundo".

 
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K2

Era a lo que más podía aspirar un montañero. Y aquella expedición a la cima denominada K2 terminó con la muerte de tres compañeros suyos.También él había querido morir, "Estaba tan cerca del cielo-se decía". Sin embargo, algo misterioso le había salvado. Un extraño acontecimiento que hasta años más tarde no había sido capaz de interpretar en toda su magnitud. Aquello le hizo amar la vida, pues comprendió que las personas que están muy cerca de la muerte, si pueden volver, saborean cualquier cosa más que los que han llevado una vida tranquila y agradable. Si bien es cierto que a nadie le desaba experimentar un trago tan amargo. Era algo que sucedía y se podía afirmar que era tanto una bendición como una maldición. Todo dependía de la serie de consecuencias a las que pudiese verse abocado el sujeto experimentador. Pero nos hemos desviado del cuento.

Un maravilloso día de primavera salió de excursión con sus alumnos al pico del Águila. Llegaron después de tres horas de caminata y comenzaron a jugar. El ruido de las hélices de un helicóptero les interrumpió. Apenas podían dar crédito a lo que veían. Un gran pájaro rojo estaba aterrizado en una meseta verdosa muy próxima a ellos. Del mismo, bajó un señor de unos cuarenta y cinco años y un chico joven de unos veinte. Según supieron después, se trataba de su hijo. El hombre ordenó al piloto que regresase a buscarles a las seis de la tarde. Seguidamente, el pájaro rojo despegó y se fue en dirección sur, probablemente a la ciudad más cercana, en la que había un aeropuerto para aviones de escasa envergadura.

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Hacia la cima de la montaña

Los dos adultos iban bien pertrechados para la escalada. Cuando pasaron junto al profesor saludaron amistosamente e hicieron el típico comentario de "Qué buen día hace".

 

Los alumnos continuaron jugando. Después se comieron el sabroso bocadillo que a cada uno les había preparado su madre, y finalizaron el almuerzo entre risas y carcajadas debido a los graciosos chistes que los menos tímidos contaban.

Un gran chillido se escuchó allá arriba. Instantáneamente miraron y observaron cómo el más joven de los montañeros yacía caído sobre un pequeño saliente de la pared, mientras que el padre gritaba auxilio en una difícil posición.

Don José, rápidamente, instó a sus alumnos a que no se moviesen y que el mayor de todos, junto con otros dos, bajasen al pueblo a pedir ayuda. Aunque parezca mentira, todavía no existían los móviles. Él, por su parte, agarró rápidamente una cuerda que llevaban para los juegos, se la enrolló en el cuerpo, y con la agilidad de un felino, utilizando solamente sus fuertes manos, ascendió por las escarpadas rocas.

Los alumnos contemplaban con asombro la habilidad de su profesor, al que con tanto menosprecio apodaban "Pepe el Bicicletas". Nunca habrían imaginado los alumnos que D. José era de esos escaladores a los que les bastaba tener dos centímetros de saliente, es decir unas pequeñas ranuras en las parededes de un acantilado, sobre las que apenas se podían afianzar las yemas de los dedos y trepar por los muros verticales.

 
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Apenas había transcurrido media hora, aunque fueron los treinta minutos más largos de la vida de aquellos muchachos, cuando don José llegó al lugar en el que yacía el joven que profería penosos gemidos de dolor.

El profesor comprobó que se trataba simplemente de una rotura de pierna. Como si lo hubiese hecho toda su vida estiró fuertemente del pie para encajarle el hueso, luego se lo entablilló con el material de la mochila del joven montañero.

-Has tenido suerte- le dijo al muchacho-. Podía haber sido mucho más grave.

El joven le miraba con una mezcla de miedo y profundo agradecimiento, mientras le ataba una cuerda a la cintura con sumo cuidado.

-Gracias-le dijo.

Don José estaba muy concentrado y apenas le escuchó.

En esos precisos momentos estaba deslizándole por el acantilado hasta conseguir dejarle sobre una pequeña plataforma de roca de tres metros de anchura. Allí no existía peligro de despeñarse.

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Los Mallos de Riglos

Seguidamente ayudó a ascender al padre, que permanecía petrificado por el terror unos metros más abajo.

Entre ambos transportaron al joven montañero hasta una pequeña meseta verdosa, donde había aterrizado el helicóptero, alertado por los estudiantes. El pájaro rojo descendió y dejó al profesor entre los vítores de sus alumnos. El señor mayor, tras dar la mano a don José, se despidió y el helicóptero levantó el vuelo.

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Helicóptero de salvamento

 

A la mañana siguiente, como de costumbre, don José montó en su bicicleta y acudió al colegio.

Pedaleaba inmensamente feliz de haber podido ayudar a alguien, y ensimismado en sus pensamientos no advirtió la presencia de un descapotable rojo aparcado a la entrada del colegio.Casi chocó de bruces con el excursionista del día anterior, que tenía alrededor a casi todos los alumnos de su clase.

-¡Hola que hay! ¡ Que tal su hijo!-preguntó el profesor

-Muy bien D. José. Gracias de nuevo. No sé qué habría pasado si usted no hubiese estado allí.

-No tiene importancia. Solamente cumplí con mi obligación.

-No, don José. Usted hizo mucho más que eso. Podría, por ejemplo, haber ido a buscar al helicóptero, y tal vez mi hijo, habría terminado por desplomarse del pequeño saliente.

-No hay que pensar en lo que podía haber sido. Lo importante es que ahora todo está bien-respondió el profesor.

-Sí. Es verdad. Ahora sólo debemos estar alegres y contentos porque todo ha salido estupendamente-dijo aquel hombre, y continuó-Por cierto, deseo que lea esta nota en voz alta ante sus alumnos.

Don José abrió un sobre cerrado que le había depositado en la mano el padre y un tanto sorprendido, leyó el siguiente texto:

Mi más profundo agradecimiento a don José, y para que nadie le apode más "Pepe el Bicicletas" espero que acepte como regalo este descapotable rojo"

Atentamente

Ramiro Gracia.

 

 

 
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Los alumnos comenzaron a vitorear el nombre de don José.

-Muchas gracias don Ramiro, pero a mí me da igual el mote. Lo más importante es que los chicos aprendan y salgan del colegio hechos unos hombres. La verdad, preferiría cambiar su regalo por un viaje de fin de curso para mis alumnos. Al fin y al cabo ellos también participaron.

Se hizo un gran silencio y los estudiantes miraron intrigados a ambos adultos

Entones don Ramiro dijo:

-Es admirable su intención, pero mi deseo es que acepte el automóvil... Se quedó pensativo -y extrayendo una pequeña cartera de cuero del bolsillo, escribió algo.

-Acepte, pues -prosiguió don Ramiro, un cheque en blanco para que realicen un merecido viaje de estudios.

-Mil gracias- dijo don José mientras daba la mano con profundo agradecimiento.

-No tiene importancia-respondió don Ramiro. Han salvado la vida de mi hijo y éso sí que ha sido algo extraordinario.

 El profesor dejó escapar unas lagrimitas cuando sus chavales gritaron:

-¡Viva don José!

Don Ramiro se sintió feliz. Era inmensamente rico, y sin embargo, ahora que tenía un poco menos de dinero, se sentía paradójicamente más acaudalado que nunca. Le colmaba esa excepcional alegría que en ocasiones nos acompaña cuando realizamos una acción que benéficia a los demás.

 

 

Texto e ilustraciones de Quintín García Muñoz

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