Me
llamo X-777, tengo ciento setenta años y vivo en una de las lunas
de Júpiter, Europa.
Mi vida, al igual que la de los treinta y siete mil habitantes que pudimos
escapar de la Tierra, en el 2050, hace ahora setenta y cinco años,
es muy agradable.
X-777
Mi único mérito fue apuntarme a un experimento de rejuvenecimiento
cuando tenía exactamente noventa y un años. Para entonces,
había visto morir a mis padres, a mi hermana, a mi esposa, a mis
hijos, y a todos mis amigos.
Es verdad que tenía la seguridad y la certeza, quizás equivocada,
de que había otra vida en el más allá, pero comprendía
que si había nacido en la Tierra, en un mundo físico, era
como vulgarmente se dice “por algo”.
Siempre, desde niño, me habían encantado los tebeos y las
películas de ciencia ficción, y la idea de poder viajar
a otros planetas de nuestro sistema solar me había fascinado.
Así pues, la posibilidad de rejuvenecer y poder enrolarme en expediciones
hasta las lunas de Júpiter, e incluso más allá, era
suficiente motivo para desear permanecer eternamente joven, tal y como
me lo habían prometido los científicos encargados del experimento.
Todas las personas de más de cincuenta años que puedan leer
este diario, que estoy escribiendo mientras regresamos unos cuantos voluntarios
a nuestra amada Tierra, ahora que la atmósfera está menos
enrarecida, creo que comprenderán que querer vivir eternamente
se hace mucho más difícil y duro que morir, olvidar y descansar.
Son demasiados los recuerdos que nos atan al pasado y van inclinando la
balanza hacia el anhelo de un descanso parcial o total como es la muerte
física.
Constantino
García, 91 años
Afortunadamente, cuando se es eternamente joven, siempre hay posibilidades
de entablar nuevas y prometedoras relaciones sentimentales y amorosas,
así como trabajar en nuevos y excitantes trabajos y proyectos intelectuales.
Por alguna extraña razón, llevo siete años recordando
los días felices que de niño pasé en el pueblo de
mis abuelos, mis tíos y mis primos. Y como la expedición
científica tenía por destino Madrid y sus alrededores, sugerí
a la directora de la expedición que podían ser incluidos
algunos lugares ubicados en la provincia de Toledo.
La comandante Kay, nacida en una colonia de Júpiter, sonrió
y accedió a mi petición.
–¿Dónde desea ir el señor? – me preguntó.
–Hay dos pueblecitos, quizás no haya quedado rastro de ellos,
se llamaban Las Herencias y Alberche.
–Estupendo. Iremos allí. Seguro que tu memoria nos depara
un bonito y enriquecedor viaje.
Miré el brillo de sus ojos. Los míos también debieron
brillar. Los eternos jóvenes teníamos algo especial. Por
un lado nuestra apariencia física era inmejorable, pero lo que
más atraía a los nacidos en Júpiter y en sus lunas,
era nuestra extraña sabiduría.
Supe lo que el resplandor de la mirada de la comandante significaba y
lo guardé en lo más profundo de mi corazón. Si de
verdad ella lo deseaba, debería dar el siguiente paso. Los eternos
jóvenes debíamos recordar que el experimento no se había
podido repetir y nadie alcanzaría nuestra longeva edad.
Cuento: Viaje al pasado: La comandante Kay observa a X-777 mientras va
a su camarote
Regresé a mi camarote mientras percibía, no sé explicar
cómo, que ella me seguía mirando y exhalando su amor. Sonreí
ante la generosidad de la vida. Me giré, y ella supo, tampoco sé
cómo, que yo correspondería aquella amorosa inocencia con
mi más profundo amor.
Madrid, al igual que todas las grandes ciudades del planeta, había
sido arrasada por las bombas atómicas. Se podía decir con
total rotundidad que no quedaba piedra sobre piedra, como decían
los antiguos.
–Dios –exclamaron Kay y algunos de los ´alienígenas´
cuando vieron que donde debía haber una enorme ciudad, únicamente
quedaba polvo y más polvo.
Proseguimos nuestro camino y en un minuto estábamos sobre el castillo
de Maqueda, todavía en pie. Mereció la pena recorrerlo.
Cada paso que dábamos levantaba una enorme polvareda que afortunadamente
no nos afectaba aislados como estábamos por nuestros trajes espaciales.
–¿Todavía tienes interés en ir a esos pueblecitos?
–preguntó Kay.
–Continuemos, por favor.
La comandante Kay tomó mi mano. Pensó que para mí
era un momento muy duro comprobar la destrucción de lo que había
sido mi hogar.
–Gracias –le dije mientras cogía con profundo amor
sus alargados dedos.
–Sobrevolamos
Talavera de la Reina. Apenas si se distinguía Nuestra Señora
del Prado. El Tajo estaba seco.
Nada
quedaba de su antiguo esplendor, y unos pocos hierros retorcidos señalaban
el puente que llevaba a las Herencias.
–Mira, Kay –allí estaba La Granja, donde mi madre vivió
durante unos años.
–¡Qué imaginación tienes!
–Tal vez sería mejor que me acoplaseis el reproductor holográfico.
–Creo que es buena idea.
La verdad es que apenas permanecían en pie unas cuantas piedras,
así como una puerta de madera totalmente desvencijada.
Cuando los demás vieron mis recuerdos proyectados sobre el camino,
exclamaron, porque no solamente podían contemplar los edificios
que de joven había visto vacíos, sino que allí mismo
estaban mis abuelos maternos y mi madre con apenas veinte años.
Mis recuerdos tenían vida y a las muchachas se las veía
recolectando algodón. Cantaban y eran felices. Apenas tenían
para comer, la guerra civil había terminado y España era
un pueblo de jóvenes con la ilusión de tener hijos y prosperar.
La antigua camioneta que llevaba a los jóvenes a las Herencias,
parecía saltar de alegría. Mi madre sonreía mirando
hacia el pueblo donde le esperaba su novio.
Un río de lágrimas se vertía dentro mi casco y tuve
que dejarlas salir para que cayesen sobre el polvo que en ese momento
no veíamos.
La comandante Kay continuaba a mi lado. Los demás expedicionarios
estaban impresionados. Ninguno de ellos había conocido tan de primera
mano la vida en la Tierra. Los reproductores holográficos de la
memoria no parecían tener la misma nitidez en Júpiter. Aquí,
por el contrario, despedían una luminosidad y minuciosidad extraordinarias.
Debía ser la emoción, o tal vez el propio lugar que reforzaba
con su propia energía la vida que en otro tiempo había existido.
Por
fin llegamos a Las Herencias. Sobre la llanura, más allá
del arroyo, ascendían las calles empedradas y las casas de color
blanco y gris oscuro con sus enormes y recias puertas con clavos incrustados.
Constantino
y su hermana Maricarmen en el patio de la casa de sus abuelos en las Herencias
(Toledo)
Entramos en la casa de mis abuelos, y como si de apariciones fantasmales
se tratase, desfilaron todos y cada uno de mis familiares. Aparecieron
mis abuelos, ambos vestidos de negro, mis tíos cuando todavía
eran jóvenes y dedicaban todos sus esfuerzos a la labranza: salimos
al patio empedrado; pudimos contemplar, extasiados el pozo, con un cubo
de metal lleno de agua fresca, tal y como lo había visto de niño.
Junto a algunas paredes estaban las enormes tinajas que recogían
el agua de lluvia, y un poco más allá, entramos en las cuadras
con los animales masticando paja. Mirando arriba aparecía la troje
llena de melones y sandías. Durante unos segundos, la imagen del
patio empedrado fue sustituida por un día de lluvia que mi tío
me llevó al Tres de Bastos. Yo era un niño subido a la mula
con mi tío sonriendo y contándome historias.
Tuve que dejar de recordar. Mi corazón no podía resistir
tanta tensión. Cuando abandonamos la casa, vimos un niño
corriendo a toda velocidad y deslizando un aro sobre el empedrado de la
calle Real que conducía a la plaza de la iglesia.
–Abuelo… yo he venido al pueblo a correr y a pasármelo
bien –exclamaba aquel niño.
Me abracé a Kay. Ya no podía más.
–Lo dejamos –me dijo.
–No, falta Alberche –contesté.
–No es necesario que sufras más.
–Sabes… lo que vamos a ver ahora es del día en que
el hombre pisó por primera vez la Luna.
–Está bien. Una escena más, y se terminará
nuestra expedición.
Había una plaza de tierra. Extendidos en el suelo, se podían
ver unos enormes y circulares montones de mies, y sobre ellos una mula
tirando de un trillo de hierro madera y pedernal, y dos niños subidos
al mismo.
Alberche,
Toledo.
–Ciertamente, impresiona saber que mientras algunos hombres llegaban
a la Luna, otros vivían tan arcaicamente –exclamó
Kay.
–Creo que esto es todo, comandante.
Kay apretó mi mano y sonrió. Los demás expedicionarios
se acercaron y de una forma o de otra, con enorme cariño, me agradecieron
que les hubiese mostrase aquellos recuerdos que permanecían en
lo más profundo de mi corazón y de mi cerebro.
Abandonamos la Tierra. No se parecía en nada a lo que habíamos
conocido sus últimos habitantes. No había océanos,
no había hielo, no había nubes, y por supuesto, ni la más
mínima brizna de hierba. Tampoco quedaba nada de la barca y del
barquero que cruzaba el Tajo desde Las Herencias a Alberche.
He terminado de escribir este pequeño diario de bitácora
de camino a Júpiter. Luego regresaremos a nuestro hogar, Europa.
Este extraño viaje era algo que tenía que hacer antes de
iniciar una nueva vida con la comandante Kay.
Probablemente viviré con ella cien años más, tendré
descendencia, y luego… no sé qué ocurrirá.
Si desearé continuar viviendo o tal vez descansar hasta una nueva
encarnación. Quizás no esté preparado para albergar
en mi alma tantos recuerdos.
Vivir es verdaderamente bello, a pesar de tener tantos años a mi
espalda, todavía me estremezco al recordar las poderosas aguas
del Tajo y los brazos del barquero introduciendo la enorme estaca que
obligaba a la barcaza a cruzar hasta la otra orilla. En medio de aquellos
turbulentos y bravíos remolinos se quedó mi primo un día
de verano.
Algo ha debido intuir la comandante Kay. Ha posado su delicada mano sobre
mi hombro, y ha mirado hacia la Tierra, un punto que apenas se ve. Unos
minutos más tarde le he mostrado una pequeña fotografía
que todavía conservo. En ella están mi tía Tomasa
y mi madre. Este pequeño recuerdo tiene ciento setenta años...
los mismos que yo.
FIN
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