EL MISTERIO DE DESCARTES Escrito por Juan Ramón González Ortiz |
El misterio de Descartes Por Juan Ramón González Ortiz Ilustraciones de Quintín García Muñoz
Descartes, por el poder de su magia y por la práctica de la alquimia (en la que se inició siendo un niño a raíz de leer Gargantúa, según me dijo un estudioso de su obra), había atraído junto a sí a un espíritu. Se trataba de un espíritu del fuego, una salamandra. Este espíritu adoptó el aspecto de una mujer joven, de unos diecinueve años, muy bella y estilizada.
Andaba junto a Descartes por las calles y en sus viajes le acompañaba. Algunos decían que era su hija natural (visto que entre ellos no había ninguna atracción sospechosa) pero otros decían que era una autómata que el sabio francés había construido bajo la dirección de un relojero frisón, que aprendió el arte de los muñecos mecánicos de un discípulo de Juanelo. Por fin, otros, más espabilados, decían que era un espíritu del más allá.
Esta celestial jovencita le enseñó a Descartes todo cuanto este sabía de filosofía, incluida la percepción de que la hipóstasis entre cuerpo y alma se efectúa en la hipófisis.
Sin esta mujer Descartes era un burgués de torpe conversación, buen comitrón y amigo de las siestas de varias horas.
Cuando al francés le apetecía estar a solas, por el motivo que fuese, se marchaba de su palacete exigiendo a la salamandra que no le acompañase.
Entonces, aquel espíritu habitante de los planos mentales, un poco entristecido, sintiéndose poco más que una mascota, ya que amaba la compañía y la charla de Descartes, salía a pasear a los bosques circunvecinos y tallaba en las cortezas de los árboles la inicial de Descartes con la suya propia (la S) entrelazadas.
Incluso han inventado toda una legión de posibles candidatas (aunque algunas tienen nombres, y hasta apellidos, que no empiezan por S), cada una con su biografía, más o menos ficticia, más o menos ejemplar.
Antes de embarcarse para Suecia, Descartes mandó que izaran en el buque un primoroso arcón de madera de cerezo rojo, tapizado de seda y raso por dentro. Allí hizo esconderse a su maravillosa bella salamandra.
Pero como la curiosidad suele ser fuente de miles de problemas, aprovechando un descuido del sabio (que estaba muy entretenido comiendo a manteles en el comedor del capitán), un capellán jansenista se introdujo en la habitación de Descartes y abrió el cofre.
Se quedó aterrorizado al ver a aquella hermosísima mujer, que, además, no respiraba, pero que tampoco mostraba los síntomas de estar muerta.
Imaginándose la más abyecta abominación, metió el cuerpo de la mujer en un saco que contenía sulfuro para hacer pólvora.
Pensaba que el infernal azufre era la compañía más adecuada para aquella animal aberración. Subió el saco a la cubierta y principal, lo arrastró hasta una de las amuras y lo dejó caer a las aguas negras y terribles del mar Báltico.
Pintura de Einar Jolin
Parecía que los dioses de la filosofía le habían abandonado.
Balbucía discursos ininteligibles y cualquier pastor de cabras hablaba con más sabiduría que él.
Menos de un año después de su llegada a la fría Suecia moría.
Hay quien dice que la salamandra retornó instantes antes de su muerte para consolar el ánimo del sabio.
Aunque parezca lo contario, ella le está explicando uno de
esos complicados problemas de geometría que tanto atraían
al filósofo.
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