Estrella
(Narración fantástica)
Juan
Ramón González Ortiz
Ilustraciones
Q.G.M.
Hay
veces, cuando la oleada amarga de la vida revierte contra mí,
en las que cojo mi cabeza entre las manos y contemplo todos los desastres
de mi vida.
Contemplo
los desvaríos de mi juventud que condujeron a la cárcel
de pasiones y de deseos en la que se convirtió mi vida.
Contemplo
también las vidas de todos los que me salieron al paso. Algunos
de ellos, ahora, ya están tumbados en el suelo, con la boca
tapada por la tierra. Entonces anhelo estar muerto porque los muertos
ya no tienen memoria.
Hoy es una noche de esas. He preparado un té negro, bien cargado,
casi espeso, porque a buen seguro que dentro de algunas horas volveré
a ver a las grullas volando en el amanecer. Pero esta vez no me saldrán
al paso, como antaño, porque haya estado brindando por el amor.
¡Dichosas grullas!, ¡dichosos animales!, porque ellos
no indagan los misterios ni se exasperan ante la noche eterna en la
que vive el mundo.
Desconocen
el enigma de la lluvia, o cuáles son las vestiduras del alma,
lo mismo ignoran el tiempo de vida de un astro que de un jacinto,
y para ellos no existen los rezos en el Templo de Marte o de Saturno.
Me pregunto cómo en nuestro humilde pueblo vino a nacer una
persona como Estrella. Pero no nos es dado indagar en el abismo del
destino.
Yo
la conocí a todo lo largo de su vida. Estuve presente en su
feliz y hermoso alumbramiento, una mañana clara y verde de
primavera. Y también estuve presente la tarde, hosca y gris,
de invierno, cuando la policía me rogó que identificara
su cadáver.
Voy a tomar la pluma y el tintero para escribir esta triste historia.
Tal vez tú, querido lector, al leerla, recapacites en que tus
días también están contados, en que la buena
suerte que has tenido en tu vida no es imputable a tus méritos
o a tus esfuerzos, y que seguramente en breve la tierra te apresará
y su abrazo será más íntimo y más fuerte
que todos los abrazos que tus amantes han sabido darte en el éxtasis
de su loca pasión.
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Estrella no debió haber nacido en nuestro pueblo. Ella pertenecía
a otro mundo. No un mundo mejor o peor, sino, simplemente, un mundo
diferente.
Ella
me confesó que no sabía por qué a veces la acometían
atroces melancolías, o por qué a veces era presa de
una euforia tan intensa que tenía que ir a la fuente de Juansabeli
para meter la cabeza en agua helada y así tranquilizarse.
Yo
no supe ver que todos esos signos ya escondían un futuro singular
e incierto. De hecho, yo también había oscilado entre
de los dos platillos de la balanza durante años y años.
A día de hoy,aún llevo la quemadura de las emociones
impresa en mi alma.
Yo
también he pasado como un torbellino de humo entre las estrellas
de la noche. El día que me extinga solo algunas hojas secas,
agitándose mudas en el suelo, serán el vano testigo
de mi paso por el mundo.
Estrella, muchas veces me dijo que quería marcharse del pueblo.
Y yo no sabía qué contestar. Yo también me marché
muy joven y estuve muchos años navegando en la marina mercante.
Vi morir a un monito y murió con más dignidad y silencio
que muchos seres humanos. Atendí a un capitán francés
que murió lleno de violencia y cólera, pidiendo a gritos
que vertieran ron en su boca para hurtarle de una vez la conciencia.
Pero Estrella no era como yo. Era radicalmente diferente.
Por fin un día se marchó del pueblo. Sin despedirse.
Se desvaneció, como quien atraviesa sin ruido una calleja vacía,
entre la niebla espesa.
Nadie sabía nada.
Todos creíamos que tal vez había viajado a la capital
y que ahí habría buscado trabajo como locutora en una
radio, acaso en algún teatro de variedades, tal vez en el ballet
de alguna opereta,….
No sé por qué, pensábamos que Estrella quería
ser admirada.
A nadie se le ocurrió que tal vez estuviese trabajando de doméstica
en algún domicilio, o fregando pisos y portales, o trabajando
en un restaurante despiezando viandas y lavando manteles.
Confieso que algunas veces yo pensaba que acaso hubiese ahorrado el
dinero para pagar el pasaje del barco hasta Nueva York. Y que ahora
estaría bajo otro cielo, más rico en esperanzas, hablando
otro idioma,… Tal vez fuese ahora una criatura deslumbrante.
Pasaron los años.
Un día un vecino acudió a la feria de ganado en la capital.
Como la venta le fue muy bien decidió vaciar los bolsillos
en una casa de esas a las que acuden las gentes cuando quieren olvidar.
Hombre
que me escuchas: Dios no lleva las cuentas de tus desatinos, pero
piensa que un cántaro es mejor no llenarlo con agua amarga.
El barro de que está hecho absorberá esa agua y cualquier
cosa que viertas dentro necesariamente se malogrará.
¿Por qué juzgáis con tanta crueldad a la mujer
que os da el don del olvido, si quiera un momento? ¿Por qué
ha de ser mejor el que paga por pecar que la que peca por la paga?
El vecino volvió diciendo que se internó en la ciudad,
más allá de las cuevas de diversión a las que
todos iban habitualmente, y descubrió que Estrella trabajaba
en una casa de lenocinio. Los clientes eran marinos, soldados, labradores,
pobres gentes embrutecidas y dolidas, gentes sin fortuna, traídas
y llevadas por el vendaval de la vida.
Pocas horas más tarde todo el mundo lo sabía. Como el
sol al que oculta un eclipse así fue para mí esa noticia.
Fui a ver al vecino y le pregunté por el nombre y la dirección
de aquel antro.
Al día siguiente, me presenté en aquel noveno círculo
el infierno. Me rodearon las prostitutas, hediondas, sucias de vino
malo y dulces de feria.
Por
todas partes me cercaban aquellos espíritus hambrientos. Era
terrible. Quise ver a la dueña.
Apareció
ante mí una especie de reina de Saba, enorme, iracunda, grasa,
con la cara pintada de albayalde, las manos gordas y tibias. Me exigió,
a gritos, una indemnización.
Allí mismo sobre undesvencijado taburete deposité más
de lo que me pedía.
Estrella se vino conmigo. Esa misma noche, adormilados y entristecidos,
llegamos a nuestro pueblo ¿Adónde íbamos a ir?
A la mañana siguiente acompañé a Estrella a su
casa, a la casa de sus padres. Ya solo quedaban vivas sus dos hermanas.
De mala gana la acogieron. Evitaron discutir delante de mí.
Pero intuí que en cuanto yo desapareciese, darían rienda
suelta a su desprecio e impondrían condiciones humillantes
a la mujer vencida.
Solo yo me relacionaba cordialmente con Estrella.
Los
adultos habían dicho a los niños que se apartasen de
aquella mujer, que era una bruja o tal vez algo peor. Que hacía
potingues mágicos con la sangre y la grasa de los cuerpecitos
infantiles. Que nunca se separasen unos de otros, y que si la veían
venir hacia ellos huyesen hacia sus casas o que llamasen a gritos
a sus padres, que acudirían de inmediato.
Estrella vivía del trabajo que yo le daba. A veces le pedía
que me encuadernara las revistas a las que estaba suscrito. Le llevaba
a su casa las tapas de los libros, el pegamento y el hilo para coser
los cuadernillos. Trabajaba muy bien. Era increíblemente detallista.
Otras veces le pedía que me limpiara las alfombras, entonces
venía a casa y me preguntaba por mis viajes, cuando yo era
joven y navegaba.
Con el dinero que ganaba, alquiló un chamizo, lejos de su propia
casa, que ahora era la casa de sus hermanas, y no la suya.
Era
como la cueva de un anacoreta. Una única habitación
principal, con un fogón enorme, y una humeante chimenea, un
dormitorio y un cuarto de baño. Muchas veces yo era quien le
pagó el alquiler. El propietario nunca osó decirme nada,
pero se le notaba que no le hacía gracia mi cercanía
a ella. Todos deseaban escarmentarla.
Fue entonces cuando vino el gatito.
Un buen día un tímido y delicioso gatito llamó
con sus zarpas de color canela en los cristales de la ventana. Estrella
le abrió y el animalito entró dentro. Sin ningún
miedo trepó hasta su cuello y allí se arremolinó
para recibir el calor de un cuerpo humano.
Por fin tenía Estrella un amigo, un camarada, tan errante y
tan solitario como ella, como la brisa en el cielo.
Estrella me confesó a mí que hubiera deseado tener un
hijo, tierno y rosado. Pero no había podido ser. En el fondo,
Estrella quería que alguien deshojase una flor para ella, o
que alguien la esperase suspirando, o que alguien quisiese contemplar
con ella la noche con el corazón lleno de anhelos.
El gatito, el bello y juguetón gatito, colmaba un poco esos
deseos.
Un día, volvía Estrella de mi casa. Había acudido
para ayudarme a colgar unas cortinas. Cerca de su casa vio a los niños
del pueblo. Todos ellos andaban, como siempre, en manada. Se llamaban
por sus nombres, se atropellaban, jadeaban de tanto correr. Todos
ellos olían a flores y a primavera. Entre ellos, una niña,
delicada y fresca, llevaba entre sus manitas al gato de Estrella.
El gatito le lamía la cara con su rasposa lengua y la niña
lo acariciaba como si fuera su más preciada muñequita.
Estrella sintió que su corazón se vaciaba de sangre.
El gatito, su gatito, su único hijo….
“Eh, niños, venir aquí, por favor. El gatito es mío”
Y
los niños, apretujados y gritones, empezaron a corear, “¡La
bruja, La bruja!”
Estrella sintió que el corazón se llenaba de lágrimas
y que no iba a poder resistir mucho tiempo más esa persecución
sin empezar a llorar desconsoladamente.
“Por favor, el gatito, devolvedme el gatito”.
Y los otros huían muy divertidos, con sus blancas sonrisas,
mientras gritaban,“¡La bruja, La sacamantecas!”
Una niña, la más adulta de todas ellas, se agachó
y cogió una piedra. La lanzó contra la cara de Estrella,
acertándola en un ojo.
Estrella se arrodilló en el suelo, hundida, tronchada por el
dolor y la humillación.
Los otros niños, inmediatamente, como obedeciendo una orden
sin palabras, echaron mano al suelo. Todas aquellas manitas levantaron
las piedras vengativas y las lanzaron contra Estrella. Y los más
adultos las lanzaban con más fuerza y con más entusiasmo.
Todos iban y venían, alegremente, cogiendo más y más
piedras. Iban y venían, iban y venían,…
Mientras tanto cantaban, “¡A matar a la bruja piruja!”, “¡A
matar a la bruja piruja!”.
La sangre salpicaba el suelo y Estrella, finalmente, rodó abatida
sobre el empedrado pavimento.
Revivo esos instantes con los ojos de mi imaginación y un dolor
inenarrable me traspasa.
¡Los inocentes niños aplastando con furia el cuerpo de
Estrella como si fuera el de una mosca de verano o cualquier otro
insecto…!
Allí quedó Estrella sobre los musgosos adoquines, como
un cáliz roto que vacía lentamente su contenido, o como
un fruto picoteado por los pájaros.
Entonces
dos niños aparecieron con un bieldo en las manos. El instrumento
era tan grande que lo tenían que llevar entre dos chicos. Tal
vez lo hubiesen sacado de un establo vecino, o de cualquier otra casa,
pues esa herramienta estaba en todas las viviendas.
En
aquella temporada del año, muchos vecinos daban diariamente
vuelta a la hierba, recién segada, con el bieldo y seguramente
algún labrador, de vuelta a su casa, lo habría dejado
apoyado contra una tapia o contra una pared.
Algunos niños se unieron a los que regresaban con aquel trasto.
Sus cuatro puntas eran tan afiladas que parecía que perforaban
el aire.
Se acercaron a Estrella y levantando con sus manitas el palo del bieldo
se lo clavaron con fuerza en el estómago. Una, dos, tres, cuatro,
cinco, seis, siete veces,…
Mientras tanto gritaban, “¡A matar a la bruja piruja!”, “¡A
matar a la bruja piruja!”
Desvencijada, rota, como devorada por una gigantesca larva necrófaga,
allí quedó tendida Estrella, igual que un despojo, igual
que un guiñapo ensangrentado….
Los niños se alejaron, alocados, como una divertida manada
de gallináceas, gritando, “¡A matar a la bruja piruja!”,“¡A
matar a la bruja piruja!”
No
hubo investigación. El caso se cerró en pocos días.
Ese finde semana, en la sala de juntas del Ayuntamiento, padres y
madres, prepararon chocolate a la taza con rosquillas y merengues,
y tortas de anís, en honor de los niños, sus hijos,
que habían sido tan valerosos y habían sabido defenderse
tan bien.
Juan
Ramón González Ortiz