Las navidades que la prima Teresita pasó en casa

Autor: José de Uña Zugasti (PEPE DE UÑA) (Cuentos de andar por casa)

 

 

 

 

Las Navidades en la casa de mis padres comenzaban el día 23, cuando, allá a la tarde, subíamos al desván con el tío Jacinto a quemar pedos. El cuarto, con maderas en la techumbre y lleno de increíbles trastos, solo tenía tres paredes, porque, por un lado, el que daba a la calle, el techo se posaba directamente en el suelo, y eso siempre nos parecía curioso.

 

 

Al desván teníamos “terminante prohibido” subir, decía mi padre. Y era una lástima, porque cuando jugábamos a tinieblas por toda la casa –que era cuando mis padres se iban a Badajoz–, el desván era un sitio donde nunca te podrían encontrar. Así que el día 23 por la tarde, se juntaban dos placeres infantiles: subir al desván y quemar pedos.

 


El tío Jacinto tenía su ritual, todos los años el mismo, como mandan las tradiciones que son sagradas: subíamos las escaleras a hurtadillas, mandaba cerrar la puerta una vez todos dentro, nos sentábamos en el suelo con el cemento cuarteado, encendía la palmatoria y apagaba la luz. Entonces, en aquellas tinieblas, oyendo el secreto crujir de los maderos carcomidos y el correteo de los ratones sobre el cañizo del techo –como un garabateo fantasmal-, veíamos, por un instante, el orondo culo del tío Jacinto acuclillarse ante la vela entendida.

 

 

Al momento, decía: “Viene uno de”… Y recurría a su particular clasificación: de bomba, de metralleta, de descarga de fusilería, de cañonazo. Así, con terminología militar, clasificaba el tío Jaciento sus flatulencias; él, que se libró de la mili por tener los pies planos, aunque la abuela Agustina le decía que “por inútil total”.

 

 


Mi abuela Agustina, que lo veía todo, como Filomena, sin que nadie se lo dijera, supo que había estado en el desván, y le decía: “Jacinto, hijo, esa es una de tus pocas habilidades. ¡Lástima que no puedas rentabilizarla!”. La abuela Agustina siempre llamaba “hijo” al tío Jaciento, pese a lo mayor que era y a la barriga que tenía. Debía ser porque no estaba casado ni tenía hijos. Porque a mi padre lo llamaba Antonio y al tío Isidro, Isidro o Isidrín, según; aunque nunca supe en qué consistía el “según”.

 

 


Aquellas Navidades las pasó con nosotros la prima Teresita, a quien se le había muerto la madre y por una de esas razones de mayores, desperdigaron a los seis hermanos por toda la familia; y a ella le tocó venir a casa. Apenas si sabíamos de ella salvo por fotos, cartas recordatorios de primera comunión y cosas así. Pero eso sí, Teresita, aunque de Soria, era nuestra prima. Así que el tío Jacinto no le puso pegas para que subiera al desván. “Total”, dijo, “como estará a oscuras, no me verá el culo”.

 

El tío Jacinto

 

Después de la gloriosa tarde del desván, venía la no menos gloriosa mañana del sacrificio del pavo. La gran sacerdotisa era Filomena. Lo realizaba en la cuadra, con el rimero de carbón al fondo, de donde salieron las brujas que yo llegué a ver.

 

 

En una lumbre de fuego en tierra, sobre las estrébedes, tenía puesto un enorme caldero de hierro, donde cocía agua a borbotones. “ Como las calderas de Pedro Botero”, decía Filomena con el aliento anisado ya a aquellas horas. Se ponía el pavo entre las piernas, con la hoja del cuchillo matador le hacía una cruz sobre la cabeza y, muy lentamente, le daba un corte bajo la nuca, sin llegar a seccionarle del todo la cabeza, que quedaba colgando como un pelele ensangrentado. Ponía, entonces, el cuerpo bocabajo y, apretándolo todo, recogía la sangre en un puchero de loza marrón. Esta era la parte grimosa de la diversión. Marisita no miraba, porque “le imponía mucho”, que era expresión muy de mi madre. Los demás hermanos, y algún primo, sentados en los escalones de la puerta, veíamos el sangriento espectáculo como lo hacían en el circo los romanos de las películas de romanos. Miré a la prima Teresita para ver el efecto que la degollina le producía. La vi atenta, pero no aterrada, ni sorprendida, como si no le “impusiera” gran cosa.

 

 


–Ahora verás lo que es bueno –le anticipé, para impresionar a aquella débil criatura de capital.
Al salir por el cuello la última gota de sangre, Filomena, salmodiando una de las ininteligibles melopeas que mi madre le tenía prohibido decir, metió al pavo en la caldera de Pedro Botero. Expectantes, esperamos en vano. Dio un par de vueltas al cuerpo, que empezaba a despedir un olor a establo caliente, y no pasó nada. Lo desplumó entero. Lo colocó en la fuente para llevárselo a la cocina. Y siguió sin pasar nada.

 

La prima Teresita me miró. En su mirada resabiada de niña de capital, porque Soria nos sonaba a capital, percibí el centelleo de la ironía femenina. ¡Aquella misma mirada la he visto tantas veces a lo largo de mi vida!

 


Precisamente las Navidades que pasó la prima Teresita en casa, el pavo a medio decapitar, escaldado y casi desplumado, no saltó del caldero para dar dos o tres zancadas descoyuntadas, antes de caer redondo. Esto era lo que esperábamos ver y no vimos. Pero no quise explicárselo porque la llamita de sus ojos me quemaba el orgullo como si estuviera metido en el agua hirviente del caldero de hierro.

 


Rumiábamos la desazón del fracaso, cuando la prima Teresita de improviso, dijo:
–Es mucho más chachipé –ella hablaba así y en fino– como mata mi abuela Saturia a la pava que nos engorda la señora Quiteria, la que tiene los corrales junto a las vías. Y, sin mediar palabra, nos contó el sacrificio de la navidad soriana:

 

Filomena con el pavo


-Al igual que Filomena, sujeta a la pava entre las piernas. Le abre el pico y le mete un embudo pequeñito que solo utiliza para eso; el resto del año está guardado en los anaqueles altos de la despensa. La pava se atraganta y se mueve mucho. Cuando mi abuela la tiene bien sujeta, me dice: “Ahora puedes”.

 


Y yo cojo la botella de Terry, que es coñac, y la voy vaciando, poco a poco, en las tragaderas de la pava. Si rebosa, mi abuela me dice: “Para”.

 


Y cuando ha tragado todo el coñac, me dice: “Sigue”. Y yo sigo vertiéndole coñac por el embudo, hasta acabar con la botella.

Al sacarle el embudo, la pava hipa y huele como los borrachos de los bares. Entonces mi abuela la deja en el suelo, diciéndole: “Animalito”.

 

A trancas y barrancas, la pava se levanta y comienza a dar vueltas por la cocina, como si le hubieran aflojado los tornillo de las patas; cagándose a cada paso, chocándose con las paredes, las patas de la mesa o la bajera del chinero. Cada vez va más despacio, hasta que cae redonda y ya no se levanta.

 

 

Entonces la coge mi abuela Saturia y la cuelga por el pescuezo de un palo chacinero de la bodega. Al día siguiente, al levantarnos, vamos corriendo a ver la pava ahorcada. Pero ya no está. Por la noche, el abuelo Polo siempre dice: “Hay que ver el gusto que el coñac le da a la carne”. Y chasquea la lengua varias veces. Y así todos los años.

 


No quise mirar a la prima Teresita, a la que, hasta entonces, imaginé que pasaba las Navidades decorando el belén con lagos hechos de espejos rotos y ríos de papel de plata.


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Ilustraciones: Quintín García Muñoz

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