Ya vienen los Reyes por el Arrabal

Autor: José de Uña Zugasti (Del libro Cuentos de andar por casa)

 

 

 

La discusión con Filomena sobre la existencia de los Reyes Magos, estaba entre las tradiciones de la tarde del día 5 de enero desde que la prima Teresita iba a pasar las Navidades a la casa de los tíos, que es tanto como decir desde que podía recordar. Se mantenía en la cocina, con Teresita sentada en la silla alta, detrás de Filomena, que es donde debían de estar los niños si en el fogón de la cocina económica estaba puesta la sartén grande con aceite hirviendo. Preparaba la cocinera la cena: croquetas hechas con las sobras del pavo. Teresita admiraba la mecánica maestría con la que Filomena sacaba del perol la pasta con una cuchara de palo; le daba forma con la mano libre y la ponía en el aceite crujiente, retirando un poco la cabeza “por si saltaba”. Con la espumadera las volteaba hasta que cogían, por un igual, el irresistible color dorado que las hacía tan apetitosas a la vista. Al sacarlas, las alineaba en la bandeja de pasta, con flores xerografiadas que habían ido perdiendo lozanía por el efecto le la pringue caliente. Quedaban las croquetas militarmente alineadas, como listas para ser revistadas en el patio de un cuartel antes de salir a desfilar. Por eso era tan difícil robarle una croqueta a Filomena sin que, enseguida, ella se percatase de la falta.
Durante la celebración de esta liturgia anual –La Pascua de Reyes, podría decirse–,tenía lugar la discusión. Teresita hacía gala de la perra gorda de repollez infantil de toda niña de ciudad. Se empeñaba, erre que erre, en convencer a Filomena de la existencia de los Reyes Magos. Y como argumento de autoridad, decía que a ella, este año, le iban a traer una caja de lápices de colores Alpino que eran los mejores; desde luego, mucho mejores que los que ahora tenía; o mejor dicho, de lo que quedaba de ellos, porque algunos eran ya tan pequeños que casi tenía que pintar con las uñas.
–Y además, se le rompen las puntas –remató.
–Es porque aprietas mucho –dijo Filomena, retirando la cabeza para evitar un chisporroteo del picón.
–Eso también me lo dice mi padre –protestó Teresita–. Ya verás como a los que me traigan esta noche los Reyes, no se les rompe la punta ni aunque se la saque finica, finica.
Y seguía la niña argumentando con las cosas que le habían explicado las monjas en el colegio. “¡Cosas de curas! ¡Cosas de curas!”, farfullaba Filomena, de vez en cuando, mientras al amparo de los pliegues del mandil, trazaba con el índice de la mano izquierda una cruz en el aire, que enseguida, tachaba, bisbiseando uno de los rezos mágicos que la Señorita, mi madre, le tenía terminantemente prohibidos.

 

Filomena en la cocina



Teresita tardaría muchos años en saber que los Tres Reyes Magos, ni eran tres, ni eran reyes, ni eran magos; y mucho menos que uno de ellos fuera negro. Tal vez, por la misma época también se enterara del fusilamiento del hermano de Filomena en la postguerra, y del ominoso papel que en él jugó don Salvador, el cura párroco del pueblo. La muerte en la flor de la vida del único varón de la familia, dejó en la miseria y marcó con el aceite hirviente del oprobio a siete mujeres. La abuela murió enseguida, de vieja y de pena; tres hermanas fallecieron de tisis, una se fue a servir a Barcelona, y en el pueblo quedó Filomena al cuidado de su madre, enferma de un padecimiento para el que don Daniel no tenía remedios.
Tal vez por eso, no salía nunca a la calle, y Filomena en lugar de quedarse a dormir en nuestra casa, como Petra, la doncella, y Antonia, la niñera, todas las noches se iba a su casa del Arrabal, para atender a su “pobre madre”. A Teresita le gustaba salir a despedirla, más que nada, por verla como se liaba en el mantón negro, cogía el cubo de la basura, que tapaba con hojas de periódico, y el candil, estañado por Las Parriegas, tres hermanas solteras, vírgenes y albinas. Hecha la luz, daba las buenas noches y se iba. El picaporte de la puerta de la calle era lo último que , en casa extraña, Teresita recordaba oír por la noche, y el primer ruido doméstico de la mañana, cuando llegaba Filomena con los churros recién comprados.
Tal vez fuera por la coincidencia de que viviera en el Arrabal el hecho por el que a Teresita se le ocurrió lo que se le ocurrió y llevara a efecto con tanto sigilo como diligencia. La tía Pepita, con su didáctica de maestra católica, le había explicado el itinerario de los Reyes por el Pueblo: entraban por la Cruz de los Caídos, donde rezaban un padrenuestro por la gloriosa memoria de los que dieron su vida por Dios, por España y por la Revolución Nacional Sindicalista; y salían por el Arrabal, las últimas casas, camino ya a San Vicente de Alcántara. Aquella noche Filomena siguió el ritual de la despedida. Encendió el candil y se echó a la calle. El aldabonzazo de la puerta retumbó por el pasillo y se perdió en la claraboya. Teresita quedó así a la espera del día siguiente.
Cuando Filomena llegó a su casa y destapó el cubo de la basura, se encontró con un liado de periódicos. Al deshacerlo, vio un cucurucho igual a los que hacía la Señora María para la perra chica de pipas que le compraban y se comían en el cine la prima Marisita y ella; pero éste, tenía una embozada de picón en vez de pipas; había también un frasco de colonia Embrujo de Sevilla con aceite limpio y, envuelto aparte, una loncha de tocino que con tan solo mirarla se oía el crujir del frito en la sartén. Lo puso todo Filomena en una balda del chinero, mientras pensaba: “Con esto, un huevo y un currusco de pan, come mi pobre madre mañana, que es fiesta. ¡Y aviada va!”
Al coger el cubo para volcarlo en el comedero del corral, vio, doblada, media hoja de cuaderno de escuela. Al desdoblarla, resultó ser una carta jeroglífico. Como los Reyes sabían que Filomena era analfabeta, le habían dibujado tres coronas reales: bajo la de la izquierda aparecía esbozada una sonrisa; la del centro estaba rematada por unas largas barbas doradas, con el pelo muy bien peinado, salvo como por un chafrarrinon, o tal vez, el resultado de haberse roto la punta del lápiz amarillo al apretar el peine; y la de la derecha coronaba un punto negro, a carboncillo, que semejaba una cara. Sobre ésta había una flecha para indicar que era este Rey quien se había acordado de ella. “Hay algún rey que es bien tozuda”, se dijo Filomena, quien, pese a haber tenido regalo, siguió sin creer en los Reyes Magos. En sus entendederas de niña, Teresita acomodó el descreimiento de Filomena, pensando: “¡Es cosa de brujas!”.

 


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Ilustraciones: Quintín García Muñoz

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