Apenas
entró en casa, la prima Teresita se encontró mal y a media
tarde ya estaba en la cama con un fiebrón de los que hacían
saltar el mercurio fuera del termómetro.
Mi madre dijo: “Amigdalitis”. Filomena sentenció:
“Esta niña está a punto de florecer”. Pero
llegó don Daniel y diagnosticó: “Inflamación
aguda de las glándulas tiroides. Paperas, Pepita”.
Marisita, con su golpe de explosiva ingenuidad, preguntó: “Si
está a punto de florecer, ¿habrá que regarla?”.
Yo me imaginaba a la prima Teresita flaca como un tallo, saliéndole
geranios por la nariz y crisantemos por las orejas. A sus flores acudirían
abejas, moscones y algún picaflor. ¿Le echaría
mi padre DDT, como hace con sus macetas?... Todo comenzaba a ser un
misterio.
La pusieron una bufanda vieja alrededor del cuello, cogida con un imperdible
de los grandes. Se parecía al Felipe II de “Cien figuras
españolas”, que llevaba gola. Y un pañuelo alrededor
de la cabeza, por debajo de la barbilla y atado al cocoroto. Parecía
que le dolieran las muelas. Total, que de aquella facha, la pobre prima
Teresita se parecía a Felipe II con dolor de muelas.
Como la paperas eran “altamente contagiosas”, según
don Daniel, aposentaron a Teresita en la alcoba de los invitados, en
lugar de domir con las niñas, como siempre. La alcoba era grande,
con dos camas cameras y un ropero de cuatro puertas y cualquier sonido
parecía irse alejando hacia los rincones, hasta desaparecer.
La prima Teresita pasaba pánico, sola en aquella lúgubre
estancia. Nosotros teníamos prohibida la entrada por temor a
acabar todos con paperas, o “florecidos”, a saber. Todo
era un misterio para mí.
Siempre que podíamos, nos íbamos a hacer la guardia a
la prima. Digo “hacer la guardia”, porque de la puerta no
pasábamos. Desde ella, parapetados tras la pared, le hablábamos
y, por las tardes, le leíamos el “Kempis”; aunque
cuando mi madre se iba nos pasábamos a los tebeos, que era lo
que le gustaba. Nunca entendí por qué no se los daban
directamente. Todo aquello era un misterio.
Aprovechando la ausencia de mi madre, Filomena ponía bajo la
gola hojas hervidas de alcachofa, que es lo que de verdad, cura las
paperas: cataplasmas de alcachofas; y no las medicinas de la botica,
que no hacen sino embarrar el estómago. Desde la puerta, veíamos
la cura furtiva de Filomena y prestábamos mucha atención
para oír, al menos, parte de sus rezos salmodiados. Pero no entendíamos
nada. Entonces es cuando Marisita decía: “Está llamando
al diablo”. Y nosotros, tras la puerta, nos santiguábamos
al revés, para que no nos cogiera. Todo era un misterio.
La prima Teresita ya iba mejor. Nos dejaban entrar en la alcoba; pero
quietecitos y sentados a cierta distancia de la cama. Supongo que mi
madre había calculado hasta donde podían llegar los microbios,
ahora ya debilitados por las medicinas de la botica o las cataplasmas
de alcachofas de Filomena. ¡A saber! Todo un misterio.
Teresita
se hace mujer
Una mañana, los desolados gritos de la prima Teresita pusieron
en pie de guerra a toda la casa, estremecida hasta los alacetes. Cuando
llegó mi madre, con el sofoco correspondiente, la encontró
sentada en la cama con las piernas muy abiertas. Una mancha como de
chocolate embadurnaba las sábanas y los bajos del camisón.
Cuando llegamos nosotros, en tropel, no nos dejaron entrar. Entonces
llegó Filomena y dijo su famosa frase: “Ni pa´peras,
ni pa´higos. Esta niña estaba pa´florecer”.
Esto sí era un misterio.
Desde aquel día, y pese a su esmirriadez, la prima Teresita fue
mujer. Todo el mundo se lo decía, poniendo cara de mema: Manolita
Cortés, Pura Bueo, la tía Helena, doña Eduvigis
Cuéllar, la sosaina de Encarnita Paredes, ¡todo el mundo!
Yo siempre me pregunté: “¿Y antes, qué era
pues?”… Sería un misterio.
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Ilustraciones: Quintín
García Muñoz
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MAESTRO
TIBETANO
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