El higo chumbo
Autor: José de Uña Zugasti (Del libro Cuentos de andar por casa)
Los veranos en el Pueblo pasaron como la floración de esas hermosas flores tropicales, delicadas y hermosísimas, que apenas se muestran durante segundos en todo su esplendor. Y de ellos, hay sucesos que guarda mi memoria flotando, indecisos, entre la vigilia y el sueño.
Uno de estos ocurrió tras la obligatoria siesta, en una de aquellas
tardes de calor y chicharras. Don Antonio, mi padre, tenía prohibidos
los higos chumbos para el postre. Y no porque fuera fruto grosero, sino porque,
según su criterio, se “comía madera”, con los consiguientes
efectos de un entripado. Pero no hay fruta más codiciada para un niño,
que la fruta prohibida. Y así, los higos chumbos –“chombos”
los llamaba Filomena, “jigos chombos”–eran algo más
que una tentación, sólo contenida por el temor al castigo si
los mayores se entaraban de que habíamos ido a cogerlos.
Aquella tarde, el aire todavía caliente activó la intrepidez
de la prima Teresita y nada más poner un pie en la calle, cuando aún
la onza de chocolate de la merienda no había comenzado a derretirse
entre los dedos, propuso: “Vamos a higos chumbos”.
Las mejores y más cercanas chumberas estaban tras la caseta de camineros,
a las afueras del Pueblo, en una de cuyas paredes, en azulejos azules con
letras y números blancos, ponía: A Badajoz 24 kms.
Bordeaban
un roquedal y, como es lógico, los higos más próximos
a la carretera eran los primeros en cogerse. Así que había que
adentrarse en el campo, hasta dar con la partida.
Para cogerlos, nos industriábamos una caña abierta por un extremo.
La abertura se mantenía separada con un palito, para coger el higo.
Una vez allí encajado, con un ligero, pero diestro giro, el fruto se
desprendía de las verdes hojas, ovaladas y carnosas, erizadas de espinas;
y ya era tuyo. Pelarlo resultaba ser otra cosa.
Teresita fue la primera en verlo. Era un higo grande, gordo y morado como
uno de aquellos cardenales que dieron esplendor al Renacimiento. Estaba coronando
una de las hojas más altas del interior de la chumbera. Llamó
mi atención golpeándome el brazo con la caña, lo señaló
y fue a por él. Pero la caña era corta y no llegaba. No tardó
en dar con una posible solución: bordeó la gran piedra de granito
y subió a ella, por la parte de atrás, decidida a cobrarse aquella
gema vegetal por más dificultades que encontrase para alcanzar su propósito.
No está escrito que lo apetecido sea fácil de conseguir.
Se tumbó bocabajo y extendió la caña. Arrastrándose
poco a poco, fue acercándose al borde redondeado de la roca. Cuando
ya la parte abierta de la caña tocaba al higo, la prima Teresita resbaló,
dio un volatín y cayó de espaldas en medio de la chumbera, donde
quedó como un san Andrés, aspada.
Teresita se cae en la chumbera
Subí corriendo al alto de la traidora roca. Lleno de infantil impotencia, la vi y no supe qué hacer. Estaba atrapada en aquella trampa erizada de espinas.
–Ve a buscar a tu padre –me dijo, no sin entereza–. Yo no
me puedo mover. Me pincho por todos los lados.
Corrí hacia el casino de La Concordia, donde mi padre estaría
jugando la partida de tute subastado con los amigos.
Llegaron todos a la caseta en el Ford T del señor Aníbal que
tenía matrícula 234 de Murcia, y, por esto, era conocido como
el “Mu”. Para sacar a la prima Teresita de la chumbera hizo falta
un hacha y la escalera de Ángel, el blanqueador, que era la más
alta del Pueblo.
Ya con Teresita en brazos, mi padre dijo:
-Parece un erizo.
Cuando nos íbamos, yo miré a la chumbera y vi al cardenalicio
higo chumbo reventado, con la pulpa rebosando la piel erizada de púas.
Don Daniel comprobó que no tenía rotura alguna, ni siquiera
magulladuras; pero debía de permanecer en “decúbito prono”
–así que le dijo a mi madre- a fin de que las espinas no se le
clavaran y más y pudieran infectársele los mil picotazos con
que tenía lacerada toda la trasera de su cuerpo.
–Un san Sebastián parece! ¡Dios bendito! –suspiró
mi madre–. En el pecado llevas la penitencia, hija mía.
Así que prepararon una cama turca en medio del comedor donde estaba
entronizado el Sagrado Corazón, arrimaron las sillas de respaldo alto
y echaron por encima una sábana, porque la prima Teresita no podía
ponerse camisón, ni aguantaba el roce de sábana alguna. Filomena
la untó de aceite para facilitar la expulsión de espinas; y
así quedó la prima Teresita, ungida y preservada en aquel improvisado
catafalco, como la vestal de una antigua religión del Pueblo, lista
para la expiación de su culpa. Mi madre nos prohibió a los chicos
entrar en el comedor.
Solo en dos ocasiones se retiraba la sábana, además de las necesarias
para darle de comer o utilizar el orinal que tenía debajo de la cama.
Una de ellas era cuando venía una visita para interesarse por “la
pobre niña”. Entonces mi madre, oficiando una de aquellas teatreras
situaciones que tanto le gustaban, apartaba la sábana y mostraba el
horror, como el charlatán que enseña al monstruo de feria por
un real el pase.
La otra era por la tarde, cuando llegaban las amigas de Marisita, cada una con su pinza de depilar. Se sentaban alrededor de la cama y despinaban a la prima Teresita, con la misma dedicación con que se espulga una manada de monos; con igual exquisita delicadeza con la que las golondrinas arrancaron las espinas de la cabeza del Crucificado. Mientras una de ellas leía en voz alta cuentos de chicas. Y se iban turnando.
-¡No me gustan! –protestaba la prima Teresita–. A mi me
gustan los cuentos de El Guerrero del Antifaz, Purk, el Hombre de Piedra y
los de Hazañas Bélicas.
Entre las desabridas protestas y el hecho de que las espinas fueron escaseando,
las amigas de Marisita dejaron de ir.
Entonces yo, desde el quicio de la puerta del comedor, le leía los
cuentos que a ella le gustaban. Así cada tarde, hasta expulsar la última
espina.
Cuantas
veces, con la complacencia del recuerdo, he pensado: “¡Si fuera
tan fácil sacarse las espinas de la vida, como lo era en aquellas tardes
de calor y chicharras, allá en el Pueblo”…
FIN
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