El Aprendiz de Mago

El abrazo de la oscuridad

 

Eran cuatro futuros seminaristas y Don Alfonso los que habían sido invitados a merendar por doña Isabel. Los cinco caminaban por un estrecho y largo callizo de los peregrinos en aquella tarde de verano. El corazón de Juan rebosaba de felicidad al saber que vería de cerca de a “La Señora de dulce mirada”

 

        -¡Padre!-rogó  el muchacho cuando llegaron delante de la verja que defendía la bella puerta de  roble de un antiguo y sobrio palacete del siglo diecinueve- ¿Puedo llamar yo?

 

       -Claro Juan-sonrió Don Alfonso- Pero... antes dime ¿cómo se llama esa mano con la bola dorada?

       -Aldaba- gritó con orgullo de niño de  diez años que se sabe perfectamente la lección.

       -Muy bien-contestó el cura- Espero que lo hagas tan estupendamente en el seminario. Allí van muchachos tan inteligentes como tú.

       -O más- afirmó graciosamente Buenaventura, el mayor de los cuatro.

     El muchacho apenas entendió la ironía. Solo se concentró en coger con la mano la aldaba y golpear dos veces de forma relativamente suave. Nadie contestó.

 
    -Llama otra vez –dijo Don Alfonso.

    Y después de haber propinado dos nuevos golpes , se oyó a lo lejos una voz.

 

    -¡Voy!

 

    -Siéntense-invitó Isabel al cura y los jovencitos.

 

     -Gracias-respondió Don Alfonso.

 

     Todos se ubicaron con cierta retraimiento. Muchas veces habían pasado por delante de aquella casa. Su fachada y lo que representaba les causaba enorme respeto. Y ahora se encontraban allí dentro, como felices y agraciados invitados. Por fin le llegó el turno a Juan, y  Doña Isabel le puso con enorme delicadeza un gran tazón de chocolate.

 
   -Toma Juan. Ya verás cómo te gusta.
    -Gracias Doña Isabel.-acertó a decir el muchacho sintiendo que se desmayaba cuando ella posó la blanca y  suave mano sobre su hombro.
- Qué rico –alzó la voz uno de los muchachos.
- Ya lo creo-  afirmó el cura.
- Así es que en Octubre empezarán estos jovencitos una nueva vida
 -Sí- respondió D. Alfonso.
 -Buenaventura traslada su expediente académico del colegio de los Padres Pasionistas al seminario y empezará cuarto curso de bachiller. Antonio y Carlos segundo. Y Juan, el más joven irá a primero.
 -¡Qué ilusión! Poder salir del pueblo y ampliar horizontes.
 -Sí. Así es. Ellos ni siquiera lo saben. Pero hoy en día son pocas las oportunidades para estudiar. Salvo las dos o tres familias ya conocidas, los demás tienen su futuro en las fábricas del pueblo, cuando cumplan catorce años.
-Ya –respondió la anfitriona. Y ahora dirigiéndose a Juan le dijo:
-Dime Juan. Tú por qué vas al seminario.
-Siempre me ha gustado ser cura. Hasta hago misas en casa.
-No puede ser.
-Sí-respondió el niño con brillo en los ojos.
-Supongo que no utilizarás vino.
-A veces sí.
-¡Dios mío! ¡Te puede sentar mal!
-No, si es muy poco.    
-Bueno si es así, no pasa nada -terminó la conversación con el niño.

     Los bizcochos fueron menguando mientras los chistes y las bromas alegraban aquella apacible tarde. Cada vez que Juan hablaba con doña Isabel era lo mismo que realizar el sueño más anhelado de su vida. Hablar con su madre.

    En lo más álgido de la alegría y del gozo, apareció el marido de nuestra amable anfitriona. Cuando entró y les vio sentados , merendando y riendo a carcajadas, frunció el ceño y con rabia contenida acertó a decir:

 
    -Hola Padre
    -¿Qué tal, Luis?
    -Bien –respondió con sequedad cortante, mientras, atravesaba el largo salón, y  desde lejos se dirigió a su esposa y le espetó -Quiero  merendar  ¡ Ya!
    -Sí -respondió tímidamente ella.

     La cara de doña Isabel se quedó blanca. En pocos segundos una tristeza infinita cubrió su mirada y Juan sintió tanta compasión que rápidamente imaginó que la  abrazaba y entregaba su cariño y al instante sintió que  el cuerpo se le llenaba  de “serpientes” de color oscuro. Se quedó blanco y frío como una losa.    El mosen se despidió aceleradamente, dando la mano  a don Luis mientras miraba  compasivamente a su esposa.

 
      -¿Qué te pasa? – le preguntó el padre de Juan, cuando apareció por la puerta totalmente demacrado.
      -No sé. Me siento mal. Estoy muy cansado.
      -¿Te quieres acostar un ratito , para ver si se te pasa?
      -Bueno.

Juan se durmió y soñó con millones de culebras. Serpientes de todos los tipos y tamaños. Daban vueltas por la habitación. Se deslizaban por el techo, por el suelo, le envolvían, y hasta  las sentía dentro de él. Era imposible que pudiese haber más ofidios entre aquellas cuatro paredes.

Serpientes en sueños.

 

En mitad de aquella terrorífica noche, vino una hermosa hada blanca.  Y Juan tuvo la certeza de que era “Su Virgen María” , ”La Señora de dulce mirada”. Se sentó a su lado y acarició la  sudorosa  y caliente frente del niño; le colocó unos paños de agua fresca que calmaron la fiebre y por último le dio masajes en el pecho del muchacho. Las manos eran blancas y parecían que se alargaban de una forma cariñosa. Sentía cómo si en el interior de sus pulmones, millones de hebras doradas estuviesen vivas. Como si unos diminutos fuegos artificiales le explotasen en su interior causándole un cosquilleo incesante.  Aquellas caricias, cual dulce bálsamo, aliviaron el dolor del pequeño. Y las serpientes fueron transmutadas en un  hermoso jardín. En él había toda clase de flores y aromas. Las mariposas revoloteaban sobre los refulgentes rosales y millones de chispas multicolores flameaban en el aire por encima de un pequeño lago,   hasta perderse zigzagueantes en dirección de un arroyo  que se difuminaba en la lontananza.      

 

 

Imagen extraída de la novela Ingrid y John o Unificación del las almas.

Autora del cuadro: La escritora y pintora mística María Eliana Aguilera Hormázabal.

 
-Siempre estaré contigo, mi niño -le dijo “su  sacratísima madre" a la vez que le tomaba de las manos, y añadía con voz tintineante y cantarina. -Ahora, sé bueno y duerme.

 

Juan cerró los ojos con inmensa felicidad. Ya no estaba solo. Su  amada madre estaba ahí. Y soñó que se convertía en neblina blanca que se deslizaba por mundos de cristal brillante y ella siempre le acompañaba de la mano. Por fin llegaron juntos a un mundo de luz y cuando entraron en él, todo se tornó blanco.

 
      -¿Cómo estás Juan? –le preguntó su padre, a la mañana siguiente, mientras le tocaba con su enorme mano  la frente.

      El pequeño abrió los ojos que quedaron deslumbrados por   un  rayo de luz  que entraba a través de la estrecha ventana, Se sintió estupendamente, recordó a su “amada señora de ojos compasivos”, sonrió y contestó  inmensamente feliz.

 

    -Muy bien papá.

-¡Cuanto me alegro Juan! Me diste ayer un enorme susto. Ya me temía lo peor- respondió su padre mientras se ledeslizaban unas gruesas lágrimas.

      El niño observó cómo su padre salía de la habitación rumbo al trabajo y se volvió hacia él.

 
      -Hoy te traeré un regalo ¡A que no adivinas qué será!

       Juan le miró sonriendo. ¡Estaba tan inmensamente feliz!

 
       -No lo sé. –contestó pensando que no deseaba acertar para no quitarle la ilusión.
       -Ya verás cómo te gusta.
       -Seguro papá.

Y todavía su padre se acercó de nuevo al niño para abrazarle cálidamente y besarle.

 

       -Hasta la tarde mi hombrecito.

      -Adiós papá.

       El muchacho se levantó rápidamente. Anhelaba ir a  misa. Deseaba ver la cara inmaculada de su señora. Se vistió a toda velocidad y corrió tanto como le daban de sí las delgaditas piernas. Los adoquines de la calle eran agradables bajo sus pies. Se sentía fuerte al dar unas zancadas tan enormes. Tocó con la mano los ladrillos de la Iglesia, luego la verja negra. Abrió la puerta y tomó agua bendita de la pila, sonrió al monaguillo de cartón, avanzó casi de puntillas sobre la tarima que crujía. Las viejecitas sonrieron al verle pasar. Faltaban unos metros para poder ver si ella estaba como siempre junto a la columna.  Entró en la sacristía y allí le esperaba mosen Alfonso.

 
       -Vamos dormilón- le dijo cariñosamente.

Ambos, monaguillo y cura salieron hacia el altar. Ella le sonrió con inocente amor, y Juan  la “abrazó”  mientras le “decía”  “¡Mamá, cuánto te quiero!”

 

 

 

 

Texto e ilustraciones: Quintín García Muñoz

 

 

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