LA ESPADA DE FUEGO

Narraciones fantásticas

El aprendiz de Mago (5)

 

 

      Juan tomó la carretera general que antaño discurría bajo gigantescos álamos, cuyos troncos estaban  pintados de blanco. Fueron arrancados a causa de un tremendo accidente de tráfico en el que se vieron involucrados cinco militares de la base americana cerca de su ciudad.  Todavía recuerda aquel día, porque vivía justamente en frente del antiguo “hospital”, y su padre le prohibió mirar por la ventana en el momento que entraban los cadáveres.

     -¡Dios mío! ¡Todavía lleva uno la chaqueta plegada en el brazo! –fueron las palabras de su padre que más le impactaron. A veces su amigo y vecino le llevaba a través de un lúgubre, estrecho y largo pasillo que desembocaba en el   cuarto oscuro, donde estaba  guardada una caja de muerto.

 

Puente sobre el río

 

     Llegó al puente  donde estaba la pilastra y  desde cuya cima se lanzaban los jóvenes. Los más atrevidos se tiraban desde la barandilla del puente, y así era cómo ocurrían siempre accidentes. Todas las semanas del verano se ahogaba uno u otro, especialmente los de la ciudad.

      Por fin, Juan se centró en el propósito para el que había salido a pasear. Se apoyó en el pretil del puente sobre el río Gállego, respiró profundamente durante unos minutos disfrutando del azul del agua y el verde y plata de los chopos. El frescor de la mañana colmaba su Ser y  cuando percibió esa sensación de estar alineado con su Yo más profundo, comenzó el viaje mental.

Caminando

      Visualizó la plaza del pueblo, dobló la esquina a mano izquierda, pasó cerca del casino, donde de pequeño se había peleado con su amigo Ramón por un sacapuntas que había sobre el adoquinado, hasta llegar a la altura del callizo, y por fin llegó a la puerta del palacio de doña Isabel. Atravesó las verjas que todavía cerraban el alto muro de piedra impregnada de musgo esmeralda; respiró la humedad de los castaños de indias y  supuso que tal vez  “Su madre amantísima”   estaría limpiando con cariño los muebles labrados en madera, herencia de una antigua época de esplendor.  

      En ningún momento Juan había sido un mago de verdad, en el sentido de desplazarse consciente del entorno. Esta forma de visualizar era por así decirlo como el preámbulo imaginativo necesario para acumular energía y luz en su proyección mental. Si definitivamente algo funcionaba era porque entre el sujeto receptor y el sujeto emisor había una conexión.  Y esta era por así decirlo la forma paciente y tranquila de realizarla. Se necesario comprender esta premisa: que el enlace se efectuaba entre dos mentes vibrando en una misma longitud de onda y  relacionadas por algún motivo. 

       El mago imaginó que abrazaba a  “su amada madre” con inmenso amor y profundo cariño y lo que ocurrió no le causó ninguna extrañeza. Si bien esta vez no se inundó su pecho de serpientes, pues éstas saltaron de su cuerpo, pudo comprobar cómo  la habitación estaba llena de ellas. En los rincones, en el techo, en los suelos, rodeando a su señora de la misericordia.

       Esta vez estaba preparado para esa  imagen mental, que representaba los variados conglomerados de energía  negativa que tomaban la forma espiral de sierpes. Similar a  cuando nosotros vemos una silla, y que realmente no existe tal como lo vemos, sino que es una imagen  que construye nuestro cerebro provocado por estímulos externos.

 

De la misma forma se podría decir que no había serpientes, sino que, como si se tratase de la pantalla de un radar, algo hacía impacto en la prolongación del órgano de visión del mago que aparecía como tal.

 

      Juan  tomó una espada de fuego azul y comenzó a cortar las cabezas de todas y cada una de las serpientes, que como alucinación aparecían en su mente.

 

Algunas de ellas se resistían y volvían a aparecer, pero él continuaba sin descanso quemándolas y convirtiéndolas en pedazos de materia que desaparecía como puntos de fuego.

Espada de fuego azul

       

Incluso como eran muchas, llamó en su ayuda a los ángeles que aparecieron con sus espadas de fuego. Recorrieron cada rincón del  palacio. Con la mente  les rogó  que vigilasen los cuatro puntos cardinales.

 

        Parecía que todo había acabado, cuando en un rincón del techo del salón, parecía haber un bicho más grande que le miraba. Aunque en realidad no veía la serpiente, sino que más bien aparecía como un ojo.

 

        ¡Basta ya!-gritó el mago mientras le hundía toda la espada en el ojo.

 

        Y allí terminó la batalla mental.

 

        El paseo había sido un éxito. Eso le pareció a Juan, hasta el día siguiente, en el que casualmente se enteró  de que doña Isabel había tenido un derrame en un ojo y había perdido el cincuenta por ciento de la visión.

 

        Aquella casualidad le dejó perplejo, si bien nunca pudo confirmar la relación directa entre la espada mental, el ojo mental y el ojo físico.

 

         A partir de ese momento utilizó un nuevo método. Cuando veía una serpiente en sus escenas mentales, la sujetaba con la mano y absorbía  toda la oscuridad de la sierpe hasta ponerse totalmente negro casi todo el brazo.

 

Luego visualizaba la mano de color dorado para que quemase la oscuridad. Esta era una forma menos agresiva de descargar  y transmutar la fuerza negativa, pero también más peligrosa.

 

Texto e ilustraciones: Quintín García Muñoz

 

 

 

 

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