Narraciones Fantásticas

Encuentro

El aprendiz de mago (6)

 

 

  Los primeros días de aquel  mes de septiembre transcurrían plácidamente para Juan. No perdía la más mínima oportunidad  de recorrer cada uno de los rincones de su amado pueblo. Su mente se resistía a olvidar su antigua forma de vida.  Él todavía contemplaba en sus calles a los niños  con pantalón corto corriendo y jugando tras una fuerte tormenta de verano. Por instantes resurgían como apariciones fugaces, la antigua zapatería, las tiendas de ultramarinos, la guarnicionería, la herrería, la fábrica de gaseosas, la fontanería, la lechería a la que iba diariamente a buscar la leche   depositada  en unos enormes pozales y que  a esa hora aún mantenía el calor interno de las vacas. Después de dar un largo paseo por San Bartolomé, que tan hermosos recuerdos de amor le traía, afloró en su alma el urgente deseo de ir a la iglesia. Ya hacía tiempo que no asistía a ningún acto religioso, pues aquel Dios trascendente o lejano que le habían inculcado de niño había llegado a ser algo inmanente en el templo de su corazón. Pero le apeteció volver a contemplar los retablos, tan familiares para él.

     Mientras pensaba que todavía no era la hora del rosario o de la misa y que por lo tanto la penumbra  sería la perfecta compañera de una dulce intimidad empujó la segunda y silenciosa puerta de madera. Todavía permanecía junto a la pila del agua bendita, el monaguillo. Deslizó una mano sobre la figura de color  de madera pintada de rojo y blanco, y unas lagrimitas dieron fe del corto instante de   melancolía que se había apoderado de su corazón. ¡Había pasado tantos y tantos momentos  de su vida  entre aquellos altos muros encalados!

    Continuó caminando muy despacio por la nave de la derecha. Allí vio arrodillada sobre su reclinatorio a aquellas viejecitas que cantaban el Salve Regina hacía cuarenta años. Y cuando estaba a punto de llegar al sagrado rincón de  su amada “Madre Santísima”, se estremeció  al encontrársela justamente delante de él.

    Ambos se quedaron parados, uno en frente del otro. Se miraron más allá de la profundidad de sus ojos. La madre que tanto había amado estaba allí. Detrás del envejecido y bello rostro de doña Isabel, Juan contempló por primera vez y con total conciencia  la amorosa belleza de un alma encerrada y limitada por las circunstancias y  ella, vio asomarse al eterno niño  que abría sus brazos al calor de una madre.

 

El aprendiz de mago. Encuentro

 

 

Doña Isabel se acercó hasta Juan y le abrazó. El aprendiz de mago la rodeó con sus brazos y dejó que ambos corazones se comunicasen lo que era una realidad interna. Sintió el sollozo callado de aquella mujer. Era el dolor acumulado de toda una vida de continuos agravios y que solamente había soportado por su amor a Jesús el Cristo.

En aquellas lágrimas la madre mostraba el profundo cansancio y su  ansiada necesidad volver a ser una niña mimada y querida por un padre amoroso. Un hombre fuerte que tomase su pequeña mano y la condujese  hasta un maravilloso columpio en el que pudiese disfrutar del radiante fulgor de la libertad, del olvido de las penas y de la compañía de otros niños.

   Cinco minutos, largos, profundos, misteriosos, sanadores, liberadores, sagrados.

   Cuando doña Isabel se separó del pecho de Juan, sonrió misteriosamente, y le dijo:

       Hijo del Sol, vuelve algún día más a mi casa con tus ángeles de fuego, por favor.

     Juan, totalmente sorprendido por aquellas palabras, no supo qué responder, y cuando ella  caminaba hacia la salida acertó a decir.

   -¿Qué tal su ojo?

   -Bien, solo fue la sagrada caricia que me hizo un guerrero con su espada de fuego. Siempre recordaré ese dolor como el pago por la liberación.

   -Lo siento -balbuceó  él.

   -No hay nada que sentir, Juan. Solo tienes mi eterna gratitud-respondió ella.

    Juan al salir a la calle sintió la cálida brisa en su rostro. Todavía el largo verano traía los vientos del lejano desierto, y pensó en el monte; en el aroma de los romeros; en los caminos que llevan entre  rastrojos de trigo  y cebada hasta los fuertes y rugosos troncos de los pinos; en las altas laderas desde las que, por entre las estremecidas copas de los árboles por el fuerte viento, se divisan los Mallos de Riglos, la Sierra de Guara,  los Pirineos o la Sierra de Albarracín. Allí estaba sentado, humilde y poderoso a la vez. Con la fuerza que se le concede a quien ha podido hacer algo por alguien, más allá del aspecto físico. Con la seguridad que otorga  tomar con su mente la mente de otro hermano y viajar al final de las estrellas, donde nacen los ríos dorados de los infinitos soles.

 

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Paseando junto a las espigas de trigo.

 

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