Narraciones Fantásticas

Más allá de los ojos

El aprendiz de mago (17)

 

 

 

 

       -Juan.

        -¿Sí? –contesté a Doña Isabel uno de los días que fui a visitarla al hospital.

        -Me gustaría decirte algo. Pero es difícil empezar.

        -Ya, mamita -me atreví a decirle cariñosamente. Ella sonrió.

        -Creo qué sé por qué tengo cáncer.

        -Pues porque la Vida es así. Unas veces estamos sanos y otras enfermos.

        -No Juan. Nosotros a veces tenemos algo que ver.

        -No diga eso Doña Isabel. Los humanos somos muy poca cosa. Además la misma materia que utilizan nuestros cuerpos está por así decirlo enferma. Más bien, somos víctimas de parte de nuestra destino.

        -Te voy a contar algo que me pasó hace varios años.

        -¿Sí?

        -Acércate un poquito más por favor.

        Tomé la silla metálica de la habitación del hospital y me acerqué. Le tomé durante un segundo su mano agujereada por el gotero y comenzó a hablar.

        -Como te decía, hace unos años, ocurrió algo horroroso en mi vida. Yo había sacrificado mis aspiraciones de profesora en bien de mi marido. Él deseaba que yo estuviese en casa y me dedicase a cuidarle. Y la verdad es que al  principio fue agradable, pero conforme pasaron los años, me sentí cada vez más limitada , hasta tal punto que apenas me sentía viva. Lo único que vivía fuera de casa era el rosario y la misa de la tarde. Allí, en la Iglesia yo era feliz. Inmensamente feliz. A veces volaba con mi imaginación hacia un mundo de ensueño donde los arco iris llenaban todos los espacios. Incluso a veces, lo confieso pensaba en mi pequeño Juan. A quien tanto cariño había cogido aquellos días de seminarista. Recuerdo que también te observaba cuando ya tenías diecisiete años y leías los domingos para todos los feligreses.

    Pero, mi marido comenzó a salir de fiesta a los bares, con sus amigotes. Se gastaba parte de de la paga en juergas. El pequeño palacio de estilo aragonés que  era herencia de mis padres estaba hipotecado y a punto de ser embargado. Yo no podía más y en el mismo pueblo me surgió la oportunidad de dar clases de literatura en una  nueva academia.

    -¡Dios!

    -Sí. Todo era muy, muy duro. Pero más es lo que ahora viene.

    -¿Sí? –asentí a Doña Isabel. Tomándole con cariño la mano.

    -Hacía mucho tiempo que no estaba tan ilusionada y feliz. Apenas teníamos alumnos, pero no importaba. Ya estaba tan acostumbrada a sufrir, que el trivial hecho de que solamente tuviese uno o dos alumnos, no parecía grave.

   -Es cierto, muchas veces nos preocupamos por lo menos esencial que es el poder realizarse como ser humano. Y para ello a veces no hace falta mucho. Basta con alimentarse, y poder respirar pasear, escribir, comunicarse y sobre todo capacidad de soñar ¿Sabe doña Isabel? Me encanta una escritora llamada Alice A. Bailey. Ella fue alguien capaz de recibir telepáticamente mensajes, y libros enteros de un hombre sabio ,  más conocido por El Maestro Tibetano. Bien, pues dice una frase muy curiosa: Allí donde los hombres no sueñan, las naciones perecen. Pero siga por favor.

       -Como te decía, mi pequeño seminarista, un sábado por la mañana de una maravillosa mañana de primavera, subí toda ilusionada. La puerta de la academia estaba abierta, y allí estaba uno de los socios. Cuando le saludé noté algo extraño en su cara. Estaba como desencajado. Apenas llegué a mi clase, el me hizo daño. No tengo ni fuerzas para contar lo que ocurrió, pero salí de allí, como si estuviese perdida en algún lugar fuera del mundo. Apenas sabía dónde estaba y ni siquiera supe cómo regresé a mi casa.

      -¡Dios! ¡Cuánto lo siento!

      -Durante muchos meses me sentí sucia, me ingresaron un tiempo en su hospital psiquiátrico. Y mi pensamiento solo me llevaba a esa zona del cuerpo, y deseé con todas mis fuerzas arrancar de mí, aquella parte.

     Juan tomó más fuertemente la mano de Doña Isabel, y mientras la escuchaba unas palabras más, que tal vez le decían, que aquello era lo que realmente originó su cáncer, miró a los ojos de ella. Se vio atraído por ellos. Eran negros como el azabache. Y como si se tratase de un agujero negro inmenso, entró en una oscuridad infinita. Por momentos tuvo miedo de verdad. No sabía a donde iba. Continuaba deslizándose por el abismo y pensó, que de alguna forma estaba en aquel lugar mental para poder ayudarla.

Verdaderamente, aunque parezca mentira, sus manos, y todo su cuerpo mental se impregnaron de una masa viscosa como el alquitrán que se le quedaba adherida. Pero dejó que toda aquella materia se quedase en su cuerpo y luego se imaginó que se lavaba en una catarata de fuego. Se movió en círculos para producir luz en el interior de aquel corazón herido y luego salió de allí.

       -Lo siento Juan, estoy muy cansada –le dijo a duras penas Doña Isabel- y continuó- me gustaría reposar un rato... Gracias por escucharme.

       -Gracias a usted, por confiar en mí.

       -¿Volverás algún día?

       -Por supuesto. Tiene mi palabra.

 

Autor:Quintín García Muñoz

 

 

 

Revista Alcorac

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