ZUERA
Zuera. Batalla en Las Balsas.
El
campo de fútbol, el río y las batallas
Como los amigos de las escuelas no éramos de la misma edad, los más jóvenes seguíamos las andanzas de los mayores, y unos por otros, al final, se actuaba como no se debía, y de vez en cuando sucedía alguna desgracia. Los partidos de fútbol se hacían entre los de una calle contra los de otra.
Era normal ir a la calle del Cuartel, como la denominábamos comúnmente, y pasar toda la tarde jugando. Algunas veces subíamos a la placica de toros y se hacía un partido. Incluso en una ocasión subimos hasta el Portajo (aunque su nombre correcto era Portazgo).
Recuerdo que los sábados por la tarde nos retábamos unos a otros, mejor dicho, se retaban, porque lo que hacíamos los más pequeños era asistir a los partidos e intentar tocar la pelota alguna vez, que siempre llevaban los más mayores. Los partidos se extendían a la calle Mayor, cerca de la calle de San Miguel, o en las propias Escuelas después de salir de clase.
El camino continuaba, a través de juncos, brazales, piedras y el mismo río. Unos cincuenta metros antes de llegar a la corriente principal, había una balseta de agua. Estaba rodeada de plantas y muy especialmente de juncos, que entonces eran algo más común que las mismas piedras. Actualmente es una planta muy extraña.
Allí
se iban a bañar los más valientes del pueblo. Algunos
se bañaban desnudos, y otros más pudorosos en calzoncillo.
Claro que luego había que volver a casa y representaba un problema,
pues si regresabas mojado te podían descubrir.
Nos dirigimos al cauce principal. Ciertamente había un ochenta y cinco por ciento del mismo que apenas llegaba a la rodilla, pero el agua bajaba con enorme ímpetu.
Seguí sus pasos, tenía que ser tan valiente como ellos. Apenas faltaban cuatro metros para llegar a la otra orilla, en la que había una enorme corriente y cubría bastante. Los demás se lanzaron y con dos o tres brazadas alcanzaron el otro lado.
Yo me tiré, nadie me obligaba, pero como los demás lo hicieron, yo también, y justo nada más dar el primer paso me hundí en la corriente. No tocaba fondo y en mi intento por salir de debajo del agua donde permanecí unos segundos, sentí con el pie derecho las piedras que habían aparecido providencialmente gracias a la curva que tomaba el cauce, y después de dos pasos totalmente sumergido, conseguir salir.
Los ríos son muy peligrosos, mucho más de lo que la gente piensa. No importa si se sabe nadar bien en una piscina, incluso en el mar tranquilo. Los ríos pueden tener huecos imprevistos y su fondo estar llenos de ramas que pueden ser trampas de las que un buen nadador no se puede zafar. Hay que tener también en cuenta los posibles remolinos, las latas o botellas que alguien haya podido tirar. Incluso la impresión que provoca el agua en una caída inesperada.
Creo recordar que en la parte baja no había otro camino, y lo único que había eran zarzales y alguna acequia. La batalla consistía en que algunos tiraban piedras hacia abajo donde estaba alguna banda de otro barrio. También se extendían las batallas por las zonas del río, incluso una, en la que sí participé, que fue en los depósitos viejos, cerca del lavadero municipal. También nos fabricábamos arcos con ramas de sauce y flechas de junco, quitándoles la punta. Según escuché, en una batalla a alguien le habían hecho un buen agujero en la piel.
(Una novela de Xavier Penelas, Juan Ramón González Ortiz y Quintín García Muñoz)
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