ZUERA

 

Zuera. Batalla en Las Balsas.

 

El campo de fútbol, el río y las batallas

Seguro que antes de los siete años, los niños ya habíamos hecho algún escarceo hacia las zonas prohibidas, pero a partir de esa edad, los lugares de actuación se ampliaban a todo el pueblo. Los padres nos decían: cuida dónde te metes, nos advertían de los peligros del río, de la acequia y de la carretera, pero muy pronto olvidábamos las recomendaciones.

 

Como los amigos de las escuelas no éramos de la misma edad, los más jóvenes seguíamos las andanzas de los mayores, y unos por otros, al final, se actuaba como no se debía, y de vez en cuando sucedía alguna desgracia. Los partidos de fútbol se hacían entre los de una calle contra los de otra.

 

Era normal ir a la calle del Cuartel, como la denominábamos comúnmente, y pasar toda la tarde jugando. Algunas veces subíamos a la placica de toros y se hacía un partido. Incluso en una ocasión subimos hasta el Portajo (aunque su nombre correcto era Portazgo).

 

Recuerdo que los sábados por la tarde nos retábamos unos a otros, mejor dicho, se retaban, porque lo que hacíamos los más pequeños era asistir a los partidos e intentar tocar la pelota alguna vez, que siempre llevaban los más mayores. Los partidos se extendían a la calle Mayor, cerca de la calle de San Miguel, o en las propias Escuelas después de salir de clase.


En alguna ocasión el balón se colgaba en los depósitos de agua que estaban al lado del colegio Odón de Buen, y recuerdo que más de una vez subí con el peligro añadido de no saber nadar y la posibilidad de caerme al agua. Lo importante era rescatar el balón.


Por las tardes, especialmente en el verano, se organizaban partidos en el campo de fútbol. Realmente no tocábamos la pelota, íbamos todos detrás de ella y sólo los más mayores y los mejores la controlaban, pero era muy divertido porque siempre había algún momento gracioso. A alguien se le salía la zapatilla disparada, algunos ponían la zancadilla, y en ocasiones más de uno se enzarzaban medio en broma después de una patada fortuita. Pero en general, era bonito ver a treinta o cuarenta jóvenes correr detrás del balón. Se solía jugar en medio campo, el otro medio era utilizado por otros para ir en bicicleta, o simplemente estar. Lo realmente peligroso comenzaba más allá del campo de fútbol.

 

El camino continuaba, a través de juncos, brazales, piedras y el mismo río. Unos cincuenta metros antes de llegar a la corriente principal, había una balseta de agua. Estaba rodeada de plantas y muy especialmente de juncos, que entonces eran algo más común que las mismas piedras. Actualmente es una planta muy extraña.

 

Allí se iban a bañar los más valientes del pueblo. Algunos se bañaban desnudos, y otros más pudorosos en calzoncillo. Claro que luego había que volver a casa y representaba un problema, pues si regresabas mojado te podían descubrir.

En cierta ocasión los demás decidieron cruzar el río. No sé nadar, dije. No importa, si apenas cubre, me respondieron.

 

Nos dirigimos al cauce principal. Ciertamente había un ochenta y cinco por ciento del mismo que apenas llegaba a la rodilla, pero el agua bajaba con enorme ímpetu.

 

Seguí sus pasos, tenía que ser tan valiente como ellos. Apenas faltaban cuatro metros para llegar a la otra orilla, en la que había una enorme corriente y cubría bastante. Los demás se lanzaron y con dos o tres brazadas alcanzaron el otro lado.

 

Yo me tiré, nadie me obligaba, pero como los demás lo hicieron, yo también, y justo nada más dar el primer paso me hundí en la corriente. No tocaba fondo y en mi intento por salir de debajo del agua donde permanecí unos segundos, sentí con el pie derecho las piedras que habían aparecido providencialmente gracias a la curva que tomaba el cauce, y después de dos pasos totalmente sumergido, conseguir salir.

 


Mientras lo cuento, todavía me recorre un escalofrío. Había estado a un paso de ahogarme en el río Gállego.

 

 

Los ríos son muy peligrosos, mucho más de lo que la gente piensa. No importa si se sabe nadar bien en una piscina, incluso en el mar tranquilo. Los ríos pueden tener huecos imprevistos y su fondo estar llenos de ramas que pueden ser trampas de las que un buen nadador no se puede zafar. Hay que tener también en cuenta los posibles remolinos, las latas o botellas que alguien haya podido tirar. Incluso la impresión que provoca el agua en una caída inesperada.

 


Mientras sucedían tan extraordinarios momentos de peligro, los padres estaban pensando que jugábamos al fútbol, y nosotros, inconscientes, arriesgando la vida. Todos los años, durante el verano había varios ahogados de gente que venía de Zaragoza, e incluso alguno del pueblo.


Respecto a las batallas campales, asistí a pocas. Algunas se llevaban a cabo en las Balsas, donde terminaba el pueblo. Junto a las paredes de los corrales había un sendero, en algunos tramos un tanto peligroso, pues había un acantilado de cuarenta metros.

 

Creo recordar que en la parte baja no había otro camino, y lo único que había eran zarzales y alguna acequia. La batalla consistía en que algunos tiraban piedras hacia abajo donde estaba alguna banda de otro barrio. También se extendían las batallas por las zonas del río, incluso una, en la que sí participé, que fue en los depósitos viejos, cerca del lavadero municipal. También nos fabricábamos arcos con ramas de sauce y flechas de junco, quitándoles la punta. Según escuché, en una batalla a alguien le habían hecho un buen agujero en la piel.

 


Recordando tales costumbres se podría asegurar que la época entre los siete y los diez años era la más peligrosa, porque habíamos dejado de ser niños y aún no éramos unos hombres con cierta prudencia. A partir de los once o doce años, creo que ya se cambiaba y venía la época de las chicas. También apareció la televisión, y se produjo un enorme cambio en las costumbres.


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