EL MISTERIO DE LAS MORAS

 

 

 

FRANCISCO JAVIER AGUIRRE

 

QUINTÍN GARCÍA MUÑOZ

 

 

 


 

 

 

 

 

Alaia había cumplido cinco años y vivía en Palma de Mallorca. Allí había nacido, lo mismo que su papá. Su mamá, en cambio, era de Madrid. Tenía una hermana pe­queña llamada Jùlia. Sus abuelos paternos vivían también en la isla de Mallorca, pero los maternos residían en la península.


 

 La familia de Alaia estaba muy exten­dida. Además de sus abuelos, tenía en Mallorca unos tíos y una prima tres años mayor que ella, que se llamaba Paula. No vivían en la capital, sino en Calvià, un pueblo de la costa con hermosas playas, como Palmanova. 

 

Alaia iba a visitarlos con bastante fre­cuencia, sobre todo los domingos. Algunos días de fiesta, si hacía buen tiempo, salía con sus padres y su hermana a pasear por la ciudad y sus alrededores. Le gustaban mucho el bosque de Bellver, las playas, el paseo marítimo y la zona del puerto. Muy cerca del mar había varios monumentos famosos, como la Lonja y el palacio de la Almudaina.

 

Entre todos ellos destacaba la hermosa catedral, que había sido construida siete siglos antes. Su papá y su mamá le iban explicando cosas interesantes sobre los monumentos que visitaban.


 

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Como en las Baleares suele hacer buen tiempo, Alaia, Jùlia y sus padres solían ir con frecuencia a la playa. Había algunas cercanas a la ciudad, como la de Illetes o la del Arenal. Otras estaban más lejos, pero las distancias en la isla no son grandes.

 

Las playas más limpias estaban en las calas. Las calas son pequeñas bahías, a veces rodeadas de rocas. Algunas de las más famosas eran la Cala Agulla, la Cala Tuent, la cala Mesquita, la cala Ratjada, la cala Millor, la cala Mondragó y la cala Varqués, entre otras.

 

En Mallorca hay más de 250 playas y calas, algunas de difícil acceso. No es posible citarlas todas. Alaia y su familia iban a las que tenían menos peligro para las niñas. A veces quedaban con algunos amigos para pasar el día disfrutando del sol y del agua. A todos los pequeños les encanta el mar.


 

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También les gustaba mucho ir a los parques. Había algunos cerca de casa. Sus juegos preferidos eran los columpios y los toboganes. Alaia tenía mucha agilidad. Al principio había que empujarla, pero pronto aprendió a columpiarse ella sola. Trepaba como una ardilla a los toboganes. Desde allí se deslizaba veloz.

 

Jùlia quería imitarla, pero aún era muy pequeña. Donde sí podía jugar sin peligro era en los columpios con anclaje para niños. Siempre pedía que le dieran más fuerte. No le gustaba que su hermana le ganara. Pero como Alaia era mayor, le superaba fácilmente.

 

En los toboganes grandes, el asunto era complicado. La pequeña no podía trepar hasta arriba y había que ayudarla. Tanto sus padres, como sus abuelos, o sus tíos estaban siempre atentos para que no intentara subir sola. Jùlia era casi tan valiente como Alaia.


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Algunos domingos Alaia iba con sus padres y su hermana a ver a los abuelos. Se levantaban un poco más tarde que los días de clase. Después de desayunar  salían en el coche. El viaje no era largo. El pueblo estaba a 15 kilómetros. Llegaban a Palmanova a media mañana.

 

En casa de los abuelos había también muchos juguetes. Algunos los había traído la prima Paula, que vivía cerca. Ella tenía en su casa más juguetes. Si hacía buen tiempo, salían a pasear todos por la playa. Alaia se ponía muy contenta cuando sus abuelos la llevaban de la mano.

 

Mientras se preparaba la comida, las niñas jugaban en el jardín. El perro de los abuelos les acompañaba. Después de comer, Jùlia tenía que dormir la siesta. Todos procuraban que no hubiera ruido para que no se despertara.


 

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Otro de los lugares que visitaban de vez en cuando era el castillo de Bellver. Podían llegar andando desde su casa, a través del bosque. La subida era un poco fatigosa. A Jùlia había que llevarla en el carrito, pero Alaia resistía bastante cuesta arriba. El camino iba ascendiendo poco a poco.

 

El castillo había sido construido en el siglo XIV por los reyes de Mallorca. Estaba a más de 100 metros de altura sobre el nivel del mar. Había sido restaurado varias veces. Desde allí se divisaba un hermoso panorama. Era muy visitado por turistas de todos los países.

 

Alaia se sabía lo principal de su historia porque la había leído en un libro. También lo había dibujado. Ahora ya no era una fortaleza defensiva, como al principio, sino un museo. También era un lugar para respirar aire puro cerca de la ciudad.


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Aquel era el primer año de Alaia en el colegio. Antes había ido a una escoleta. Sus padres eligieron el colegio de Santa María porque les gustó. Había buenos profesores y los chicos estaban contentos. Además, estaba bastante cerca de casa. A Alaia la llevaban en coche todos los días.

 

Tenía que madrugar bastante, pero lo pasaba muy bien con sus amigas. Había un patio para jugar. Las clases eran muy entretenidas. Aprendían muchas cosas de la naturaleza. También les enseñaban a dibujar con colores y a distinguir las letras del alfabeto. Tenían varios talleres de trabajos manuales.

 

Alaia había aprendido a leer muy pronto. Con una pequeña ayuda de sus padres, lo hizo ella por su cuenta. Ya no solo miraba los dibujos de los cuentos, sino también la letra. Se sabía algunas historias que había leído en los libros.


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Después de comer en el colegio, jugaba con sus amigas en el recreo. Luego pasaban por el aula de Naturaleza. Alaia había aprendido los nombres de muchos animales y plantas. Le gustaban sobre todo los perros. Nunca les había tenido miedo.

 

Cuando volvía del colegio, solía ver un rato la televisión. Había programas que le interesaban. Uno de ellos se llamaba 'La patrulla canina'. Allí se contaba la historia de Ryder, un niño de 10 años, experto en tecnología, que rescató a unos cachorros y les enseñó a trabajar en equipo para ayudar a la gente que estaba en apuros.

 

Algunos días se sentaba junto a ella Jùlia. Aunque era más pequeña, también le gustaban las historias que aparecían en los programas infantiles. Las dos estaban muy atentas y conocían a todos los personajes.


 

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Alaia tenía mucha afición a la bicicleta. Había aprendido muy pronto a mantener el equilibrio. Solo iba por los parques y por lugares donde no hubiera coches. Pero pensaba que, cuando fuera mayor, podría acompañar a su padre en las excursiones que hacía en bici.

 

Sabía que el padre de sus primos Alexander y Ariadne, que vivían en una ciudad de Inglaterra llamada York, había recorrido muchos países en bici cuando era joven, antes de casarse. Soñaba con hacer lo mismo dentro de algunos años.

 

Había leído en un libro que andar en bicicleta ayuda a mantener la salud. Por una parte, estimula la circulación; también favorece el desarrollo de los músculos y sirve para el buen funcionamiento de los pulmones. Pero siempre hay que andar con prudencia.


 

 

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La isla de Mallorca tiene lugares muy bonitos. Hay monumentos dignos de ser visitados. Algunos fines de semana, Alaia salía de excursión con sus padres y su hermana. Montados en el coche, recorrían pueblos muy interesantes.

 

Alcúdia era uno de los sitios más lindos. Además de tener unas playas preciosas, se conservaban restos de la antigua muralla. También había edificios nobles en la parte antigua. Otra localidad cercana, al norte de la isla, era Pollensa. Tenía un puerto deportivo muy conocido.

 

Había otros lugares interesantes, que Alaia iba conociendo poco a poco. Estaba el puerto de Sóller, muy cerca de un pueblo de montaña llamado Valldemosa, donde había vivido un músico polaco extraordinario llamado Frederick Chopin. Aún se conservaba el piano donde tocó algunas de sus composiciones.


 

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Se estaba acercando el verano. El curso iba a terminar pronto en el colegio. También cerraría la escoleta donde iba Jùlia. Sus padres estaban planeando las vacaciones. Tenían varios proyectos. El primero era dedicar una parte del tiempo a disfrutar del mar.

 

Les gustaba mucho navegar. Antes de nacer las niñas, habían hecho algunas salidas en torno a la isla. Cruzaron hasta Ibiza y Formentera en una ocasión. Ahora pensaban también ir a navegar algunos días con ellas. Estaban seguros de que les iba a gustar.

 

Alaia había visto yates y barcos en los puertos de la isla. A veces, cuando iban a la playa, pasaban veleros cerca de la costa. Sus padres le prometieron que en los próximos veranos, cuando su hermana y ella fueran un poco más mayores, harían alguna excursión en barco.


 

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Como los días eran largos, algunas tardes iban a ver a los abuelos, los tíos y la prima Paula. Querían despedirse de ellos antes de comenzar las vacaciones. El padre de Paula era de un pueblo de Mallorca, pero su madre había nacido en Zaragoza. Allí tenía mucha familia.

 

Las niñas jugaban juntas mientras los mayores hablaban y hacían planes. Los abuelos, los tíos y Paula viajaban a veces a Zaragoza. Una parte de su familia vivía en la ciudad, y otra en pueblos cercanos. El abuelo y la abuela tenían allí hermanos, hermanas, sobrinos y sobrinas.

 

Cuando Alaia y Jùlia iban a Zaragoza a ver a los abuelos maternos, algunos días las llevaban a un pueblo llamado Ontinar. Allí solía reunirse la familia de sus abuelos paternos. Todos los tíos y los primos las querían mucho. Siempre volvían con dulces y regalos.

 


 

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    Los días anteriores al comienzo de las vacaciones eran muy movidos. Alaia había terminado las clases. También la escoleta de Jùlia cerraría pronto. Sus padres habían decidido pasar algunas semanas en Zaragoza, con los abuelos maternos.

 

Ellos tenían una finca cerca de la ciudad. Había muchos árboles, una pequeña casa y un césped muy verde. Pero sobre todo, había algo muy importante para el verano: una piscina. Además, pronto llegarían los primos y los tíos de Inglaterra. Alaia  estaba deseando verlos.

 

Sus padres habían ido preparando el viaje. Ya tenían los billetes de avión para el primer sábado del mes de julio. También la ropa estaba lista. Llevarían algunos juguetes, pero no muchos, porque en la huerta de los abuelos había bastantes. Solo faltaba ir a coger el avión.


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El vuelo fue perfecto. Hacía un día estupendo. Desde las ventanillas se veía la bahía de Palma, la catedral y el castillo de Bellver. También era muy bonito el puerto. Los trasatlánticos parecían barcos de juguete.

 

En la línea de la costa se marcaban las playas. Su padre le explicó que pasaban sobre Palmanova, donde se habían quedado los abuelos. Ahora iban a estar con los otros. Poco a poco se fue perdiendo la visión de la isla. El avión iba tomando altura.

 

Durante casi media hora, solo vieron agua. Pronto surgió la costa de la península. Habían entrado muy cerca de la desembocadura del Ebro. Alaia quería saber las cosas que iban apareciendo. Le llamaron mucho la atención las vueltas y revueltas que daba el río. Su padre le dijo que se llamaban meandros.


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En el aeropuerto de Zaragoza estaba esperándoles el abuelo. Se montaron en el coche y los llevó a la finca, que estaba cerca. Allí la abuela lo tenía todo listo. Allí encontraron a Alexander y Ariadne con sus padres. Habían llegado el día anterior. Se dieron muchos besos y abrazos. Alaia se acordaba muy bien de ellos, porque los había visto en Navidad.

 

Hacía bastante calor. La piscina estaba impecable. Los abuelos la habían limpiado a fondo. El agua era transparente. Todos se dieron un baño. Alaia nadaba muy bien, pero Jùlia tenía que usar aún el flotador. Enseguida llegó la hora de la merienda.

 

Alaia y sus primos tomaron un zumo de naranja, un plato de fruta y un yogur. Jùlia quiso lo mismo. Aunque era más pequeña, tenía buen apetito. Después se montaron en los columpios que había en el porche. Estuvieron balanceándose durante mucho tiempo, hasta que anocheció.

 



              

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Antes de acostarse, Alaia quiso dar un paseo. Le gustaba mucho caminar por el césped. Muchas veces iba corriendo. Decía que, mientras tanto, pensaba. Cuando se cansó, vino a sentarse en una tumbona, junto a sus primos. La abuela estaba acostando a Jùlia. Alaia se levantó despacio, para no meter ruido.

 

Se acercó a un extremo de la casa donde había un árbol muy frondoso. Se trataba de una morera. Estuvo mirando hacia arriba con atención. Unos pequeños puntos rojos parecían llamarle. De repente, recordó que eran comestibles. El verano anterior, el abuelo los había cogido para ella, para Jùlia  y para Ariadne.

 

Se llamaban moras. Iba a pedirle al abuelo que las cogiera, pero era ya tarde. Su padre le llamó para ir a dormir. Alaia protestó un poco, pero acudió enseguida. Era una niña muy obediente.

 



 

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A la mañana siguiente, cuando se levantó, había una cestita con moras recién cogidas encima de la mesa del porche. Ella había sido la primera en madrugar. La abuela estaba preparando el desayuno para todos: zumo, fruta, yogur, galletas y porridge.

 

Alaia le preguntó si podía comer moras. La abuela le respondió que primero tendría que tomar su zumo de naranja. Además, también les gustaban las moras a Ariadne y Jùlia. El único que no les hacía mucho caso era Alexander. Prefería otras frutas.

 

En seguida se levantaron su hermana y su prima. Se pusieron muy contentas al ver las moras. Alaia le preguntó a la abuela quién las había cogido. Ella le respondió que el abuelo, antes de irse de viaje. Tenía que arreglar algunos asuntos fuera de Zaragoza.


 
        

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  Durante los días siguientes pasaron las mañanas jugando y bañándose. Después de comer, Alexander hacía ejercicios de matemáticas. Ariadne coloreaba dibujos en un gran cuaderno. Alaia solía sentarse a leer cuentos. Tenía muchos.

 

Cuando Jùlia se levantaba de la siesta, volvían todos a jugar y a bañarse. Algunas tardes salían de paseo por la ciudad  y los alrededores. También iban a veces al cine. Pero lo que más les gustaba era el Parque de Atracciones.

 

Estaba cerca de allí, sobre una colina, en medio de grandes pinares. Se divertían mucho. Volvían cansados, cenaban y se acostaban. A la mañana siguiente, volvía a aparecer una cesta con moras encima de la mesa del porche.

 


 


     

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    Todos estaban muy intrigados. ¿Quién las había cogido? El abuelo no podía haber sido porque estaba fuera aquellos días. La abuela y los padres aseguraban que no eran ellos. Sin embargo, cada día aparecían las moras para el desayuno de las niñas.

 

Como les gustaban mucho, siempre eran pocas para las tres. Alaia pidió permiso a sus padres para subirse al árbol. Le dijeron que no, porque era peligroso. Para compensarla, ellos mismos cogían de vez en cuando la cestita y la llenaban de moras.

 

El misterio continuaba. Cada mañana se volvía a producir el prodigio. ¿Quién cogía las moras? La primera en levantarse era la abuela y ella decía que no. Pero al mismo tiempo sonreía, como si supiera algo. Alaia estaba cada vez más intrigada.


 

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       La solución al misterio llegó de forma inesperada. El abuelo regresó de su viaje una noche. Aparcó fuera de la finca para no despertar a nadie. Al acercarse a la casa, vio moverse una luz bajo la morera. Le intrigó un poco. Avanzó en medio de la oscuridad y distinguió una sombra, que reconoció inmediatamente.

 

Era Alexander. Estaba cogiendo moras. El abuelo se acercó despacio, para no asustarle. Cuando el chico lo vio, le dio un abrazo y le explicó lo que estaba haciendo. El hombre se sintió muy orgulloso de su nieto.

 

A la mañana siguiente, Alaia encontró la cestita con las moras, como todos los días. Junto a ella había un papel donde ponía: ‘Regalo de Alexander’. Se puso muy contenta y le dio un beso cuando se levantó. Todos estaban alegres porque había vuelto el abuelo y porque se había desvelado el misterio de las moras. 


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FIN



Francisco Javier Aguirre se dedica fundamentalmente a la narrativa. Ha escrito relatos y novelas de todos los estilos: épico, lírico, cómico, erótico, histórico, policiaco, costumbrista, fantástico, etc. Sus obras se han publicado en Madrid, Barcelona, Zaragoza, Lleida, El Vendrell  y Logroño. En el campo de la literatura juvenil apareció en 2001 su novela Operación Drake (Barcelona, Casals). Otros cuentos ilustrados: El alma del almendro, Corazón con corazón y Los limones de Mallorca.

 

Quintín García Muñoz ha investigado y escrito sobre temas filosóficos, y ha cultivado también la novela de aventuras. Compagina su tarea literaria con la creación plástica, utilizando los recursos que proporciona la informática. Ha ilustrado tanto sus propias obras como las de otros autores. En el campo de la literatura juvenil publicó en 2012 su novela Micromundos (Zaragoza, ed. propia).  Otros cuentos ilustrados: El alma del almendro, Corazón con corazón, Los limones de Mallorca, Cuentos de andar por casa (de Pepe de Uña) y Un gorrión en la biblioteca (de Eduardo García Giménez).

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