La lámpara mágica UN CUENTO DE EDUARDO GARCÍA GIMÉNEZ
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LA LÁMPARA MÁGICA Eduardo García Giménez Ilustraciones de Quintín García Muñoz Prólogo de Francisco Javier Aguirre Dep. Legal Z 232 - 2021 PRÓLOGO La historia mágica de Aladino y su lámpara maravillosa tiene muchos siglos de antigüedad. Aunque su origen es incierto respecto al autor, aparece como uno de los episodios más conocidos del libro de relatos oriental Las mil y una no-ches. Fue dada a conocer por su traductor francés, Antoine Galland, quien la oyó de un cuentista sirio de Alepo, a principios del siglo XVIII. Al carecer de elementos de alta densidad erótica, se ha difundido ampliamente por todo el mundo infantil, dando incluso lugar a películas con el argumento de la lámpara maravillosa, como Aladdín, realizada por la productora Walt Disney en 1992. Existen muchas variantes respecto al cuento popular, y hoy nos encontramos con una de carácter local que ha ideado el incansable Eduardo García Giménez, aplicando la filosofía del cuento a la realidad cotidiana en Épila durante las fiestas patronales.
El final del relato acomodado por Eduardo a la realidad presente es ejemplarizante y alude a la conveniencia de llevar una vida moderada, de avanzar paso a paso y de conocer las posibilidades de cada cual. Se llega más lejos en la vida con un humilde coche, como el utilitario Seat 600, tan famoso en otras épocas, que en un fastuoso Mercedes 500 que, además de ser muy difícil de conseguir, es todavía mucho más difícil de mantener. Pero que no decaiga la ilusión y que conti-nuemos disfrutando de estas fantasías de origen ancestral. Francisco Javier Aguirre Aladino y su maravillosa lámpara. Si fuera posible colmar todas las ambiciones, gracias a la magia, el embrujo de la ficción hecha reali-dad, veríamos con desencanto que la famosa lámpara nos resultaba, algo así como el timo de la estampita de la felicidad prometida. ¿Dónde está el fraude, cómo es posible que terminásemos arrojando a la basura la maravilla de las maravillas? A ver, ahora un deportivo de trescientos C.V., ¡ahí va! un yate fuera borda al momento; cruceros en cadena, los que queramos; diamantes, perlas, en fin, toda la gama de piedras preciosas. Sin embargo, siempre aparecería algún visionario aguafiestas anunciando que, efectivamente, pasado un período de tiempo prudencial, cinco… diez años, únicamente perseverarían con el invento, los insaciables de turno… y naturalmente…
Pero dejémonos de elucubraciones y vayamos a contar la historia de la lámpara mágica que un niño descubrió cuando, escapando a toda velocidad de uno de los cabezudos, el Berrugón, subió la tapia de las Hermanas Concepcionistas, en Épila, y al caer al otro lado se dio de bruces sobre un montón de arena; tan abandonado en una esquina del convento, que incluso una gran multitud de plantas y flores silvestres se habían afincado allí permanentemente. Cuando Carlos apoyó la mano sobre la tierra, tocó una antigua lámpara de aceite cu-bierta totalmente de barro reseco.
Y comprendió que debido al afán monopolista de la gente surgirían los primeros brotes conflictivos.
Ninguno
de los peticionarios había reparado que, la guerra, los conflictos
que asolan el planeta, no son sino la prolongación de los egoís-mos
personales, a nivel de colectividad. El
genio, entristecido, constataba que ni un solo lamparista recurría
a él, para masacrar todas las guerras, merced a los puntales
y medios con que cuenta: generosidad y tolerancia. Pero, aquí
los aparadores del todo, acaso en un alarde de generosidad bien podrían
haber de-seado parar la guerra de Bosnia, mas seguro que fueron tacaños
olvidándose de TODAS, TODAS las guerras, donde casi confundimos
realidad y ficción como si fuese una reposición de la
Metro, confundiendo el dolor, la sangre de la Humanidad desbordándose
en los ríos del sufrimiento, como si fuera salsa de tomate pe-liculera.
Apenas
habían transcurrido dos minutos desde que Carlos había
enseñado a sus padres la sucia lámpara. Ninguno quería
dar el si-guiente paso de frotarla. Temían el ridículo. –No funciona –le dijo Carlos dejándosela, un poco sorprendido.
Unos meses después, Inocencio circulaba tranquilo y apacible con su flamante Seat 600, como si hubiese recién salido de la fábrica. Nadie supo cómo Inocencio, considerado por los “listos” del pueblo un “poco corto”, había con-seguido aquel utilitario. Eduardo
García Giménez
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Autor: EDUARDO GARCÍA GIMÉNEZ
Ilustraciones: Quintín García Muñoz
Prólogo: Francisco Javier Aguirre