El secreto de mi primo Oscarín
Juan Ramón González Ortiz
Estimado
lector, después de haber guardado durante años y años
en el fondo de mi corazón la historia de mi primo Oscarín,
creo que ha llegado el día en que la debo dar a conocer.
Oscarín y yo fuimos más que primos, incluso más
que hermanos. Éramos aquello que Cicerón definía
como “una misma alma viviendo en dos cuerpos”.
La única sombra que enturbiaba la relación con mi primo
era la pena y la tristeza que yo sentía ante su enfermedad,
pues, de vez en cuando, Óscar sufría convulsiones. Él
no le daba ninguna importancia, lo único que le fastidiaba
de esta servidumbre de su cuerpo era que tras la crisis se encontraba
mortalmente cansado y necesitaba ir a dormir.
Por supuesto que hubo un momento en que la vida nos alejó a
los dos. Pasamos años sin vernos. Pero nunca nos alejamos tanto
como para dar la amistad por concluida. Cuando al cabo de los años
volvíamos a juntarnos, encontrábamos la misma intensidad,
el mismo candor, la misma bárbara alegría. Y retornábamos
a hablar de los temas de siempre: del sombrío colegio, de aquellos
dómines que patrullaban por el laberinto de pasillos de aquel
colegio, hablábamos de las novias, de la melancolía
de cuando acababan las vacaciones de verano, de la universidad y los
tipos tan extraños que pululaban por esos antros,…
Sin embargo, nunca supe el terrible secreto de su vida. Nunca. Ni
siquiera me lo contó a mí, que era la mitad de su alma.
Con ese secreto en la entraña de su corazón vivió
toda su existencia.
Una tarde de verano, en el que hasta las cigarras que cantaban estridentes,
se ocultaban achicharradas por el calor, sonó el teléfono.
En ese momento, estaba yo hincando el cuchillo en una sandía
para refrescarme con una fresca roja rebanada, encendida como el sol
del verano, y al oír el timbre chirriante e insoportable en
el receptor del salón, tuve un mal presagio.
Estaba a punto de descubrir que de nada me había valido prepararme
para el futuro. A veces, en una vida, hay descubrimientos que son
una rémora para la misma vida. Entonces te quedas inerte, como
el recién nacido que aún no sabe sonreír, sin
saber qué hacer, ni siquiera adónde mirar, y surge una
pregunta atroz, “¿hasta dónde hay que vivir?”.
A una velocidad de vértigo estaban a punto de desencadenarse
unos acontecimientos que cambiarían rapidísimamente
la carrera de mi vida.
Al descolgar el auricular escuché una extraña y desconocida
voz femenina. Se identificó como una señora que estaba
en un cierto hospital cuidando a un familiar suyo, recién intervenido
quirúrgicamente. Daba la casualidad de que en la habitación
de al lado estaba, solo, un paciente llamado Óscar González,
el cual le había proporcionado de memoria mi teléfono
para que supiera que él, en aquel instante, estaba en el hospital
gravemente enfermo.
Decir que me quedé sin respiración es poco decir. Noté
cómo mi alma caía al suelo y perdí hasta la capacidad
de responder. Me rehíce como puede y le di las gracias a la
señora, y le pedí que le comunicase a mi primo que resistiese
y que confiase en la infinita capacidad del cuerpo para la curación,
y que en ese mismo momento empezaría a prepararlo todo para
ir a visitarlo y para velar a la cabecera de su cama.
Como herido por un rayo, supe que me había llegado una prueba
para la que, a pesar de toda mi palabrería, no estaba preparado.
Tal vez, anticipadamente, ya me había llegado la vejez, como
un oscuro enemigo que cae sobre una víctima que juega inerme
y confiada. Me di cuenta de que esa llamada telefónica me había
despertado, por fin, porque tenía la sensación de que
el viaje de la vida lo había realizado adormilado, en un vagón
cualquiera, de un tren lleno de durmientes casi muertos, remolcado
por una velocísima locomotora.
Cuando llegué al hospital, me sacudió de arriba abajo
la imagen de mi primo Oscarín postrado en la cama. Tenía
muy mal aspecto y en su cara se notaba que sufría sobremanera.
Respiraba muy trabajosamente y de vez en cuando parecía que
iba a ser incapaz de inhalar aire.
Nada más verme se incorporó un poco apartando fuera
de sí las sudorosas sábanas.
- Qué bien que hayas venido. Has de saber que de esta no voy
a salir. Yo sé que me estoy muriendo.
- Pero, hombre, cómo dices eso, confía en la medicina,
y para ya de ser tan pesimista.
- No digas idioteces, por favor, sé perfectamente que voy a
morir ¿Acaso te crees que no se percibe claramente la cercanía
irremediable de la muerte? ¿No recuerdas cuando éramos
jóvenes y mi padre enfermó, que nos dijo a todos un
día, en la habitación del hospital, que se iba a morir
irremisiblemente? Pues tenía razón. Es algo que se siente
con total lucidez.
- Bueno, piensa lo que quieras, pero yo sé que de esta te vas
a escapar como un gato. Un enfermero, en el pasillo, me ha dicho que
tienes una buena evolución…
Mi primo Oscarín guardó silencio, y cerró los
ojos, concentrándose un momento en relajarse para así
poder respirar con menos esfuerzo. Finalmente, abrió los ojos
y siguió hablando, esta vez muy despaciosa y seriamente:
- Quiero que sepas la verdadera historia de mi vida. No conoces el
instante en el que mi vida cambió del todo. Ya sabes que yo
era un estudiante muy avanzado y, por qué no decirlo a las
puertas de la muerte, muy inteligente.
- Desde que éramos niños lo he sabido, Oscarín
(yo, hasta el final, frecuentemente me dirigí a él con
el nombre familiar de cuando éramos infantes). Eras un verdadero
prodigio. Ahora dirían de ti que eras superdotado. Nunca se
me olvidará aquel congreso al que asististe y en el que tú,
además de leer tu colaboración, hiciste de traductor
entre todos los ponentes hablando en cinco lenguas.
- Siete. Eran siete lenguas.
- Eso, eso es, se me había olvidado. Recuerdo que no te intimidaba
hablar de Física superior con los científicos más
conspicuos, pero también hablabas de Filosofía Neoplatónica,
de Derecho Tributario, de Historia de la Iglesia, de Microbiología,
… En fin, para mí has sido un enigma. En el colegio estaban
encantados contigo, mientras que a mí me consideraban un ser
perteneciente al pelotón de los torpes y más digno de
limpiar establos que de estudiar en una institución educativa.
- ¿Recuerdas cuando teníamos quince años? ¿Recuerdas
aquel libro que compramos a medias en la librería aquella que
estaba en la Plaza Nueva?
- ¡Cómo no!, La enciclopedia de la magia y de la demonología.
- Ahí empezó todo.
Sentí que había llegado a un terreno desconocido para
mí, y me estremecí, pensando que se iba a descorrer
una pesada cortina e iba a surgir, ante mis ojos, un paisaje que yo
nunca había divisado y que todo iba a cambiar desde ese día.
La enciclopedia de la magia y de la demonología era un libro
de ocultismo centrado en la figura del diablo, en la realidad de la
invocación, y en cómo se realizan las invocaciones.
También se describían muy por extenso los muchos duques
del infierno, así como el mando de su legiones. Yo lo leía
como mero entretenimiento, además sus dibujos eran maravillosos:
Amduscias, con su cabeza de unicornio; Giles Granier, bajo la forma
de lobo; el espeluznante Flauro, general mayor del infierno; Orobas,
príncipe del sombrío imperio; o las visiones de los
oscuros círculos, bolsas y recovecos del infierno, lugares
pestilentes, llenos de insectos venenosos y de reptiles carnívoros.
En fin, yo usaba aquel libro como una lectura fantástica más.
Para mí, más amena que Julio Verne, y además
tenía el encanto de lo prohibido….
- ¿Recuerdas el capítulo de la invocación satánica?
- ¡Claro!, ¡cómo olvidarlo! Lo leímos juntos
varias veces, y fantaseábamos con el aspecto de Lucifer. Yo
te decía que, si se nos aparecía, me lo imaginaba como
ese mastín enorme que emerge de la nada en el laboratorio del
doctor Fausto, tal como lo cuenta Goethe.
- Bueno, pues una noche, estando en tu casa, cuando tú dormías,
yo realicé la invocación.
Confieso que, al oír esas palabras, me quedé helado
y hasta mudo.
- Tú dormías a pierna suelta, yo me levanté una
hora antes de la medianoche y me fui a un rincón de la habitación
donde estudiábamos, ya sabes, al final del pasillo de tu casa.
Ya me había provisto de todas las herramientas. La sangre,
es decir, mi propia sangre, las plantas que detallaba el libro, los
cuchillos, el azufre, las copas, incluso robé varias tizas
para dibujar en el suelo el círculo de no pasar. En fin, todo.
No me hagas repetirlo. Estuve trabajando a lo largo de una hora, sudoroso
y apresurado en hacer el círculo protector. Tenía que
contener signos mágicos. Yo mismo tenía que dibujar,
también, con tintas de diversos colores, esos mismos signos
sobre mi cuerpo. También se exigía un ropaje especial.
Cuando el reloj del salón empezó a dar las doce campanadas
de medianoche, yo empecé con la invocación. Estaba a
punto de acabar cuando en el aire apareció, flotando, una luz
empañada de color rojizo, que lentamente se fue densificando,
y, a la manera, de un alfarero que de un montón de lodo saca
una forma reconocible, aquella luz se fue estirando, coagulando y
cobrando volumen hasta que completó la estructura de un cuerpo
humano. Aquel cuerpo estaba muy definido del pecho para arriba pero
más abajo se difuminaba y se tornaba impreciso como si fuera
una sombra rojiza o una neblina teñida por una especie de sanguinolento
rocío.
Yo estaba asombrado y muy asustado, pero, aun así, decidí
seguir adelante ¡Era verdad lo que contaba nuestro viejo y ajado
libro! Ante mí estaba un ser infernal. No tenía cabeza
de búho, ni cuerpo de elefante, ni escamas a contrapelo, ni
era hediondo. Era como nosotros, muy alto, con unos ojos terribles
inyectados en sangre y una mirada terrorífica. Sus ojos siempre
fijos, no parpadeaban y me llenaban de pavor. La expresión
de su mirada era aterradora. No tenía cuernos ni cola de rumiante.
- “De modo que me has llamado", me dijo gravemente.
- “¿Eres, Lucifer?”, le pregunté yo, muy inocentemente.
- “Oh, no, de ninguna manera, tú no podrías soportar
su presencia. Caerías muerto instantáneamente con tan
solo el resplandor de su cuerpo. Digamos que soy eso que los humanos
llamáis un diablo menor. No te voy a decir mi nombre. Te basta
con saber que tengo el mando de veinte legiones. Y, además,
tengo preparado un pacto para ti”.
- “Oh, dime qué es y qué me puedes ofrecer”.
- “Te puedo ofrecer mucho, muchísimo. Porque miro dentro de
ti y veo que la nota característica de tu alma es la gran potencia
intelectual. Yo te ofrezco una inteligencia poderosísima, grande,
súper humana, que no tendrá rival. Pero no puedo hacer
de ti un Cervantes, o un Shakespeare, o un Virgilio, o un pintor de
influencia mundial, o un segundo Beethoven. El genio me está
vedado. El genio es totalmente divino. Yo solo puedo ceñirme
a la inteligencia.
Con lo que yo te ofrezco, serás admirado, temido, deseado,
homenajeado, tu mente se multiplicará por mil, por un millón,
tu memoria retendrá sin esfuerzo datos, números, fechas,
autores, citas, obras, … Tu inteligencia penetrará fácilmente
en todo con absoluta facilidad. Cuando leas un libro, lo sabrás
todo de ese autor, y también lo sabrás todo de sus comentaristas,
de sus estudiosos y de sus traductores, y de los autores que se inspiraron
en ese escritor o en ese investigador. Te bastará leer un diccionario
o una gramática de cualquier lengua para que, instantáneamente,
aprendas ese idioma Rivalizarás en técnica con los mejores
virtuosos de la interpretación musical.… La universidades de
prestigio, los centros educativos o de investigación, todos
querrán contar contigo ¿Te interesa lo que tengo para
ti?”
- “Es lo que siempre he soñado. Una inteligencia sin límites.
Dime ahora que te tengo que darte a cambio ¿Quieres mi alma?”
- “Por favor, no empieces con lo de siempre. Deja al alma en paz.
El alma de un ser humano tiene más poder que cualquiera de
nosotros. Lo que yo te voy a pedir es infinitamente más simple”.
- “Adelante. Di, pues”.
- “Necesito tu conciencia para mis trabajos. Todas las noches, cuando
te hayas dormido yo iré hasta tu cuerpo y, entrando por tu
nuca, me apoderaré de tu conciencia, que usaré para
mis tareas. No te compete saber qué hago con ella. Tú
no notarás nada. Te levantarás como siempre, sin recordar
nada”.
- “Ah, ¿solo eso? ¿Nada más?”
- “No, hay otra cosa. A veces en ciertos casos, casos muy especiales
y escasos, tendré que tomar tu conciencia en pleno día.
Me pasaré a buscarte y penetraré dentro de ti, y tomaré
tu conciencia. Entonces tendrás una crisis. Te avisaré
instantes antes para que te acomodes y te prepares para la convulsión.
Percibirás mi voz dentro de tu cabeza. Para ti, en vuestro
tiempo humano, el ataque solo durará unos segundos. Pero, en
el tiempo de mi dimensión, el momento, el segundo, tienen otro
valor, y unos instantes pueden equivaler a varias semanas, e incluso
meses. Eso será todo. No habrá dolor. Tiene que ser
así. No todo se puede realizar desde el plano de los sueños”.
- “Entonces, ¿desarrollaré una enfermedad nerviosa?”
- “Así es, pero las veces que tendré usar ese recurso
no serán muchas. Seguramente no llegarán a veinte en
el corto lapso de una vida humana.
No sabes lo que guarda el mundo, ni sabes tampoco lo que hay debajo
de ti, ni dentro de ti, ni cómo se mueven las cosas en el universo”.
- “Unas convulsiones paroxísticas a cambio del don de la mente”.
- ”Eso es. Tú lo has dicho. Algunos de los mayores gobernantes
de la humanidad, gente a la que tú admiras, seres humanos que
han sojuzgado al destino, artistas, músicos inspirados, de
los cuales dice la gente que padecían convulsiones, tenían
el mismo, o parecido, tipo de pacto al que tú y yo vamos a
llegar ahora mismo. A otros, por ejemplo, a cierto músico muy
apreciado por ti, se les pidió que contrajeran la sífilis,
e incluso ciertos tipos de parálisis, porque el poder que estaba
en juego era muy diferente al tuyo. No te puedes quejar”.
Óscar guardó silencio.
De modo que ese era el secreto de su vida.
Entonces me di cuenta de que la historia de todo ser humano es perder
la libertad que el nacimiento humano nos otorga. Al final, todos acabamos
viviendo como esclavos. Los deseos, las cosas, el capricho, los tiranos
exteriores, las ambiciones, la sinrazón todo conspira para
arrebatarnos el don de la libertad. Viene ahora a mi memoria la frase
de aquel maestro de maestros, aquel griego, hijo de sirvientes, y
sirviente de Epafrodito él mismo, que dejó escrito que
la verdadera libertad no consiste en querer que las cosas sucedan
como nos apetece sino como suceden.
En busca de una falsa libertad no exponemos a los mayores peligros
y a los más descarnados sacrificios. Y esa nueva libertad que
creemos que va a ser definitiva nos llena de zozobras, de temores,
de reproches y de más noches de insomnio.
¿Qué engañador, qué guía ciego
y loco, qué genio malo nos ha confundido haciéndonos
creer que la noche es día y que cumplir nuestros deseos es
la culminación de nuestra vida?
Los dos guardamos silencio.
La tarde, augusta y lenta, se desangraba a lo lejos, y un sol, rojo
como la pulpa de una fresa, se ocultaba tras las marismas.
Oscar volvió a tomar la palabra. Su voz se había tornado
ahora oscura y densa.
- Así empezó todo. No hubo papeles, ni contrato que
firmar ni esas cosas que habíamos leído en los libros
y en las leyendas antiguas. Basta con que des tu aquiescencia. Una
vez que dices que sí, todo se pone en marcha.
Ya sabes que mi inteligencia llegó a ser portentosa. He sido
admirado, me han ofrecido cátedras, me han entregado distinciones
y he tenido a mis pies a todo el mundo intelectual de este planeta
miserable.
Sin embargo, yo no sabía qué pasaba en mis sueños,
cuando dormía. Por fin, acabé acostumbrándome
a ese misterio, y dejé de interrogarme. Lo mismo me pasaba
cuando tenía un ataque. Prefería no saber nada.
Ahora voy a morir. Y me aterroriza eso de que un diablo usase mi conciencia
para sus fines. Dios mío, es horroroso.
No he sabido nada de la otra parte de mi vida. Esa mitad oscura que
ahora me llena de pavor. Ese abismo de mi existencia tal vez esté
lleno de crímenes. Tal vez con mi conciencia galvanizaron fantasmas
de asesinos, sádicos, locos, grandes brujos… O, aún
peor, viejas y terribles formas de evolución todavía
dormidas, atroces monstruos que yacen sepultados, inertes, desde antes
que la Tierra fuera nuestra Tierra; seres, o, más bien, aberraciones
tentaculares que necesitan ser momentáneamente animados por
el magnetismo de una mente humana. Esos gigantescos engendros sanguinarios,
compuestos de espumarajos y nada más, sin partes sólidas,
ni cerebro, ni ojos, ni corazón, que solo actúan guiados
por la ferocidad y la crueldad más absoluta. Tal vez hoy, mañana,
o quizá dentro de unas horas, seré entregado a esos
seres, para que hagan conmigo lo que quieran, en sus madrigueras,
o en esas ciudades de hierro en las que habitan…
- Es espeluznante. Dios del cielo, qué horror.
Nuevo silencio.
Nadie se atrevió a hablar.
Pasó algún tiempo….
Óscar, entonces, me rogó que llamara a la enfermera
pues se encontraba agotadísimo.
Acudió la enfermera, y al ver la postración de Óscar
me rogó que saliera de la habitación. Avisaron al médico
de guardia. Al cabo de una media hora, me explicaron que iban a conducirlo
a una unidad de cuidados intensivos pues su latido cardiaco y su respiración
estaban muy agitados y eran en extremo irregulares, y temían
que de súbito se produjese una fibrilación ventricular.
Allí mismo, en el pasillo que conducía a la unidad de
cuidados, en ese tétrico y desnudo pasillo, que también
llevaba a los quirófanos, y de ahí al más allá,
apresuradamente nos despedimos.
Apreté su brazo con toda mi fuerza, casi llorando, y le dije,
- Ánimo, Oscar, lucha todo lo que puedas, todavía te
queda vida para enmendar el pasado. Recuerda que, aunque sean incontables
los pecados que uno ha cometido, la compasión de los Budas
todo lo puede.
Y él esbozó una sonrisa tímida y triste, a medio
acabar.
Me senté en un incomodísimo banco de la sala de espera.
Muy pronto me sentí desfallecido y empecé a adormilarme.
Eran las doce y media de la noche cuando alguien empezó a sacudirme.
Abrí perezosamente los ojos y vi a un médico ante mí
intentando decirme que mi primo Oscarín había muerto.
Las
espigas nacen para ser segadas, y ellas mismas, de tener sentidos
y mente, rogarían que así fuese pues dar su fruto es
su misión en el mundo, y considerarían un infierno que
se les diese vida eterna. Igualmente, amigo lector, piensa que, como
la espiga, nosotros también hemos nacido para la muerte, pero
hay una diferencia: que nuestro fruto será entregado después
de la muerte, mientras que el trigo entrega su grano en este mundo.
No es lo mismo vivir que durar, igual que no es lo mismo navegar que
marearse. Piensa en esto. Todos desperdician su vida agobiados por
el valor que dan al futuro. Planea tus días como si cada uno
de ellos fuese el último. Así nada ni nadie te tentará
con ambiciones, honores y dignidades. Todo es vanidad y codicia. No
hay más.
Yo te saludo, querido lector. Hasta siempre.
TEXTO: Juan Ramón González Ortiz
Ilustraciones:Quintín García
Muñoz
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