CUENTOS INFANTILES
EL TELESCOPIO
En una ciudad extremadamente grande, donde las personas pasean excesivamente apretujadas, y por las noches miles de luces alegran la oscuridad, vivían Guillermo, Alejandro, y un perro, su mejor amigo, al que llamaban Tom.
Sus padres tenían el can desde hacía doce años, y sus ojos aparecían tristes por la edad. Solamente le faltaba hablar. Todas las noches Guillermo miraba con su telescopio hacia las estrellas durante unos veinte minutos. Después se acostaba, se dormía casi instantáneamente, y soñaba que conocía amigos en lejanos lugares. Alejandro, desde su cama observaba a su hermano mayor. Lo mismo hacía Tom que estaba sentado en el suelo encima de la alfombra. Ocurrió un día de luna llena, y ni él mismo supo hacia qué parte del cielo infinito dirigió el telescopio. Repasando los diversos planetas que su padre le había ayudado a encontrar en ocasiones anteriores, se detuvo, creyendo que el instrumento se había estropeado, e intentó graduarlo mejor, hasta que vio con asombro una selva. Comprobó que el telescopio miraba al cielo, y no a la Tierra, y que estaba casi enfocado en frente de la Luna, y desde luego era muy extraño lo que estaba viendo. Se frotó los ojos, y ciertamente veía lo que veía - se dijo -
Tom levantó las orejas como si comprendiese, y Guillermo continuó observando al pájaro que estaba posado en un nido, y ahora podía apreciar que, en el hueco que formaban las pajas, y los palos había dos huevos pequeñitos. Entonces la imagen se volvió menos nítida hasta desaparecer por completo. El muchacho no tocó el telescopio y contento y triste a la vez se echó a dormir. Esperaría al día siguiente mejor fortuna. Estuvo nervioso durante toda la jornada, sin dejar durante un segundo de pensar en lo que había captado la noche anterior, y muy rápidamente cenaron los tres y se pusieron a ojear de nuevo por el telescopio. Por fin, tras esperar una eterna y larga hora, la imagen del nido, era el foco de atención del instrumento. Ahora ya había pajaritos pequeños a los que su mamá les daba los alimentos con el pico, y los pajaruelos abrían ampliamente las bocas ansiosas y hambrientas.
Era deliciosamente gracioso observar la manera de tragar de los pajarillos. La alegría se reflejaba en las acciones de todos los componentes del nido, o mejor dicho, Guillermo se alegraba al ver la escena intuyendo las maravillas de la Creación. Ilustración con Flash de Crescenciano García Dávila, cuando tenía 87 años. Pero... unas garras terribles aparecieron en la imagen, uy se llevaron consigo el nido completo. Rápidamente Guillermo cambió el aumento del telescopio para poder seguir el vuelo de la rapaz, un gran pájaro negro que volaba hacia unos peñascos por encima de la selva. Las lágrimas rodaron por las mejillas del niño, cuando posteriormente apareció el papá pájaro, todo incrédulo y desorientado, pues no veía ni su casa, ni su familia.
Todavía dio una vuelta de reconocimiento para asegurarse de que ciertamente ése era su hogar.
Dejó de volar y se posó en una ramita , totalmente abatido.
Los dos niños no vieron nada raro en el hecho de que su perro hablase, y atendieron a sus palabras:
Guillermo y Alejandro, con mucho cuidado, se colocaron encima de Tom, y este mientras menguaban de tamaño los dos muchachos, saltó sobre la plataforma haciéndose tan pequeño como una hormiga, luego se dirigieron a la cima del telescopio para terminar de reducirse. Ahora eran capaces de ver los rayos de luz que viajaban desde el lejano lugar hasta ellos. Subieron a uno , y el perro y puso rumbo hacia donde deseaban ir, estando en muy pocos minutos en el planeta. Se posaron en la rama donde se encontraba el papá pájaro y tomaron el tamaño natural. Estaba tan compungido y ensimismado, que cuando le preguntaron si podían ayudarle, contestó sin levantar la cabeza:
Miró detenidamente a sus interlocutores y muy sorprendido, contestó:
Papá pájaro se calló por prudencia, pues no entendía nada. Lo importante es que tenía unos amigos que deseaban ayudarle. Juntos comenzaron la caminata hasta las altas rocas. Primero iba Tom y en su lomo el pájaro, que a veces se echaba a volar para comprobar que habían tomado el rumbo correcto, y detrás de ellos Alejandro; Guillermo cerraba el grupo. Estaba ya muy oscuro cuando llegaron al nido, y pudieron comprobar con gran alegría que aún estaban los tres intactos, pero era probable que les tocase pronto el turno de ser devorado por las enormes crías de Pagro. A mitad de noche, se quedaron todos dormidos, incluso el gran pájaro negro, que ni le pasaba por la imaginación el ser molestado por alguien, y nuestros amigos iniciaron el último tramo del ascenso. Guillermo, según lo planeado, fue el que tuvo que coger el nido donde estaban retenidos y echar a correr. Nuestro amigo se lanzó tan rápidamente como podían sus piernas ladera abajo. A los pocos segundos Pagro, tan enorme como el mismo Guillermo, levantó el vuelo, mas bien herido en su orgullo que preocupado por la comida que bien sabia que podía conseguirla cuando lo desease.
El pájaro gigante merodea a los niños y a los nidos La envergadura de Pagro sobrepasaba los tres metros y medio y Guillermo con los pajaritos en la mano estaba aterrorizado. Más abajo le esperaban Alejandro y Tom, enseñándole la cueva donde debía esconderse. Pagro cayó en picado sobre Guillermo justo cuando éste había introducido todo su cuerpo en la caverna. El gran pájaro cegado por la ira no pudo detenerse a tiempo y dio con su enorme cabeza en un saliente de la roca quedándose inconsciente. Velozmente se precipitaron fuera de la cueva y se cobijaron bajo los enormes y frondosos árboles de la selva, y aunque su perseguidor hubiese despertado, ya habría sido demasiado tarde. Los pajaritos besaron y piaron hasta agotarse, y el papá y la mamá pájaro se posaban continuamente en las manos de los niños y en el lomo de Tom. Era el momento de volver. Todavía jadeantes se acostaron en la cama Alejandro y Guillermo. Tom se fue a dar un paseo por la ciudad. El también echaba de menos el contacto con sus semejantes.
Texto e ilustraciones de Quintín García Muñoz Ilustración de Crescenciano García Dávila
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