Un elefante fue mi maestro
Cuando
Germánico César volvió de una de sus brillantes victorias,
decidió agasajar al pueblo de Roma, en el anfiteatro, con un espectáculo
nunca visto.
En efecto, aquel día, cuando todos entraron y empezaron a ocupar
los graderíos, en las cáveas, vieron sobre la arena una
colosal mesa, digna de los cíclopes, con bancos individuales, a
ambos lados, sin respaldos, pero todos ellos sujetos al suelo por un pesadísimo
afuste de hierro y bronce, como si estuviesen destinadas a aguantar el
peso de los titanes.
Sobre
la mesa se presentaban enormes fuentes y recipientes dorados con hierbas
comunes, algunas muy aromáticas, o con exóticos hierbajos,
o con hortalizas romanas, vasijas con insólitas frutas, granadas
partidas, higos fresquísimos, perfumados melones, ya abiertos,
.... En el centro un gigantesco tibor asiático, con la forma de
la cabeza de Alejandro, estaba lleno de limpia y purísima aguamiel.
El pueblo de Roma esperaba un espectáculo de gladiadores, pues
su imaginación no daba para nada más. La vida de gran parte
de los que se sentaban en aquellas gradas giraba en torno a los ludus
matutinus y a los juegos de gladiadores. Realmente, eran las apuestas
más que la habilidad en la lucha lo que les interesaba.
Por aquel entonces, el ídolo de las muchedumbres era un brutal
gladiador sármata que se hacía llamar “Homicida”,
y todos soñaban con que la generosidad de Germánico hubiese
bastado para contratar a aquel bárbaro.
Pero estaba claro que aquel día ese escenario no se correspondía
con ninguna pelea de luchadores.
Todos se sentaron, dispuestos a esperar pacientemente. El espectáculo
no comenzaría hasta que las personalidades principales no ocuparan
sus cáveas. El palco de mármol verde y rosa de las autoridades
todavía estaba vacío.
Por fin, empezó el misterioso espectáculo…
Se abrieron a la vez dos de las trampillas que conducían al hipogeo
y por la rampas, solemnemente, pero con gran ligereza, empezaron a subir
unos elefantes africanos. En total eran doce, seis machos y seis hembras.
Los machos salían por una trampilla, y portaban unos arreos de
cuero negro con remaches de metal dorado, y unas plumas negras con las
que coronaban un brillante casco de hierro que llevaban graciosamente
sobre la cabeza. Las hembras, que subían por la portilla opuesta,
llevaban arneses de color verde, el color de la diosa Venus, y, en la
cabeza, plumas blancas sobre un yelmo de cobre.
Los elefantes desataron una expectación enorme. Desde que Pirro
llevó a Roma los elefantes, los bueyes lucanos, y los mostró
en la batalla de Heraclea, el pueblo de romano siempre veneró a
los elefantes hasta llegar casi a la adoración. Todavía
recordaban con amor a un cierto elefante al cual, si se le proveía
de un stylus, era capaz de escribir su nombre en griego.
Los elefantes se juntaron, en uno de los extremos de la arena, en dos
filas de a seis. Machos en un lado, hembras en el otro. Parecía
que estaban indecisos y un tanto asustados por el insoportable vocerío
y el caos que reinaba en las gradas y corredores.
Poco a poco se fue haciendo el silencio. El interés y la atención
del público eran intensísimos.
La hembras por la izquierda y los machos por la derecha, se dirigieron
a la mesa que ocupaba el centro de la arena del anfiteatro. Con un esfuerzo
gigantesco, firmemente asentados sobre sus sólidas patas, los doce
elefantes se sentaron a la mesa.
Entonces en las gradas, donde bullía el público, poco a
poco, se apagaron todos los ruidos.
Sentados a la mesa, como si estuvieran en un banquete en los jardines
de Epicuro, o en el hortus Salustniani, los elefantes estiraban sus trompas
tomando de aquí y de allá lo que les apetecía. Uno
tomaba, con mucha blandura, unos frescos higos, con la punta de su musculada
trompa, otro comía los tiernos corazones de unas alcachofas, y
otro sorbía delicadamente el refresco de aguamiel, que Germánico
había mandado preparar para agasajar a estos bellos animales.
Era todo tan bello, tan delicado, … Había tanta calma…
Aquellos prodigios de fuerza y cólera se comportaban con tanta
dulzura, como los mismísimos dioses en sus banquetes divinos en
las llanuras olímpicas, no lejos del río Aqueronte
El pueblo de Roma no daba crédito a lo que estaba contemplando,
pues nada tenía que ver con los escenarios sanguinolentos, monstruosos
y estrafalarios que habían levantado en su imaginación.
Ver la tranquilidad con la que esos brutos animales comían, sin
inquietarse por nada, más educadamente que los plebeyos, y que
los patricios y que los senadores cuando comen o cenan en sus casas, conmovió
profundamente a todos. Tenía algo de majestuoso, era todo tan ordenado
y tan inocente que parecía una visión del Paraíso.
Bien pronto, en medio de aquel silencio de presagio, como el que precede
a las terribles borrascas, hubo quien, calladamente, agachó la
cabeza y empezó a llorar, aunque seguramente no supiese por qué
lloraba. Tal vez los elefantes le estaban diciendo al pueblo de Roma:
“Romanos, miserables, nosotros, las pestilentes fieras
del Nilo, somos más humanos y divinos que vosotros”.
El banquete de los elefantes prosiguió. Sin acabar la abundancia
de manjares, y como si todos lo hubieran decidido a la vez, se levantaron
y, puestos ya a cuatro patas, según su naturaleza, se alejaron
de la mesa. Y, en dos grupos, machos y hembras, cada uno, por su trampilla,
retornaron a las profundidades del hipogeo.
Ningún ciudadano de Roma se separó de su asiento en el graderío.
Nadie, aunque quisiese, podía levantarse. Todos permanecieron en
silencio. Congelados ante lo que acaban de ver…
Después, sin ganas de presenciar crímenes, o mujeres luchando
desnudas entre sí con armas fosforescentes, o venatores enfrentándose
a toros y leopardos, o enanos retrepándose por encima de jirafas,
hartos de tanta sinrazón, uno a uno, y en silencio, fueron abandonando
el anfiteatro. Todos volvían, cabizbajos y estremecidos, al mundo
vulgar, al verdadero mundo de los animales, al mundo sangriento de los
hombres y las mujeres.
Por un momento, doce animales, doce bestias, habían rozado a aquellos
corazones miles de corazones, más duros que el cristal de roca,
con un toque mágico y angelical, arrancando de ellos una nota,
ágil, divina, azulada y limpia, que incluso sus dueños desconocían
que tenían.
¡Todos los que asistieron a aquel memorable banquete y que sintieran
su alma tocada por la llama sagrada de los dioses, deberán poner
en la puerta de entrada a sus casas una inscripción en la que se
lea: “Lucaniae bos magister erat!”
Se estuvo hablando en Roma de aquel espectáculo durante muchos
años. Después poco a poco, la historia fue transformándose
en una anécdota amable hasta desparecer del todo de la memoria
de las gentes.
Hoy ya nadie recuerda esta historia. Mejor así, si no... se reirían
de ella.
Autor:Juan
Ramón González Ortiz
Ilustraciones:Quintín
García Muñoz
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