Sam, el chimpancé, IV.
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Un sólo pensamiento llenaba los difíciles días de vuelta: regresar al lugar donde desaparecieron Tim y Rania.
Durante casi toda su vida había trazado círculos. No estaba a más de trescientos kilómetros de distancia, pero era muy anciano.
Sus ojos reflejaban un brillo especial. La luz de quien sabe que sus sufrimientos van a terminar pronto, y lo que era mejor, tenía fe.
Aquellos dioses voladores, probablemente en esta ocasión, si descendían, se apiadarían de alguien que ya no tenía el excesivo orgullo juvenil.
Pasó por su antigua "aldea"; nadie le conoció. Todos habían fallecido.
Nadie le preguntó, nadie le ofreció un pequeño rincón de la aldea.
Buscó un pequeño árbol junto a la explanada donde hacía tanto tiempo que los dioses voladores habían estado.
Transcurrieron muchos días, muchos amaneceres, muchos atardeceres, muchas lluvias y mucho sol, pero él, impertérrito, permanecía ora mirando al cielo, ora recordando a los hijos y nietos de Tim y Rania.
Fue durante el amanecer de un día neblinoso y vaporoso, cuando la nave voladora regresó.
Sam permaneció estoicamente sentado al lado de la verja.
Bien sabía que la elección no dependía de lo que los propios candidatos pensaban de sí mismos, sino de lo que aquellos seres sabios averiguaban al pasar aquel extraño artefacto sobre el cuerpo de los monos con pelo.
A las pocas horas los chimpancés llegaron en tropel. Se apretujaron. Todos tenían excesiva curiosidad y muy poco conocimiento de lo que les esperaba.
Según lo previsto, dos parejas de chimpancés fueron seleccionadas.
El anciano Sam permanecía sentado, nadie le dijo nada. Sólo rezaba lo más intensamente que había aprendido.
Cerraron las puertas, y la nave comenzó a elevarse. Pasó por encima de él.
Y cuando casi había perdido toda esperanza, la nave plateada se detuvo a pocos metros de su cabeza.
La diosa de cabello largo, que había visto la primera vez, detuvo la nave. El escáner de a bordo había detectado algo insólito. Descendió, fue hasta Sam. Extendió sus largos dedos y cogió la encanecida mano del anciano chimpancé, quien se levantó con gran dificultad.
"Eres el primero de tu especie que ha despertado, que se ha convertido en humano" "Bienvenido a tu nueva familia"
Ambos subieron las escaleras, y la nave desapareció. Lo que ocurrió después, es parte de la historia oculta de la humanidad, de nuestra historia.
Nosotros, tal vez, fuimos aquellos chimpancés de antaño, de hace millones de años, a los que les fue permitido tener una mente y una intuición más desarrolladas.
La propia inteligencia del universo tiene capacidad para desarrollarse hasta la autoconsciencia, aunque dicen que existen métodos que aceleran el proceso evolutivo.
FIN Texto: Quintín García Muñoz
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(Una novela de Xavier Penelas, Juan Ramón González Ortiz y Quintín García Muñoz)
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