Mientras
bajaba las escaleras de la consulta del médico, Abelardo, reflexionaba
sobre la poca vida que aún le quedaba.
La cosa no había ido nada bien. Era natural, pues ese día
era viernes y Abelardo odiaba los viernes desde que era un niño.
El médico no dijo nada que no estuviera ya en los informes y
análisis que Abelardo mansamente le presentó. La mesa
bien pronto quedó cubierta de papeles y radiografías.
Al médico, en el fondo le daba igual, pero se creía en
la obligación de aparentar interés y de mostrar simpatía
- Seguimos igual, Abelardo, la cirugía no ha valido de nada.
- Doctor, cuánto me queda.
- Yo creo que… un año como mucho. Seguramente menos.
- Y cuando llegue el dolor…
- Existe una terapéutica anti dolor fenomenal. Cuando empiece
lo trataremos muy adecuadamente.
Abelardo hubiera querido preguntar algo más por el tratamiento
contra el dolor, pero algo le decía que el médico estaba
ansioso por terminar cuanto antes. Vio un bolso de viaje, de cuero granate,
bajo el perchero y comprendió que el galeno llevaba su equipaje
para irse de viaje en el fin de semana, y que seguramente todo eso,
Abelardo y su enfermedad, le daban igual, cuando no significaban para
él una franca molestia.
Abelardo se despidió muy cortésmente y bajó lento
las escaleras.
Mientras
caminaba, abajo, por la calle, vio al médico conduciendo velozmente
un potente coche y perdiéndose en la maraña del tráfico,
camino de la diversión y tal vez de la juventud.
“De modo que esto se acaba”, se decía para sí mismo una
y otra vez. “Tal vez, Neptuno, en cuyo honor dejé mis ropas empapadas
como exvoto, en su templo, del cabo Sunión, se apiade de mí
y me dé muerte rápidamente”.
Consultó el reloj y vio que aún le faltaba mucho para
que saliera su tren.
De
modo que, una vez más, tal vez la última, se dirigió
a un recodo escondido del puerto que siempre le había fascinado:
el pudridero.
Allí
estaban los barcos que ya no valían para surcar los mares, esperando
el desguace.
Podía
suceder que el precio de la chatarra hubiese subido tanto que no mereciese
la pena ni siquiera desencuadernar el barco.
Entonces aquellos bellos y audaces buques quedaban condenados al desgaste
eterno, sin fin, corroídos por la lepra de los días, por
el cáncer de la lluvia sucia, del óxido y de la noche
interminable.
La aguas grasas, inmóviles y espesas, ennegrecidas y con multicolores
manchas de aceite en su superficie, de vez en cuando acogían
en sus tentaculares brazos un mástil que se desmoronaba casi
sin ruido, o una grúa, o el mismísimo timón, carcomidos
todos por el ácido del tiempo.
“Estamos igual, vosotros y yo”, les dijo Abelardo a los barcos cuando
llegó al muelle.
Recordó que cuando era joven, porque ya de joven le atraía
ese lugar, vio a un viejo marino sentado sobre una bita mirando fijamente
un enorme carguero, tal vez de diez mil toneladas, preso en las aguas
del pudridero.
Aquel
hombre lloraba al ver el buque. Abelardo se acercó y a pesar
de ser tan joven, le preguntó al viejo marino, si podía
hacer algo por él. Y el otro le dijo:
- “¡No, no puedes hacer nada! ¿Ves allá, ese buque
tan bello? En aquel barco navegué yo por vez primera a mis quince
años.
Era
camarero, debido a mi juventud. Tuve que pilotar el buque por el canal
de Mozambique con la tripulación medio muerta por el botulismo.
El
capitán también estaba moribundo, yo fui el único
que no comí ese día y me salvé de enfermar. El
barco quedó sin gobierno. El capitán, tendido en el suelo,
luchando por respirar, me daba las instrucciones para guiar ese enorme
y bello monstruo de acero. Yo cogí los mandos del timón
y logré llevar el barco hasta las Comores”.
El joven Abelardo se quedó admirado, y pensó que ese hombre
era un nuevo Odiseo y que valía más que todos los flatus
vocis que pueblan las universidades, los parlamentos, los espectáculos
y hasta las calles.
Ahora ya estaba cercana la hora de su tren. De nuevo echó a andar.
Le dolía la espalda. Empezó a jadear. La gente le miraba
molesta.
Nadie
le preguntó qué le ocurría. Los riñones
le dolían cada vez más y más. Se sentó en
un banco y empezó a toser con arcadas.
Una madre, que estaba con su hija sentada muy cerca, se levantó
muy ofendida por las toses. Al pasar frente a Abelardo, le dijo “váyase
a toser a otro lado, aquí nos puede contagiar”.
Llegó a la estación minutos antes de que saliera su tren.
Pagó el billete y se acomodó en un departamento vacío.
Al poco de empezar a funcionar el tren, entró en su departamento,
riendo y gritando, tres niños, todos hermanos, dos niñas
y un niño, conducidos por una desagradable niñera, una
estudiante joven que portaba una carpeta llena de apuntes de economía.
Los niños empezaron a hablar con Abelardo. La niñera no
dijo nada, contenta de ver que otro iba a ocuparse de la odiosa tarea
de entretener a sus pupilos. Abrió la carpeta, seleccionó
un manojo de apuntes y empezó a estudiarlos.
Las niñas no hacían sino pregonar todos su éxitos:
“tengo una medalla de piano”, “y yo una medalla por ser la que mejor
lee en francés”, “¿sabes que el próximo año
nos iremos a ver los museos de Londres? ”,…. Eran agotadoras.
Pero Abelardo no dejaba de mirar al niño. Este entró muy
en silencio, sin hablar con sus hermanas, y, abriendo una bolsita, sacó
unos caballitos de diversos colores y se puso a jugar con ellos en el
suelo.
Abelardo le dijo;
- “Qué hermosos caballos. Yo también amo mucho los caballos
¿Sabes?, estuve varios años en Caballería, en el
Ejercito. Y recuerdo el nombre de todos mis caballos: Rondeño,
Alire, Chacal, Aarón,… Todos. No se me ha olvidado ni uno solo”.
Fue ese el momento en el que al niño se le iluminó el
rostro. Y empezó a hablar de sus caballos.
- “Oh, sí, los caballos son lo más bonito que hay. Yo
estoy ahorrando para tener una granja de caballos cuando sea mayor.
Mira este caballo verde se llama Verderón, este otro como es
marrón le llamo Cafecito. Este otro es negro y es el más
listo, se llama Oscuro. Este otro es blanco, y yo sé que es una
yegua, y por eso se llama Eugenia”.
Qué música tan bella para Abelardo el delicioso parloteo
de ese niño. Toda la belleza del mundo vibraba en la inocencia
de sus palabras.
- “Verderón es el más torpe. Un día por la noche
me levanté y vi que el pobre estaba repitiendo a solas los ejercicios
que yo les había enseñado a todos por la mañana.
Me dio mucha pena. Y desde entonces es mi caballo preferido. El más
listo es Oscuro.
Yo
sé que trabajó en un circo y por eso es tan listísimo.
Un día me dijo que es capaz de escribir en un papel mi nombre
si le sujeto un lápiz en el casco de su mano derecha”.
Abelardo había sido toda su vida como el pobre Verderón,
o, al menos, eso opinaba él de sí mismo, y pensó
que ojalá hubiese tenido profesores con la bondad y el corazón
de ese tierno y sublime niño.
Las niñas, enfadadas al ver que ya nadie les hacía caso,
empezaron a cantar en voz muy alta una canción en francés.
Eran muy molestas.
Cuando el tren ya iba a llegar a la estación de Abelardo, este
quiso darle al chico un regalo, pero no llevaba nada encima. Solo dinero.
Porque
los adultos no llevan encima ni caballos ni juguetes ni cosas bellas,
solo llevan dinero. Abrió su cartera para darle unas monedas
y que se comprase una chocolatina. Pero tampoco llevaba monedas. Solo
había allí un billete de cien euros.
Abelardo se contuvo. Pero, ¿qué más daba? Se iba
a morir en dos días.
El
Gobierno le quitaría su dinero y lo gastaría en robar
votos y electores a sus contrarios.
Entonces
sacando el billete, lo enrolló y cogiendo la tierna manita del
niño, le puso el billete dentro de ella mientras le decía,
- “Toma, para que te compre muchos, muchos caballos y para que puedas
tener muy pronto tu granja de caballos”.
La niñera se quedó paralizada cuando vio el billete en
la manita del chico. Sin embargo, no dijo nada. Abelardo se puso en
pie y bajó del tren.
Su casa estaba cerca del apeadero. Menos mal. Cuando llegó, estaba
feliz, contento, se reía. Parecía como si los ángeles
de la Vida hubieran insuflado en él una energía desconocida.
Algo
refrescante y juvenil tintineaba dentro de él.
Se tendió en el sofá. Su casa llevaba muchos años
vacía y todo estaba un poco destartalado. Abelardo sintió
que se adormilaba. Estaba cansado, pero no le dolía nada. Musitó:
- “Señor, dios del Mar, dios de los cielos infecundos, tómame
ahora, que soy tan feliz”.
Y cerró los ojos, y se durmió plácidamente.
Unas estaciones más allá. La niñera retornaba a
la casa de la familia cuyos hijos custodiaba. Cuando esta contó
el suceso del tren y los cien euros de propina, los padres se sintieron
alarmados.
Y llamaron al niño a su presencia para interrogarle acerca de
qué le había dicho ese hombre. El chico ya no se acordaba
de nada, tampoco no sabía qué era una propina, y aún
menos qué había hecho mal.
Los
padres concluyeron que ese anciano era un corruptor de menores, tal
vez un peligroso delincuente sexual y, enloquecidos, empezaron a tronar
contra este tipo de gentes que andan sueltas.
El padre hecho un volcán, hecho una furia, se dirigió
inmediatamente con la niñera y las dos chicas, a la comisaría
de policía para formalizar una denuncia contra ese miserable
viejo.
A la misma hora, Abelardo dormía profundamente, en el sofá
de su salón. En aquel delicioso rapto del sueño, su corazón,
agitado, comprimido, por tantas emociones, se detuvo... Y allí
quedó, muerto, arropado todavía por la angelical blancura
del chico que amaba los caballos.
Mientras tanto, la madre, que se había quedado sola en casa con
el chico, lo llamó, de nuevo, gritando, y le ordenó que
le trajera los cien euros.
El niño desconocía el valor de aquel papel y no entendía
nada de lo que estaba pasando, pero sabía que la culpa de todo
era del billete arrugado que sostenía muy suavemente entre sus
manitas, para no hacerle daño.
La madre le exigió que se lo entregase. Y el niño abrió
su mano como quien libera a un pajarito enjaulado para que vuele.
Al coger el dinero, la madre agria, y malhumorada, dijo,
- “Qué granja de caballos ni qué niño muerto. Con
este dinero nos vamos a ir tu padre y yo de cena el próximo sábado”.
Juan
Ramón González Ortiz