LA VOLUNTAD DE DIOS

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cuando el Dios de la Tierra llegó al noveno ciclo de siete mil años percibió que su creación probablemente había llegado al cenit que de antemano había establecido.

Las siete subrazas que habían sido diseñadas habían cumplido casi todas sus expectativas.

Los últimos siete mil años habían correspondido a la síntesis o recopilación de lo efectuado por las siete subrazas que habían conformado la última raza.

Tal vez le quedaba un último trabajo, un último esfuerzo para cumplir los anhelos de su Señor, el Logos Solar, pero realmente no sabía cuál sería.

 

Miró hacia la Faz resplandeciente de su Señor y le dijo:

Divino Maestro, Padre de Dioses, siempre he hecho todo para vuestra mayor gloria, pero si hay algo más que pueda hacer, pongo de nuevo mi Voluntad Amorosa e Inteligente a vuestra disposición.

Sea hecha vuestra Voluntad, no la mía.

 

El Divino Logos Solar aparentemente no contestó, sonrió... tal vez indicando que el trabajo de uno de sus discípulos preferidos había sido más que brillante.

 

El Divino Señor de la Tierra se inclinó ligeramente y se retiró a sus palacios que residen en los éteres que envuelven nuestro planeta.

 

Continuaría su eterna meditación sobre el propósito de su Señor, el Logos Solar, discípulo de Sirio.

 

La Tierra permanecía en armonía temporal establecida por el cumplimiento de su propia voluntad sobre el agua, la tierra, el aire y el fuego. El pralaya estaba cercano, y la cosecha definitiva se efectuaría durante los próximos siete mil años.

 

Mientras el Señor de la Tierra meditaba sobre la siguiente Raza que cubriría la superficie de su planeta, recibió imprevistamente el impacto de un enorme meteorito envuelto en llamas que rasgó los éteres atmosféricos, se sumergió directamente en el océano y permaneció inactivo durante largos años para los humanos y breves segundos para Él.

Se podría decir que el Señor de nuestro planeta sintió como si un aguijón le hubiese perforado parte de sus vestiduras.

 

 

Cuando habían transcurrido seiscientos sesenta y seis años de la caída de aquel meteoríto, percibió que en los éteres más livianos una esfera casi indetectable por él mismo estaba unida al meteorito que había rasgado sus vestiduras con filamentos de energía y que mantenía la perforación de los éteres.

 

En una playa situada en tierras cercanas al ecuador terrestre aparecieron las primeras consecuencias del desgarro de la trama etérica: un ejército de guerreros invisibles, cuya constitución esencial era el fuego comenzó a arrasar todo lo que había a su paso.

Poblados y ciudades quedaban destruidos por el fuego invisible sin oposición alguna.

 

El Señor de nuestra Tierra observó extrañado aquel acontecimiento que se estaba produciendo independiente de su propia voluntad.

 

Al principio intentó restaurar los velos energéticos rotos, considerando que aquello era una invasión en toda regla. Lo consiguió momentáneamente, pero la confusión se instauró en su mente divina.

De repente, sintió divina compasión por aquellos ejércitos y la esfera etérica que suministraba los guerreros de fuego.

 

A pesar de ser el Hombre Perfecto, el Pensador Divino, aquel acontecimiento era de proporciones interplanetarias, dicho de otra forma, los hechos estaban relacionados con otros Dioses interplanetarios, incluso bien pudiera ocurrir que estuviese relacionado con Dioses intersolares...

 

Siguió observando cómo el fuego trazaba diversos caminos en la Tierra, así como los ciclos en que actuaba.

Y en su meditación constante dedujo que aquellos acontecimientos estaban relacionados con su última petición al Logos Solar.

Se dirigió al Corazón de Sol, pero en vano esperó una respuesta a sus preguntas. Sólo hubo silencio.

Debería resolver por Sí Mismo aquel enigma, si es que en verdad tenía capacidad para parar aquella agresión.

 

Los guerreros de fuego continuaban cíclicamente su avance por rutas que parecían estar predeterminadas, o que probablemente seguían los caminos de la red etérica planetaria.

 

El Señor del Mundo continuó meditando. El planeta estaba siendo arrasado por líneas de fuego invisible, y verdaderamente Él no podía hacer nada, sino simplemente observar.

 

Aquel fuego le resultaba en cierto modo agradable. Quemaba todo lo que encontraba a su paso, y sin embargo sus consecuencias eran ambivalentes. El dolor y el placer se distribuían por igual.

 

La civilización de la raza Aria, la quinta, estaba desapareciendo. La superficie de la Tierra estaba arrasada ya en un veinticinco, tal vez treinta por ciento. Parecía claro que los siete mil años del décimo ciclo serían de destrucción de las formas caducas.

 

El Señor de nuestro Planeta comenzó a comprender. Aquel desgarro etérico era el principio de un pralaya inter-racial.

 

El descanso entre la muerte de la quinta raza y el nacimiento de la sexta, había comenzado.

 

Aquellos guerreros de fuego eran en sí mismos las espadas que darían fin a un ciclo de setenta mil años.

El Señor de la Tierra, envuelto con su inmortalidad, contempló la muerte aparente en que se estaba sumiendo inexorablemente la Quinta Raza, a través de la que tantas cosas bellas había logrado.

 

Era, en definitiva, la Voluntad de un Dios superior a él, era la Voluntad de su Maestro Solar, a Quien reverenciaba y con Quien comenzaba a Identificarse.

 

 

Fórmula III

Condúcenos de la muerte a la Inmortalidad.

 

1. Dios ES. El Señor permanece eternamente firme. Sólo existe el Ser. Y nada más.


2. El Tiempo ES. El Ser desciende para manifestarse. La Creación ES. El tiempo y la forma concuerdan. El Ser y el tiempo no concuerdan.


3. La Unidad ES. El Uno que se halla entremedio surge y conoce al tiempo y a Dios. Pero el tiempo destruye a ese Uno intermedio y sólo el Ser ES.


4. El Espacio ES. Tiempo y espacio reverberan y velan al Uno que está detrás. El Puro Ser ES -desconocido y temerario, incólume y eternamente inmutable.


5. Dios ES. Desaparecen y, sin embargo, permanecen eternamente, tiempo, espacio, el Uno intermedio (con la forma y el proceso). Entonces la razón pura es suficiente.


6. El Ser exclama y dice... (intraducible). La muerte desmorona todo. Desaparece la existencia; sin embargo, todo permanece incólume e inmutablemente. Dios ES.

 

Fórmula extraída del segundo volumen del

Discipulado en la Nueva Era (Alice Ann Bailey, Maestro Tibetano)

 

PAGINA WEB DEL MAESTRO TIBETANO Y ALICE ANN BAILEY

 

 

 

 

 

     

 

 

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