Mi
maestro y yo
Juan Ramón González Ortiz

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Hace ya muchos años en un viaje a Madrid, conocí a un extraño
y llamativo anciano, compañero de asiento.
Al
sentarse junto a mí, me saludó suavemente y puede comprobar
que tenía acento extranjero. Sin lugar a dudas, típico de
algún país del este de Europa.
No quiso quitarse la amarillenta, y tal vez centenaria, gabardina, a pesar
de que, ahora, dentro del tren hacía calor.
Yo me enfrasqué en mis lecturas y él, guardando un absoluto
silencio, se dedicó a mirar, por las grasientas y vetustas ventanas,
el paisaje desnudo y suntuoso del invierno castellano.
Había
nevado copiosamente días antes y la nieve exhibía hasta
el horizonte su manto silencioso y delicadísimo.
Así transcurrió casi todo el viaje.
De repente, el desconocido me miró y exclamó alborozado,
“Válgame Dios, señor, pero si usted está leyendo
el libro de Scholem sobre Cábala. Pero qué sorpresa, Dio
mío”.
Alcé la vista del libro, y vi al anciano junto a mí que
juntaba sus manos sobre su arrugada frente como pidiendo perdón
por haber curioseado mi lectura.
Yo, asombrado de que alguien conociese el libro de Scholem, le dije con
la mejor de mis sonrisas, “Este es el libro que cita Borges en su
poema sobre el Golem, aquel simulacro de humanidad que creó Judá
León, el judío de Praga”.

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Fue decir la palabra ”Golem” y una mágica y desconocida
transformación se operó en el semblante del anciano.
Ante mis ojos, su rostro se tornó semidivino y un extraño
resplandor pareció florecer sobre su frente. Toda la piel del cutis
se estiró, retornó la juventud a ese decrépito y
afilado rostro, y entonces vi un gesto firme y poderoso de osadía
y de heroísmo.
De inmediato supe que aquel hombre atesoraba vivencias de alguna épica
desconocida, valerosa, audaz, tal vez sobrehumana, ….
“Detrás de usted, hay una historia que contar, ¿verdad?”,
le dije.
Al escuchar mis palabras y al darse cuenta de que yo le miraba admirado
por el cambio que esa palabra había provocado en él, se
irguió, y me dijo, “Rápido, dame tus señas.
Estoy
llegando ya a mi destino. Voy a ver a un colega que va a intentar sanar
mis dolencias.
Estoy mortalmente enfermo. Siento que la muerte me asesta golpe tras golpe.
El destino te ha traído hasta mí. Inmediatamente supiste
que estos huesos, estos nervios y este corazón aún tienen
algo que contar. Te enviaré una cinta magnetofónica con
cierta historia.

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Deja pasar el tiempo. Cuando sientas que la muerte te ronda como un lobo
hambriento cada vez más y más cerca, ha llegado el momento
de que esto sea conocido”.
Bien,
ha llegado por fin ese momento. Aquel lobo del que me habló mi
compañero de viaje me muestra sus ojos fríos y acerados
en mis noches de insomnio….
Por tanto, empiezo la narración que aquel hombre me entregó.
“Rindo
homenaje a mi maestro, al cual le debo tanto todo lo poco que soy ahora,
así como lo mucho que puedo llegar a ser.
Él es el artífice mágico y bendito de esta maravillosa
y terrible historia que todos debéis conocer.
Glorias
le sean dadas al maestro Rabbí Eleazar cuando en el infernal campo
de concentración de Stutthof derrotó con un acto de magia
a los siervos de Lucifer, cosa que ni Adán pudo hacer.
Pongo por testigo al arcángel de Metatron, notario y escribano
divino, de que cuanto digo aquí es verdad.
He dedicado mi vida completa a los veintidós senderos del Árbol.
La clave de todo sigue siendo las letras del alfabeto hebreo, con su significado
interno y un valor numérico añadido.
Ya desde muy pequeño, cuando todavía vivía en Lituania,
me pusieron un maestro en Gematría, que me enseñó
los valores numéricos de cada letra, y como se interrelacionan
las palabras. Y, posteriormente, ya en Rusia, concretamente en Bialystok,
hoy Polonia, tuve un maestro en Notarikon, la disciplina que nos revela
cómo dentro de una simple palabra puede haber una larga frase oculta.
Finalmente, siendo ya un mozalbete, y estudiando en Lodz, lejos de mis
padres, conocí por fin a mi maestro, Rabbí Eleazar.
A él debo mi trabajo y mi vida entera. Él me enseñó
la comprensión de que la ley sefirótica se expresa en todos
los universos posibles.
La química, o la electrónica, y ya no digamos la mecánica,
obedecen a estas leyes sefiróticas.
También
para comprender las leyes del universo físico hemos de tener en
cuenta los Pilares del mundo, que son la energía y la materia con
el eje de la voluntad en el centro.
A veces creo que mi maestro, ya habrá abandonado el reino psicológico
que es este mundo, que nos envuelve a todos, el mundo de la Formación
y el mundo de la Creación y estará suspendido como un ángel
bienaventurado, absorto y extasiado, ante el mismísimo Trono de
Dios.
Fuimos detenidos demasiado pronto, en 1942.

El Reichführer SS Heinrich Himmler estaba requisando absolutamente
todas las bibliotecas, tanto públicas como privadas, con abundancia
de obras de esoterismo y de magia, con destino al castillo de Wewelsburg,
cuyo torreón norte iba a ser un centro de estudios esotérico
poseedor de la más completa colección, de toda Europa, de
libros sobre esoterismo.

Que vendrían a robar la biblioteca del maestro, era algo muy evidente
pues en su miserable vivienda se agolpaban casi cinco mil libros exclusivamente
de Cábala. Muchos de ellos eran códices escritos a mano
y nunca publicados.
También
había palimpestos, con dos escrituras superpuestas, sobre magia
enoquiana en extraños idiomas mágicos, semejantes al caldeo,
pero absolutamente incomprensibles.
- “Tengo ante mí a los Treinta y seis hombres justos”,
me dijo el maestro. “Me han dicho que soy libre de elegir nuestro
destino y me han autorizado a emplear contra estos demonios la palabra
que da la muerte”.
- “Maestro, ¿qué debemos hacer?”
- “Afrontar la pérdida de todos mis libros y todo el tesoro
de mis textos ocultos, y marcharnos al martirio con toda la apertura de
corazón de que seamos capaces. No huyamos mientras el mundo entero
sufre gigantescos dolores de parto, no seamos soldados cobardes”.
Así fue como nos detuvieron y fuimos conducidos con otros miles
de desgraciados a las afueras de nuestra ciudad, allí en un descampado,
paramos junto un cruce de vías de tren.

Tuvimos
que esperar horas y horas. Ni siquiera nos llevaron a una estación.
Era una tarde verde y palpitante del mes de mayo.
De pronto, el tren, con sus viejos y carcomidos vagones de transporte,
se acercó amenazadoramente desde el lado ruso.
Todo
era tan lúgubre, tan desesperanzador y tan siniestro que una lágrima
enorme y dura como una piedra rodó por mi mejilla abajo.
- “Valor” me dijo mi maestro. “Tú no morirás
en el perpetuo día del juicio que hoy mismo empieza para nosotros,
yo te lo garantizo”.
Llegamos al campo de Stutthof en poco tiempo, creo que el tren invirtió
unas diez o doce horas de atormentado viaje.
Desde antes de llegar supimos que ese lugar era un verdadero reducto en
el Infierno.
Ocupamos los despojos abandonados en los sucísimos barracones que
antaño pertenecieron al Ejército polaco.

Apenas hubimos dejados sobre los camastros nuestros pobres y miserables
hatillos, fardos y atadijos, se nos dijo que esperáramos en posición
de firmes la vista del comandante, el Sturmbannführer Max Pauly.
Así
estuvimos horas y horas. Yo ya no me tenía en pie. Los hombros,
las vértebras cervicales, todos los músculos de la espalda
me estaban matando. Miré de reojo a ver qué hacía
mi maestro y lo vi sentado sobre los tablones que hacían de colchón
en las literas- Al menos, se sentaba justo en la esquina de la cama, para
poder erguirse rápidamente llegado el caso.
En esto, como si fuera un vendaval de fuerza bruta y de odio, el Comandante
entró en el galpón. Y lo primero que vio fue a Rabbí
Eleazar ponerse firme, dificultosamente.
A
gritos llamó a su ordenanza y le dijo que acudiese con la fusta
y que de paso fuese a la Kommandantur e hiciese venir a toda la oficialidad.
Pasaron unos instantes eternos….
Cuando
todos llegaron, el Comandante del campo tomó la fusta y apartando
bruscamente a todos los presos se dirigió a mi maestro.
- “Maldito pequeño judío, vas a estar sangrando lo
poco que te queda de vida. Me pregunto por qué nadie te ha metido
todavía un balazo. Desgraciado viejo. Te voy a dejar más
desmenuzado que el rábano picante que te comiste en el Purim”.
Y, levantando el brazo derecho, lo cargó de fuerza y energía.
Y con una rabia demoniaca lo lanzó contra el rostro del maestro.
Pero, … entonces. … algo pasó.

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Como si se hubiera quedado congelado en el aire, aquel brazo se paró
en seco.
Una
fuerza sobrenatural se interpuso entre aquel diablo y la cara del Rabbí.
Algo o alguien le cogía el brazo de la fusta con una fuerza ciclópea
y no lo soltaba pese a los desesperados esfuerzos del Comandante Pauly.
En aquel entonces los mundos angélicos estaban cerrados para mí,
pero yo sabía lo que estaba pasando.
- “Maldito judío qué horrible brujería es esta”,
gritó el Comandante en el summum del terror.
- “Mi ángel no te dejará que me golpees, ni tú
ni nadie. Si pudieses verlo ahora mismo, totalmente envuelto en llamas
y siete veces más grande y más colérico que tú,
temblarías”.
Acto seguido, el maestro murmuró una palabra en hebreo, y aquel
hombre se vio libre de la garra invisible que lo aprisionaba….
Pongo por testigo al arcángel Metatron, poseedor de la Fruta de
la Vida y del Divino Cubo, de que lo que acabo de contaros es verdad y
ocurrió exactamente como os lo he dicho en estas líneas.
No
menos de ciento ochenta personas entre alemanes y penados lo vieron aquella
noche de primavera.
El
asunto fue cuidadosamente omitido de toda comunicación oficial,
pero fue el motivo de que, en el mes de agosto de aquel mismo año,
Pauly, abandonase el lager de Stutthof por el de Neuengamme , siendo este
el último comandante de ese campo.
Así pues, los guardianes y supervisores dejaron en paz a mi maestro.
No se dirigían a él para nada, y una especie de terror sagrado
lo rodeaba.
Si
coincidían en algún estrecho pasillo mi maestro y un oficial
del campo, rápidamente el alemán fijaba los ojos en el suelo
y pasaba junto al Rabbí lo más rápido que podía…
Aun así, mi maestro trabajaba para el bien de los demás
presos.
Su
vida era estar al tanto de todos, recibirlos, animarlos, sobre todo consolarlos,
escucharlos muy atentamente, y hacerles ver que debían poner toda
su energía y mente en Dios.
Porque
en la adversidad nuestra Alma ha de estar permanentemente puesta en Dios
(al que llamamos comúnmente Adonái, o Hashem, “El
Nombre”).
Yo tenía mi rutina de trabajo, durísima y exigentísima,
pero nadie me perturbaba ni me perseguía pues todos sabían
que era alumno del maestro.
El único alumno que tomó en esta vida.
Dado que el lager funcionaba bien y todos los objetivos de trabajo, incluidos
los crímenes, se cumplían holgadamente,
¿Qué importancia podía tener un piojoso mago judío,
y su discípulo? Mejor no prestarles más atención.
De todas maneras, la vida en el campo era imposible.
La comida era escasísima, nauseabunda y maloliente. Repugnante.
El odio, la violencia, los asesinatos, el abandono, la crueldad, el sadismo,
el embrutecimiento más total eran inimaginables.
También lo eran la fatiga, el frío atroz, la enfermedad,
los parásitos, el infierno de los parásitos y los enloquecedores
picores nocturnos que nos impedían dormir,…
Todos esos sentimientos endemoniados, aquellos abismos de odio, …
Dios mío, perdónanos.
Un infierno mil veces peor que el que Dante o Virgilio imaginaron…,
pues el nuestro fue real….
Una mañana cualquiera vimos cómo un penado se desvaneció
súbitamente y caía al suelo frío y duro como el hierro.
Ya estaba caquéctico. Nadie lo levantó del suelo, lo teníamos
prohibido. Allí quedó tendido ese día y esa noche,
y la siguiente, y la siguiente, y la otra, …
Viendo pudrirse ese cadáver reseco y vacío como la concha
de un gasterópodo, el Rabbí me dijo: “Hay que marcharse
de aquí. Empezaré a trabajar ahora mismo”.
Tengo
que aclarar que los trabajos del maestro eran siempre mágicos,
por tanto, desconocidos para nosotros. El maestro me dijo miles de veces
que la diferencia entre la magia y los milagros es que los dos actúan
desde diferentes mundos.
La
magia es la aplicación de la voluntad humana al mundo de las formas
y al nivel psicológico de estas formas.
En los milagros, sin embargo, es la voluntad del Cielo la que actúa.
Recuerdo las salmodias a medianoche, cuando todos dormían. A la
hora exacta de la medianoche, el Rabbí se levantaba y se iba a
una sombría esquina y allí se sumergía en la más
densa oscuridad.
A los pocos minutos, empezaba a murmurar algo en lengua enoquiana (según
me dijo más tarde), el probado lenguaje angélico. Tras la
recitación en ese idioma desconocido por mí, empezaba con
las invocaciones en hebreo:
“Kadosh, Kadosh, Kadosh, Adonai 'Tsebayoth…”
Y así hasta que yo me dormía
Ya
había pasado una semana entera cuando me comentó que Elohim
santificaba su proyecto, y le prometía toda su energía para
esa misión.
Llegados a este punto repite conmigo, tú, querido amigo:
“Kadosh kadosh kadosh adonai tseva'ot. Melo kol ha'aretz k'vod”,
o sea,
“Santo, Santo, Santo es el Señor de los Ejércitos”

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Santo sea mi Maestro, blanco y perfumado como el jazmín, señor
de los ríos encontrados, que me hizo ver el mayor de los milagros.
Tengo que confesar que el Rabbí me sorprendió cuando me
dijo que necesitaba material de construcción muy básico,
es decir, arena y grava muy gruesa, o mejor piedras, y algo de cemento.
Añadió
que dejase todos esos materiales detrás del galpón formando
tres montañas, de mayor a menor, y orientadas a Norte. Me dijo
también que, como es natural, el responsable asignado a custodiar
el reparto de tablas, ladrillos, arena, y demás materiales me extendería
una autorización, le dijese yo lo que le dijese.
Los Santos confundirían sus oídos y ellos forzarían
al encargado a firmar “die Erlaubnis”, o sea, el permiso.
El maestro bromeó diciéndome que podía cuadrarme
ante el guardián y cantar “Tipperary”. No había
ningún peligro.
Y eso fue lo que hice, fui a la caseta donde se almacenaba el material
de edificación.
Saludé
militarmente al capataz y me puse a sus órdenes, “Guten Morgen,
Herr Vorarbeiter”. Y empecé: “It’ s a long way
to Tipperary…”
-
“Muy bien, maldito narigudo. Ya he entendido. El comandante quiere
que ampliéis un sector del cobertizo. Coge esa carretilla, tráete
a otros judíos y coged lo que necesitéis. Es tan poco lo
que pides que con una autorización simple bastará.”.
- “Jawohl, Herr Vorarbeiter”.
Cuando ya nos íbamos “los pequeños judíos”,
el encargado salió amenazadoramente y agitando el puño,
nos dijo:
- “Eh, tú, el más joven, dile a ese brujo que tienes
por maestro que no se acerque nunca a mí”.
- “Mañana nos iremos. Yo iré delante de ti. Soy tu
maestro y te conozco desde que Adonái inició el Tiempo.
Tú
vendrás conmigo, pegado a mi espalda. Tu maestro te sacará
del pozo de las fieras”.
El Rabbí me pidió que esa noche, la anteúltima, saliera
fuera del galpón con él y, rápidamente, mezcláramos
todos los materiales, incluidos los dos puñados de cemento que
habíamos conseguido.
Apenas hubimos acabado, el maestro me envió a mi catre puesto que
él aún tenía mucho que hacer.
Le escuché durante toda la noche sumido en amargos lloros, derrumbado
en su esquina.
Escuchar
llorar a mi maestro me provocaba tal dolor que yo mismo acabé llorando
inconsolablemente.

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El Rabbí, sin sosiego posible, hablaba en un extraño lenguaje,
que yo nunca le había oído.
Amaneció. Estaba cansadísimo.
Pero
aún más debía de estarlo mi maestro. El día
había llegado. En breve seríamos libres.
Mi maestro me pidió que llevase conmigo agua, algo de agua, era
necesario e imperioso para el rito mágico que iba a ver con mis
ojos.
Por fin llegó el momento.
Fue el maestro quien vino a buscarme, sorprendiéndome una vez más.
Era noche cerrada. Por supuesto, no dormí ni un instante. Nadie
se enteró de nada. La fatiga dominaba a todos aquellos hombres.
Todos dormían.
Salimos por la puerta trasera.
Ante nosotros estaba el montón de arena, piedras y cemento.
El maestro no se lo pensó y se zambulló dentro de aquella
montaña.
Entrando
a cuatro patas en aquella masa de tierra y arena, volvió el rostro
y me dijo, sonriendo, “Cuando escuches desde adentro de la arena
mi voz, por favor, vierte el agua sobre el montón. No falles, mi
querido amigo. Sólo hay una oportunidad”
Y así fue. El maestro se perdió dentro. Al cabo de unos
instantes, sonó un alarido de agonía, un espeluznante lamento
gutural como si mi maestro se estuviese asfixiando. A punto estuve de
desbaratarlo todo, y de escarbar para que el oxígeno llegase hasta
él.
Recordé las palabras del Rabbí, y, sobre el montón
de arena y piedras, lancé el agua que llevaba prevenida en una
botella de cristal (y que todavía guardo).
Entonces….
Oh, lo que pasó entonces…
Gloria le sea dada a mi maestro, que adelantó a todos los grandes
cabalistas que ha habido….

lámina original.
Aquella masa gigantesca de piedras, roca y arena se puso en pie con la
forma de un hombre…
Escuché la voz de mi maestro, nítida y poderosa, gritando
en su interior, “¡Emet!”, ¡Verdad!... Esa palabra
le dio la vida física al engendro.
Sin vacilar, sin doblar sus rudimentarias piernas, ese monstruo titánico
echó a andar …

Lámina anterior modificada con CHATGP (A.G.G.)
En la confusión de la oscuridad, empezaron a sonar disparos, pero
las balas chocaban contra ese cuerpo de roca, más duro que el acero,
y caían al suelo como aplastadas por la furia de un cíclope
iracundo, contra el cual de nada valían los recursos humanos. Un
guardián del campo se lanzó contra el gigante, pero este
lo cogió del cuello con su mano de piedra hasta que, inerte, cayó
al suelo como quien se despeña en el vacío de una montaña.
Oh, qué noche tan esforzada, tan heroica y tan legendaria.
Qué ciego frenesí en la cruel batalla.
¡Cómo sostuvo mi maestro la formidable lucha, la atroz lucha,
contra aquellos infernales hombres de la calavera de plata!
Y yo fui testigo de todo aquello….
Mi maestro ha sido el único, después de Judá Loew,
el Maharal de Praga, que supo dar vida a un segundo Golem. Pongo a los
cielos por testigo.
Tendríais que haber visto la ligereza de aquel gigante en el heroico
combate…
Caían las balas sobre el Golem como el granizo sobre los campos…
pero para nosotros aquello era una simple llovizna.
El Golem tomó el camino que llevaba hacia la verja de salida. Cuando
ya faltaba muy pocos metros para llegar hasta las puertas, aquel coloso
echó a correr directamente contra los batientes de las puertas.
El choque fue titánico. Las puertas cedieron y se abrieron violentamente,
de par en par. Por allí salimos nosotros. Nadie nos persiguió.
Seguimos corriendo, huyendo con el corazón al borde de reventar,
en aquella noche de gestas, en aquella noche más afortunada que
la alborada…
Llegamos a una zona muy boscosa con el suelo húmedo y encenagado.
Nos detuvimos.
Entonces es cuando vi el rostro sencillo y esquemático del Golem.
Vi su mirada vacía y sus ojos que no veían. Y su boca que
no se movía. Y todo aquello me produjo una sensación de
ternura como hacía meses que no experimentaba.
El gigante poniéndose en pie y separándose de mí
hizo un gesto mágico con las manos y, de súbito, oí
desde dentro del pecho de piedra del Golem, la voz del Rabbí.
Tan solo dijo “¡Met!”, que quiere decir ¡Muerto!,
y el Coloso se desplomó separándose sus componentes, que
se desparramaron por el suelo: agua, arena, piedras y cemento.
La palabra de la Vida y la de la Muerte tan solo se diferencian en una
única letra, en un solo sonido.
Todavía nos faltaba la huida y la salvación por esos terrenos
perpetuamente encharcados y pantanosos….
Pero
lo logramos.
Supe después que, de mala gana, los alemanes enviaron varias patrullas
para prendernos con la orden de matarnos en el acto, instantáneamente,
en cuanto nos apresaran.

Pero lo único que logró encontrar una de estas patrullas
fue un inexplicable y solitario montón de piedras y arena desparramado,
misteriosamente, sobre la fresca yerba…”
Juan
Ramón González Ortiz
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