MUERE UN SAMURAI

Escrito por Juan Ramón González Ortiz

Ilustrado por Quintín García Muñoz

la cueva de los cuentos, samurai

Cuento: Muere un samurái
Juan Ramón González Ortiz

 

 

la cueva de los cuentos, samurai

Cuando Mori Hideaki se quiso dar cuenta ya estaba cercado por los samuráis del ejército enemigo.

 


Arrinconado contra una pared, con la katana rota, y cubierto de numerosas heridas, Hideaki sintió que había llegado el momento que más había temido en la vida: quedarse a merced del enemigo.

 

Dejó caer el sable al suelo, porque ya de nada le valía. Y se preparó para recibir el acero en sus entrañas. Pero nadie hizo ningún gesto. Los samuráis enemigos le miraban con desconfianza, como si todavía fuera capaz de un mortífero ataque. Aquellos hombres, recubiertos consus ensangrentadas corazas, mareados y confundidos por la atroz batalla, como si fueran unos gigantescos insectos carnívoros, se acercaron a Hideaki y ataron sus manos a la espalda con una soga hecha de nervios de buey.

 


Una lluvia negra, espesa y glacial, se desencadenó entonces. Los campos de destrucción quedaron a merced de los dioses de la muerte y de la devastación. Unos perros salvajes ya acudieron a lamer los charcos de sangre. Con el frío del atardecer, de la sangre que empapaba la hierba se levantó de súbito un siniestro y diabólico vapor. Cualquiera hubiera dicho que eran las almas de los combatientes que se erguían del campo de batalla camino del mundo de las horrendas criaturas.


Los primeros saqueadores ya se estaban apoderando de las pertenencias de los muertos. La lluvia arreciaba y bien pronto el resplandor de los rayos dio un toque infernal a tan triste escena.


Los vencedores retornaban pesadamente a su castillo.


Todos iban en silencio. Porque la victoria no les había satisfecho.


Hideaki, medio sonámbulo por la pérdida de sangre, sentía que uno de los soldados enemigos tiraba de él y lo forzaba a andar. En su delirio pensaba que no tenía sentido que lo llevaran al castillo enemigo, donde le darían muerte, ¿por qué diablos no lo dejaban morir allí mismo, abandonándolo en el suelo, bajo la cruel lluvia, como quien abandona una vasija rota, o a un animal moribundo?

En lo más espeso de la medianoche, a la hora terrible en la que incluso los que velan a sus familiares ceden al sueño, el ejército victorioso llegó a su almo refugio.


Ya habían preparado té verde muy caliente y ciruelas fermentadas envueltas en algas y arroz. En silencio, los combatientes, empapados hasta el tuétano, cogían sus tazas de té y varias bolas de arroz y se sentaban bajo la lluvia negra para comer.


Hideaki, fue conducido a la celda.

 

la cueva de los cuentos, samurai


Fue arrojado al suelo. Al menos allí no llovía. En una esquina había varias brazadas de paja amontonadas. A cuatro patas, Hideaki llegó hasta ese lugar y se dejó caer pesadamente ¡Qué cómodo le pareció ese miserable colchón!


No pasó mucho tiempo antes de que la puerta se abriese. El señor del castillo quiso ir a verle, pues era el único samurái que habían capturado vivo de todos los que se habían batido contra su ejército.

 


El señor entró con sus samuráis principales. Todos ellos estaban hechos un asco. Con las bellas armaduras hendidas, y a través de las roturas manaba sangre y sudor. Hideaki se fijó que uno de ellos aún estaba sangrando copiosamente de un ojo. Seguramente ya lo tendría inútil.
El señor dijo:


• “Mañana, en cuanto el sol salga, serás decapitado, es un favor que te hago como samurái, pues si no lo fueras colgarías de leño en el patio de armas. Ponte en paz con el dios Fudo y con Amateratsu; y si tienes un Bodisatva particular, también con él”.


Todos se fueron, y el dolorido Hideaki se quedó a solas en la tiniebla.


Hideaki se preparó para una noche larga, muy larga, sabiendo que la angustia de la espera se iba a desatar de un momento a otro. Entonces comprendió que la espera formaba parte del tormento.


La noche iba pasando y el viento enloquecido ululaba afuera de la prisión. La inquietud empezaba a hacer mella en el alma de Hideaki. “Dios mío, ¿pero ¿qué me está pasando?”,se decía en la oscuridad de la celda.


Su mente era un nuevo campo de valla del que surgían mil imágenes contradictorias, recuerdos de la infancia, y aquella vez que subió solo al monte Fuji, y los poemas que escribía a escondidas,…. Y todas esas escenas, como si hubieran cobrado vida, animadas por un viento descomunal, puestas en pie, batallaban unas contras las otras.


Y por encima de todo, Hideaki, sentía las horas y los minutos que pasaban.


Pensó en encomendarse al bodisatvaHachiman, del cual había sido devoto en su adolescencia, pero le pareció una hipocresía, ahora, a punto de traspasar las puertas de la muerte, contar con la ayuda de los grandes seres. Aun así, intentó esbozar una oración. Trabajo inútil. Su mente estaba en tal desorden que mil y un pensamientos parásitos y sentimientos ingobernables afloraban en la superficie de su conciencia.

 

Y en el caos de emociones contrarias, se abría camino por encima de todo el sentimiento de culpabilidad y los reproches a su persona. El estremecimiento de la pena, de la aflicción, del sordo dolor moral eran peores que cualquier herida que le pudiese infligir un sable enemigo.


Hideaki levantó la vista hacia el hueco en la pared que hacía las veces de ventana y gritó desesperado, con toda su alma, “¡Paz para mi corazón!”. Y después buscó las lágrimas como sosiego de su alma, que gemía hecha un volcán. Pero no, no brotaba nada.

 

Demasiados años al margen de la ternura, demasiados años al margen de los afectos. ¿Cómo pedir ahora a los ojos que fabriquen lágrimas y que estas rieguen el cristal de roca de las mejillas de un samurái?


Iban pasando las horas, los minutos, los segundos,….

 

la cueva de los cuentos, samurai
Hideaki sintió de golpe el impacto de algo, entrando muy profundamente hasta el corazón. Recordó que era samurái. Y que no tenía sentido lamentarse ni dolerse por nada.

 

Recordó que, a pesar de todo, su vida había sido rectitud y un entrenamiento para lo que estaba a punto de pasar ahora. Entonces se sintió ligero. Y fresco. Como si, unas horas antes de morir, renaciese de nuevo.


“No hay muerte. La muerte me es indiferente. Nada me turba. Nada me espanta”.


En la soledad de los últimos momentos, encontró una paz infinita y bella en esos pensamientos. De pronto se sintió como una roca golpeada por el mar huracanado, sobrepasada por olas gigantescas. Pero no pasaba nada, la roca, muy naturalmente, sin ninguna voluntad, se mostraba incólume. Ni siquiera se esforzaba en resistir o en luchar contras las olas.

 


Hideaki, se cubrió lo mejor que pudo con parte de la paja que había desparramado por el suelo, y sintió una paz sobrenatural dentro de su corazón. Por primera vez en varios años sonreía. Pero no sabía por qué sonreía. Dentro de su corazón percibía, pequeño y precioso, como del tamaño de su dedo pulgar, una figurita de oro. Y aquella figurita estaba presente irradiando una paz profundísima.

 


Apoyándose contra la esquina, Hideaki dobló las piernas, buscó una postura cómoda y…. se durmió como un niño recién nacido.

 


Ya estaba a punto de amanecer cuando el verdugo fue a la celda del condenado. El verdugo vestía una túnica salpicada con gotas de color escarlata, sugiriendo sangre fresca. Y sobre la cara llevaba puesta una máscara aterrorizadora, de hierro negro. Así le gustaba presentarse ante los que iban a ser ajusticiados.


Le gustaba abrir muy quedamente la puerta, y entrar como una sombra, o como una exhalación del mismísimo infierno. Le divertía mucho provocar el miedo más cerval e intenso que uno pueda imaginarse. Contaba que varios de los condenados habían muerto de ataque al corazón al ver entrar por la desvencijada puerta al mismo dios de la muerte.


Pero lo que encontró aquella vez fue único, impensable. Un condenado, un hombre vencido y derrotado dormía feliz y despreocupado como un niño.


El verdugo se quedó quieto en la habitación. Nunca había visto algo así. Sin que nadie le viese admirado por la valentía y la paz de ese condenado, se acercó a él, en silencio, y le hizo una reverencia. Sí, le hizo una reverencia.


Acto seguido, le rozó suavemente con la punta de sus dedos, “Señor, mi señor, despertad, ha llegado el momento”.

 

Una vez que todo hubo acabado, el verdugo le contó al señor del castillo lo que había visto, y este puesto en pie, dijo, “En verdad, ese hombre era un samurái”.


Juan Ramón González Ortiz

 

 

 

 

la cueva de los cuentos

A La Cueva de los Cuentos

 

LA CUEVA DE LOS CUENTOS EN FACEBOOK

 

 

la cueva de los cuentos

 

 

 

 

revista alcorac

www.revistaalcorac.es

 

maestro tibetano

MAESTRO TIBETANO

 

fuego cosmico

 
 

orbis album

Orbisalbum

 

 

 

 

Descargas gratuitas

SarSas LA NOVELA

SarSas

 

 

LA VIDA ES SUEÑO

LA VIDA ES UN SUEÑO ETERNO

(Una novela de Xavier Penelas, Juan Ramón González Ortiz y Quintín García Muñoz)

 

LA CLAVE OCULTA DEL NUEVO TESTAMENTO

 

 

Ensayo

transmutacion humana

Transmutación Humana


maestro tibetano

sintesis destino humanidad

Síntesis.Destino de la humanidad

el camino del mago

EL CAMINO DEL MAGO

(Salvador Navarro y Quintín García Muñoz)

Poesía


 


 

Novela


Etérea

 


 

 


Magia Blanca

 

 

 

En formato de guión


Serpiente de Sabiduría

 

 

 

JUVENILES y BIOGRÁFICAS