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“No estás hablando con un catedrático de universidad,
estás hablando con un asesino”. Confieso que estas palabras
me dejaron congelado, y sin respuesta. Mi profesor me miraba de hito
en hito, curioso y muy divertido, analizando el temblor que se había
iniciado en mis labios, que no encontraban ni sonido ni articulación.
De todos los profesores que tuve en la Universidad solo conservo admiración
hacia este del que os hablo, el catedrático de latín.
Era pequeño y regordete, con unos ojos azules, húmedos,
que parecían que iban a desbordarse en lágrimas de un
momento a otro. Su edad era un misterio aunque yo calculo que debía
de frisar los cincuenta. En conjunto daba la impresión de ser
un gordito hipogonadado, eunucoideo, con manos pequeñas y grasientas,
y una discreta ictiosis en brazos y muñecas. De los demás
profesores no quiero ni acordarme. Pasaron por mi vida como las nubes
en el ancho cielo: sin dejar ninguna marca en su travesía.
- “Por favor”, le dije, “sea sincero. Cuénteme su vida”.
- “Pues habrás de saber, querido alumno, que en mi niñez
no tenía nada que ver con el humanista que ahora tienes ante
ti.
Era más bien como un picto, un sármata, un sicambro
o uno de esos bestiales getas que al presente tanto os divierten a
los jovencitos. Había dentro de mí algo duro e insociable.
Las fechorías y los hurtos eran mi quehacer cotidiano. Castaños,
manzanos, cerezos, no había frutal que quedase a salvo de mi
rapiña.
Una
vez incendié varios almiares solo por el placer de sentirme
dueño del destino y la fortuna de una familia menesterosa.
Mi voluntad estaba atrofiada.
Solo acudía a estudiar a la escuela de N… exclusivamente cuando
mi madre me llevaba hasta allí cogido de una oreja o atado
con el ronzal de guiar a los mulos. Una especie de frenesí
destructor me empujaba por toda la comarca. Una vez estuve caminando
un día entero, solo, para llegar hasta una capillita al final
del valle y acabar, a pedradas, con sus esmaltados vitrales. Mi futuro
era cada vez más y más incierto. Pero yo lo fiaba todo
a mi buena estrella y a mi capacidad para sobrevivir. Mi alma estaba
ensombrecida, angustiada, y yo mismo estaba agotado de mi vida inhóspita
y sudorosa, semejante a la de un lobo.
Cuento: Un profesor, lámina 2
Un
buen día trajeron a un mocetón de un pueblo vecino para
que me diera una pública paliza. Te confieso que nunca he sentido
miedo en las peleas y que nunca he perdido una sola. Fuese quien fuese
el adversario. He peleado contra hombres y animales y estoy cubierto
de numerosas cicatrices. Cuando me lanzo al combate, simplemente,
nadie me puede ganar. Como no quería complicaciones, pues bastante
complicada era ya mi situación en aquella pequeña sociedad,
estuve un día completo evitando a aquel justiciero, que no
hacía sino buscarme, jaleado y vitoreado por una cohorte de
chicos que le exigían que les vengara. Finalmente me topé
con él, y con los demás, en la placita trasera del pueblo,
junto a un humilladero de piedra, cubierto de musgo y líquenes.
Recuerdo muy bien cómo olían los saúcos en aquella
tarde de junio.
Estaba dispuesto a aceptar los golpes y la sangre, porque ya me repelía
mi propia vida. El otro empezó a insultarme y a abofetearme
mientras yo guardaba silencio y buscaba una escapatoria digna. Los
golpes caían sobre mí, pero no me hacían nada
de daño. Aquel vengador no tenía el ímpetu ni
la determinación de acabar conmigo. En su mente había
dudas y vacilaciones. En la mía no. Buscando terminar cuanto
antes con aquella escena bufa decidí trabarme con él,
rodar por el suelo y por fin levantarme y salir corriendo. Así
fue. Ambos caímos al suelo; yo ya tenía preparado erguirme
de un salto, cuando el otro, sintiéndome demasiado cerca y
no sabiendo cómo acometerme, clavó sus dientes en la
punta de mi nariz dándome un tremendo mordisco. Enloquecí
de dolor, los ojos se me llenaron de lágrimas. Perdí
el juicio. Me levanté poseído por una furia más
que demoníaca. Cogí a mi adversario por la cintura y
lo lancé por los aires, como quien aventa pavesas. Cayó
contra el humilladero de piedra. Cuando la cabeza golpeó contra
la roca se produjo un ruido atroz, breve, terrible. Un chasquido como
cuando se pisan hojas secas. Y después un silencio de presagio.
Alguien dijo chillando, “lo ha matado”. Y así era.
Cuento:
Un profesor, lámina 3
Yo
eché a correr, frenético, empavorecido, como si huyendo
pudiera evitar la angustia que sentía dentro de mí.
No sé el tiempo que estuve corriendo, pudieron ser varias horas
o varios días. Tenía la piel y las ropas destrozadas
por los espinos del campo. No había cansancio en mi cuerpo,
en mi mente la maldad se había evaporado. Finalmente, agotado,
vacío, en un paraje intransitable y oculto, desconocido para
mí, distinguí a la luz de la luna, un viejo convento.
Golpeé la gruesa puerta forrada de roblones de hierro. Al punto
de abrirla, caí desvanecido dentro. Los monjes de adentro no
preguntaron nada. Pero algo se imaginarían. Ignoro si hubo
pesquisas. Nadie fue a preguntar a aquellos ermitaños. A medida
que fui conviviendo con los monjes descubrí que también
ellos tenían pasado. Uno fue un seductor, otro un ilustre filósofo,
o más bien un sofista, como él decía de sí
mismo, otro fue falsificador de moneda (como casi todos los seres
humanos), …. Me apliqué al estudio con una determinación
inimaginable. Me di cuenta de que la única indemnización
que podía pagar a la humanidad era entregarme a las meditaciones
sobre la vida, llevando una vida mental superior. El aislamiento despejó
mi camino y descubrí que se me daba muy bien el latín.
Me consagré por completo a él en el monasterio. A los
dos años, un monje me acompañó a una ciudad a
pasar los exámenes en una institución educativa oficial.
Saqué la máxima puntuación. Decididos a ayudarme,
los monjes me proveyeron de una mínima pensión y me
mandaron a estudiar a la Facultad. De nuevo saqué la máxima
nota. Ya no vive ninguno de esos monjes. Les debo todo lo que soy,
lo poco que soy”.
Cuento:
Un profesor, lámina 4
El
profesor calló y me volvió a mirar, con mucha curiosidad,
directamente a los ojos.
- “Estoy sobrecogido, profesor”, le dije. “Es una increíble
y fascinante historia de muerte y resurrección. Le pido que
me deje contarla a los demás”
- “Oh, sí, puedes contarla, si no revelas mi nombre. Y tienes
que dejar pasar como mínimo treintaicinco años. Para
entonces, seguramente, yo ya seré un pasajero en la barca de
Caronte, y si no seré un viejo idiota e inofensivo. Cumple
estas condiciones, querido alumno, no olvides que nunca he perdido
un combate ….
- “Así será”
Y así ha sido, querido lector, y aquí tienes esta historia
que he estado guardando en mi alma exactamente treintainueve años.
Juan
Ramón González Ortiz
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