UN PROFESOR

Escrito por Juan Ramón González Ortiz

Ilustrado por Quintín García Muñoz

 

 

 

Cuento: Un profesor

Juan Ramón González Ortiz

 

 

 

 

- “No estás hablando con un catedrático de universidad, estás hablando con un asesino”. Confieso que estas palabras me dejaron congelado, y sin respuesta. Mi profesor me miraba de hito en hito, curioso y muy divertido, analizando el temblor que se había iniciado en mis labios, que no encontraban ni sonido ni articulación.
De todos los profesores que tuve en la Universidad solo conservo admiración hacia este del que os hablo, el catedrático de latín. Era pequeño y regordete, con unos ojos azules, húmedos, que parecían que iban a desbordarse en lágrimas de un momento a otro. Su edad era un misterio aunque yo calculo que debía de frisar los cincuenta. En conjunto daba la impresión de ser un gordito hipogonadado, eunucoideo, con manos pequeñas y grasientas, y una discreta ictiosis en brazos y muñecas. De los demás profesores no quiero ni acordarme. Pasaron por mi vida como las nubes en el ancho cielo: sin dejar ninguna marca en su travesía.
- “Por favor”, le dije, “sea sincero. Cuénteme su vida”.
- “Pues habrás de saber, querido alumno, que en mi niñez no tenía nada que ver con el humanista que ahora tienes ante ti.
Era más bien como un picto, un sármata, un sicambro o uno de esos bestiales getas que al presente tanto os divierten a los jovencitos. Había dentro de mí algo duro e insociable. Las fechorías y los hurtos eran mi quehacer cotidiano. Castaños, manzanos, cerezos, no había frutal que quedase a salvo de mi rapiña.

 

Una vez incendié varios almiares solo por el placer de sentirme dueño del destino y la fortuna de una familia menesterosa. Mi voluntad estaba atrofiada.
Solo acudía a estudiar a la escuela de N… exclusivamente cuando mi madre me llevaba hasta allí cogido de una oreja o atado con el ronzal de guiar a los mulos. Una especie de frenesí destructor me empujaba por toda la comarca. Una vez estuve caminando un día entero, solo, para llegar hasta una capillita al final del valle y acabar, a pedradas, con sus esmaltados vitrales. Mi futuro era cada vez más y más incierto. Pero yo lo fiaba todo a mi buena estrella y a mi capacidad para sobrevivir. Mi alma estaba ensombrecida, angustiada, y yo mismo estaba agotado de mi vida inhóspita y sudorosa, semejante a la de un lobo.


Cuento: Un profesor, lámina 2

Un buen día trajeron a un mocetón de un pueblo vecino para que me diera una pública paliza. Te confieso que nunca he sentido miedo en las peleas y que nunca he perdido una sola. Fuese quien fuese el adversario. He peleado contra hombres y animales y estoy cubierto de numerosas cicatrices. Cuando me lanzo al combate, simplemente, nadie me puede ganar. Como no quería complicaciones, pues bastante complicada era ya mi situación en aquella pequeña sociedad, estuve un día completo evitando a aquel justiciero, que no hacía sino buscarme, jaleado y vitoreado por una cohorte de chicos que le exigían que les vengara. Finalmente me topé con él, y con los demás, en la placita trasera del pueblo, junto a un humilladero de piedra, cubierto de musgo y líquenes.
Recuerdo muy bien cómo olían los saúcos en aquella tarde de junio.
Estaba dispuesto a aceptar los golpes y la sangre, porque ya me repelía mi propia vida. El otro empezó a insultarme y a abofetearme mientras yo guardaba silencio y buscaba una escapatoria digna. Los golpes caían sobre mí, pero no me hacían nada de daño. Aquel vengador no tenía el ímpetu ni la determinación de acabar conmigo. En su mente había dudas y vacilaciones. En la mía no. Buscando terminar cuanto antes con aquella escena bufa decidí trabarme con él, rodar por el suelo y por fin levantarme y salir corriendo. Así fue. Ambos caímos al suelo; yo ya tenía preparado erguirme de un salto, cuando el otro, sintiéndome demasiado cerca y no sabiendo cómo acometerme, clavó sus dientes en la punta de mi nariz dándome un tremendo mordisco. Enloquecí de dolor, los ojos se me llenaron de lágrimas. Perdí el juicio. Me levanté poseído por una furia más que demoníaca. Cogí a mi adversario por la cintura y lo lancé por los aires, como quien aventa pavesas. Cayó contra el humilladero de piedra. Cuando la cabeza golpeó contra la roca se produjo un ruido atroz, breve, terrible. Un chasquido como cuando se pisan hojas secas. Y después un silencio de presagio. Alguien dijo chillando, “lo ha matado”. Y así era.


Cuento: Un profesor, lámina 3

Yo eché a correr, frenético, empavorecido, como si huyendo pudiera evitar la angustia que sentía dentro de mí. No sé el tiempo que estuve corriendo, pudieron ser varias horas o varios días. Tenía la piel y las ropas destrozadas por los espinos del campo. No había cansancio en mi cuerpo, en mi mente la maldad se había evaporado. Finalmente, agotado, vacío, en un paraje intransitable y oculto, desconocido para mí, distinguí a la luz de la luna, un viejo convento. Golpeé la gruesa puerta forrada de roblones de hierro. Al punto de abrirla, caí desvanecido dentro. Los monjes de adentro no preguntaron nada. Pero algo se imaginarían. Ignoro si hubo pesquisas. Nadie fue a preguntar a aquellos ermitaños. A medida que fui conviviendo con los monjes descubrí que también ellos tenían pasado. Uno fue un seductor, otro un ilustre filósofo, o más bien un sofista, como él decía de sí mismo, otro fue falsificador de moneda (como casi todos los seres humanos), …. Me apliqué al estudio con una determinación inimaginable. Me di cuenta de que la única indemnización que podía pagar a la humanidad era entregarme a las meditaciones sobre la vida, llevando una vida mental superior. El aislamiento despejó mi camino y descubrí que se me daba muy bien el latín. Me consagré por completo a él en el monasterio. A los dos años, un monje me acompañó a una ciudad a pasar los exámenes en una institución educativa oficial. Saqué la máxima puntuación. Decididos a ayudarme, los monjes me proveyeron de una mínima pensión y me mandaron a estudiar a la Facultad. De nuevo saqué la máxima nota. Ya no vive ninguno de esos monjes. Les debo todo lo que soy, lo poco que soy”.

 

Cuento: Un profesor, lámina 4

 

El profesor calló y me volvió a mirar, con mucha curiosidad, directamente a los ojos.
- “Estoy sobrecogido, profesor”, le dije. “Es una increíble y fascinante historia de muerte y resurrección. Le pido que me deje contarla a los demás”
- “Oh, sí, puedes contarla, si no revelas mi nombre. Y tienes que dejar pasar como mínimo treintaicinco años. Para entonces, seguramente, yo ya seré un pasajero en la barca de Caronte, y si no seré un viejo idiota e inofensivo. Cumple estas condiciones, querido alumno, no olvides que nunca he perdido un combate ….
- “Así será”
Y así ha sido, querido lector, y aquí tienes esta historia que he estado guardando en mi alma exactamente treintainueve años.

Juan Ramón González Ortiz

 


 

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