la cueva de los cuentos

Dos historias de antaño
Por Juan Ramón González Ortiz


De todas las historietas que me relató mi padre hay una que se clavó para siempre en mi alma. Muy pocas veces la he relatado, pues siempre supe que muchos de los que la pudieran oír se quedarían indiferentes y ajenos al sofocante horror de esta narración.
Así es la indiferencia contemporánea. “Yo defiendo lo mío”, es el mantra de la actualidad.
Van pasando los años, y ya me va dando lo mismo que nadie se conmueva con esta historia.
Cada uno tiene su propia vibración y su propia nota musical. Y es un error, a más de una cabezonería, pretender que todos afinen sus cuerpos en el si bemol cuando su nota es el re.
La verdad es que debería ser mi padre quien os contase esta historia. Lo digo porque él era muy ameno, además, guardaba unos expectantes silencios, interminables, que le acababan desquiciando a uno. Cuando paraba de narrar miraba en el horizonte, como si buscase a los náufragos de los que me estaba hablando, o como si estuviese viendo aquellas alambradas cubiertas de nieve, en Kolpino, por cuya posesión tanta sangre enrojeció la helada tierra rusa.
La nieve, siempre la nieve….
Pero, en fin, la nave de mi padre partió hace años, así que me toca a mí transmitiros la siguiente narración.

Me sigue pareciendo mentira, incluso hoy en día, que aquellos pesqueros de entonces pudiesen navegar con mar de proa, contra temporales de fuerza 9. Y, aun así, llegaban hasta Gran Sol, o hasta el infernal caladero del Atlántico Noroeste. Y volvían, después, para retornar a sus puertos y aldeas. Y todo esto sin los modernos aparatos de posicionamiento por satélite, sin telefonía, y sin los servicios de alerta meteorológica que existen ahora. Prácticamente sin nada. Comiendo basura: pan galleta duro como la madera, legumbres, sopa aguada, carne estofada con patatas y bacalao seco, también estofado con patatas. Lo único que tenían en abundancia era el café. Nada más. Ah, bueno, también había dulces, pero no eran tan buenos como los dulces que hay ahora.

Cuando el pesquero en el que iba mi padre llegó al banco de Terranova, hubo una inquietante caída en el barómetro. Todos iban a mirar, curiosos y alarmados, ese descenso de la presión atmosférica y no daban crédito a lo que marcaba la aguja del instrumento.
Mi padre estaba a punto de cumplir los dieciséis años. Y llevaba navegando desde los catorce.
Bien pronto, aquel mar agitado e hirviente, de un acerado azul, se volvió negro. Un profundo y brutal silencio descendió sobra las aguas inmóviles y calmadas, como si fueran las aguas de la Laguna Estigia.
Lo peor de todo era el silencio.
Un silencio de presagio.
El cielo estaba cubierto por aborrascadas nubes grises, tan densas como si fueran las fantasmales columnas del humo de algún bárbaro holocausto en honor a los sombríos dioses del mar.
De súbito, empezó a nevar de forma incontenible…
La belleza y la calma de esa situación contrastaba con el peligro mortal que eso significaba pues si la obra viva y, sobre todo, la arboladura, los cables y los aparejos se cargaban con el peso de la nieve, que bien pronto se helaría, todo el buque zozobraría por el aumento de peso.
La cubierta ya estaba limpia pues casi toda la tripulación la había despejado con las palas. Sin embargo, los dos mástiles empezaban a crujir y la línea de francobordo ya estaba bajo las heladas aguas negras.
El patrón bajó a la cubierta y reunió a toda la tripulación, al sobrecargo, al maquinista, al cocinero a todos los marineros,…. A todos.
Mi padre también estaba entre ellos.
Hacía un frío glacial. Mi padre se estiraba las mangas del jersey buscando, inútilmente, calentar sus manos. Ni se imaginaba que dentro de unos pocos años iría a luchar a la lejana Rusia y entonces se iba a enfrentar a temperaturas de cuarenta grados bajo cero.
El patrón fue muy claro: “El barco va a zozobrar. En estas heladas aguas no aguantaremos vivos ni medio minuto. En el bote salvavidas también moriremos. Para empeorarlo todo, la radio ha dejado de funcionar por el frío. Hay que subir y romper la capa de nieve que está forrando los cables y que se amontona en torno a los palos”.
Todos guardaron silencio. Ya sabían lo que venía a continuación: “No nos queda más remedio que echar a suertes. El que salga, tiene que trepar con el martillo y romper la funda de nieve que intenta acogotarnos. Ya me entendéis. Todos entramos en el sorteo. El chico es el único que no participa. Solo tiene quince años”.
Mi padre intentó protestar, pero era tal la solemnidad y la gravedad del momento que se quedó callado.
En una libreta que el patrón llevaba en la mano empezaron a escribir los nombres de todos aquellos desconocidos y anónimos marinos. El capitán también escribió su propio nombre. Arrancaron las hojas de papel e hicieron de cada nombre un recorte muy pequeño que luego estrujaron.
El cocinero trajo una lata de galletas y ahí echaron las papeletas de la mortal lotería.
Le dijeron a mi padre que introdujese la mano, agitase los papeles y extrajese uno. Uno tan solo.
Mi padre cogió un papelito. En medio del silencio, le tendió la mano al capitán.
-“¡Buendía!, lo siento compañero. Ya sabes lo que hay que hacer. Que San Telmo y la Virgen del Carmen te acompañen”.
Todos buscaron con los ojos a Buendía.
Allí estaba, más pálido que la cera. Pero ni un solo gesto, ni un solo temblor. Allí estaba. Erguido frente a la mortal nieve.
Se quitó con agilidad el chaquetón, y se limitó a decir, “Despedidme de mi mujer”, nada más, y cogió el pesado martillo que el maquinista le tendía.
Con mucha rapidez se encaramó a uno de los metálicos palos del buque y empezó a trepar con una increíble soltura. Llegó a la punta del mástil y empezó a sacudir a martillazos los cables de acero. Todo iba bien. Buendía tenía una fuerza hercúlea y una habilidad increíble para cualquier trabajo.
La nieve de los palos caía deshilachada sobre las resecas caras de los marinos, que la recibían con alborozo.
Buendía desató unas maromas que estaban recogidas en un palo y con ellas improvisó una especie de arnés para colgarse de la jarcia de acero y así avanzar llegar hasta su parte central para limpiarla.
Buendía parecía un héroe clásico, prometeico, enorme y azulado, luchando contra el destino siniestro, contra la muerte, contra los dioses del mar, contra esa legión de sanguinarios copos de nieve que parecían venidos de las islas Estrófadas, las islas donde moran las maléficas arpías.
Buendía ya había llegado al segundo palo. Ya casi todo estaba hecho. Lo peor ya estaba hecho.
Nadie supo que pasó.
De pronto Buendía cayó desde lo alto del segundo palo.
Ni un grito.
Ni un gemido.
Nada.

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La aguas oscuras y malditas se rompieron como un cristal cuando la víctima inmolada a los dioses de las praderas submarinas, cayó sobre ellas.
Todos se quedaron en silencio mirando el mar. Ni siquiera se habían dado cuenta de que ya no nevaba.
Hasta el tiempo se congeló.
¿Cuánto tiempo estuvieron mirando al mar?


El barco retornó sin problemas al puerto, y mi padre prefirió volver a los estudios que había abandonado. Se preparó las reválidas que tenía pendientes. Y cambió el cabeceo de las olas marinas por los libros de bachillerato
Después, muchos años después, volvería a navegar, esta vez en la marina mercante.
Peor de eso hoy no toca hablar.



En la segunda historia que tengo para contaros vuelve a haber nieve.
Ya no estamos en Terranova ni galopando sobre la flor de las olas. Ahora tendréis que volar con las alas de vuestra fantasía hasta los atroces campos de batalla de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial: Slusk, Puschkin, Sinyavino, Posselok,…
Aquella noche, mi padre y otros miembros de su batallón capeaban el frío en una cabaña junto al nudo ferroviario de Sablino, sus órdenes eran esperar a los camiones que los llevarían hacia los altos de Sinyavino. Las noticias eran tremendamente alarmantes y se les pidió a todos que estuviesen listos en todo momento, con la munición y las armas preparadas. Dado que en enero anochecía a las tres de la tarde, llevaban ya un montón de horas en una casi total oscuridad.
La perspectiva de un combate bestial y sangriento no les torcía el humor a aquellos españoles que no paraban de charlar y de gastarse bromas. Todos se entregaban a la gran fantasía del retorno, a pesar de que muchos sospechaban que era imposible que todos volviesen. Mi padre se acomodó como pudo, con el arma en la mano, dispuesto si no a dormir, por lo menos a relajarse. “Ah, pensó para sí, cuánto daría ahora mismo por un buen vasito de moscatel”.
Dentro de la cabaña se había detenido el tiempo. Los soldados están muy acostumbrados a esperar. Mi padre me decía que una guerra es un noventa por ciento de aburrimiento y rutina y un diez por ciento de acción brutal, frenética, desesperada.
Algo electrizaba el aire e impedía dormir a aquellos hombres.
Algunos de los españoles, aturdidos por la fatiga, sin ni siquiera quitarse casco de acero, cubiertos por alguna apolillada manta, buscaban dormir o al menos permanecer con los ojos cerrados.
En un rinconcito de la cabaña, un grupito estaba inmerso en una animada conversación. Cada uno contaba sus experiencias de la cruel guerra. Mi padre acabó uniéndose a ese grupo. Las imágenes que volaban de aquellos diálogos eran heroicas y tristes: soldados que se retrepaban a tanques enemigos para colocar una mina magnética; combates a culatazos y a golpes de pala, la mejor arma para el cuerpo a cuerpo, por cierto;

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ríos que arrastraban lentamente montones de cadáveres; el olor de la carne quemada extendiéndose por los bosques ; civiles fugitivos que intentaban huir subiéndose a los tanques, pero desdichadamente en algún momento resbalaban cayendo al suelo solo para que el tanque siguiente, incapaz de frenar, les pasase por encima….
Un soldado contó entre asombrado y divertido que en uno de los combates en Posselok, fue sorprendido de súbito por una patrulla de soldados rusos. Nuestro español se había retrasado debido a que estaba aterido pues había tenido que marchar muy penosamente durante kilómetros y kilómetros con la nieve hasta las rodillas. Estaba fatigadísimo y ya no podía más. De pronto vio salir del bosque a cinco soldados rusos. Parecía que no le habían visto, pero caminaban en línea recta hacia él. Se detuvieron a menos de un metro. Permanecieron de pie. Vigilando los alrededores, bien pronto se quitaron las manoplas y uno de ellos sacó su paquete de “Machorka”. Todos cogieron un cigarrillo, alguien tenía un encendedor y este fue pasando de mano en mano. El español no se atrevía ni a respirar.

Nuestro héroe no sabía qué estaba pasando, ni por qué no le detenían ya pues lo mismo que él los veía, los rusos le estaban viendo a él. De hecho, oía sus conversaciones, se reían mucho, tal vez se estuviesen contando una historia picante. Tiraron las colillas en la nieve y continuaron marchando. El soldado ruso que cerraba la marcha, pasó tan cerca del español que incluso le pisó en un pie con las valenki, esas botas rusas de fieltro.
Llegado por fin a las línea españolas este soldado nuestro no dio más importancia al suceso. Simplemente se decía para sí mismo: “Algo pasó, tal vez, como estaba contra el sol no me vieron”.
Todos los que escuchaban guardaron un momento de silencio, entre curiosos e impresionados.
De súbito se escuchó una enérgica voz de mando:
- “¡Guripa!”
Nadie había reparado en que, en una esquina, arrebujado en una manta, un sargento dormitaba y seguramente también acababa de oír esa misma historia.
La disciplina era tremenda, y, al escuchar al sargento, todos los soldados se levantaron como impelidos por un resorte.
- “¡A sus órdenes, mi sargento!”
Mi padre respiró tranquilo cuando vio que el suboficial se dirigía hacia el soldado que acababa de contar esta última historia. “Bufffff”, pensó, “por lo menos esta vez no ha sido yo el que ha metido la pata”.

 

 

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- “Eres idiota o qué te pasa. No es que los rusos no te vieran, grandísimo majadero, es que un ángel te cubrió a ti en el hueco de sus alas. Lo cual es muy distinto. Un ángel vino para defenderte y te resguardó haciéndote invisible a los soldados rusos, que, de haberte descubierto, te habrían matado allí mismo, sin lugar a dudas, y tal vez a bayonetazos, para no gastar munición. ¿Eres consciente, ahora, de lo que sucedió en aquel inhóspito lugar? ¿Entiendes ahora lo que pasó? Un ángel te rescató de la muerte que te aguardaba. Y, como si fuera tu mismísima madre, cuando te consolaba de tus terrores nocturnos abrazándote una y otra vez, el ángel te recogió y se interpuso entre tu persona y la muerte cierta que te estaba destinada. Un ángel ha luchado por ti. Y quiere que vivas. Nadie te podrá destruir en esta bárbara guerra. Ahora tienes que merecer el lujo de estar vivo”.
Calló el sargento. Y todos permanecieron mudos de admiración por lo que acababan de conocer. El silencio eran denso que pesaba como si fuera un roca gigantesca sobre el corazón de cada uno de nosotros.
Bien pronto oyeron el ruido, cada vez más cercano, de los camiones y de los semiorugas.
- “¡Guripas, ha llegado el momento! ¡En pie todo el mundo!, ¡prepararos para marchar!”
Aquellos camiones los llevarían a los altos de Sinyavino. Decir que aquellos hombres iban al infierno en la tierra es decir poco. El sadismo, el frío y la crueldad más inimaginable estaban a punto de estallar. Ya escuchaban a lo lejos el fuego de los morteros mientras la temible artillería rusa afinaba la puntería. “Hagamos tal bombardeo que los españoles salgan de las trincheras para ir al cementerio o al psiquiátrico”, dijo un general ruso.
MI padre sobrevivió a aquella horrible embestida del ejército soviético.
Al reorganizarse de nuevo las unidades, acabados los combates, mi padre hizo lo posible por encontrarse con el soldado de nuestra historia.
Lo vieron luchar, en el paroxismo de la furia, a machetazos contra un gigantesco siberiano. Pero no pudo saber qué había sido de ese soldado. No figuraba en la lista de bajas. Un subteniente dijo que ese guripa había sido adjudicado, junto con muchos otros, a un batallón de otro regimiento que había tenido sangrantes pérdidas.
Sabiendo eso, mi padre se quedó tranquilo.
Pasaron los años.
Ya llevaba mi padre muchos años en España cuando se encontró, en las calles de Santander, con unos de los capellanes que estuvo en su unidad. La sorpresa fue enorme. Y la alegría indescriptible.
Antes despedirse, mi padre le preguntó al páter (así le llamaban) por el soldado del ángel guerrero. Y al páter se le iluminó le rostro. El soldado en cuestión al retornar a España, sobrecogido por la intervención divina de que fue objeto, se había hecho monje en un monasterio en Andalucía. Ya me perdonaréis que no diga su nombre. Es mejor que no se sepa. El páter le dijo a mi progenitor que la comunidad entera de monjes lo tenía por un santo.
El mismo páter que hablaba “me contó que, estando en ese monasterio, presenció un éxtasis que tuvo el ex divisionario mientras veía una vieja pintura de San Miguel, que decoraba una esquina de la sacristía.

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Permaneció horas de pie. Nadie pudo apartar ni un milímetro a aquel hombre del objeto de su contemplación. Parecía una columna más, o que formaba parte de mismísima iglesia. Esa noche toda la comunidad tuvo sueños maravillosos y reconfortantes”.
También le vieron sostener luchas terribles contra invisibles demonios, que lo lanzaban contra las paredes como si fuese una pequeña pelota. Un día, un diablo, a la vista de todos, le chamuscó los libros y le rompió la nariz lanzándole uno de esos ennegrecidos libros a la cara.
Un día antes de Jueves Santo, nuestro hombre se afeitó muy cuidadosamente, se bañó largamente y se cambió de hábito. Después de comer, les dijo a algunos hermanos de la comunidad, “Bueno, ahora voy a dormir la siesta. Tal vez hoy sea un poco más larga de lo habitual”.
Todos se extrañaron un poco, pues aquel hermano no dormía nunca. Lo habían visto por la noche, revestido de una luz clara y sobrenatural, rezando en el claustro, sin parar nunca.
Cuando fueron a despertarlo, estaba muerto.
Un perfume divino a incienso y flores llenaba todo el monasterio.
Contra su pecho apretaba la tabla de un ángel guerrero, dulce y bello.
Nadie osó retirarle esa imagen.
Decidieron enterrarlo con esa misma tabla sobre su heorico corazón.

 

 

 

Autor: Juan Ramón González Ortiz

Ilustraciones:Quintín García Muñoz

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