LA GRUTA OSCURA, 5

 

 

Héctor partió a tierras lejanas. Aunque él mismo no se consideraba guía, parece ser que debía ejercer como tal. Pero... ¿guía de quién? le habría preguntado cualquier caminante que le hubiese contemplado hablar sólo por el camino.

-No... de nadie -habría contestado Hector - Al fin y al cabo actualmente ya no estaba mal visto hablar solo, antes sí, hace años se decía que aquellos que hablaban solos no estaban cuerdos. Ahora, nadie podría saber si llevaba un pequeño auricular y un minúsculo micrófono para hablar por el teléfono móvil.

 

Inició la subida de las montañas más altas que jamás a había soñado. Descendió al profundo valle que se extendía hasta otras imponentes montañas, y allí descubrió que la llanura estaba cubiera de millones de puntos titilantes de todos los colores, anaranjados, azules, verdes, amarillos limón... incluso blancos... Todos aquellos puntos parecían desplazarse hacia lo que semejaba una catarata de luz blanca que surgía de algún punto del cielo y desaparecía en la tierra.

 

Fue entonces cuando volvió a aparecer el monstruo de la gruta oscura. Caminaba a su lado. No decía nada, y sus colores habían cambiado. Desde la primera vez que lo había contemplado en la oscuridad, en el que los marrones y los verdes teñían su pie, pasando por los tonos más rosados y azules de la segunda ocasión, hasta convertirse en tonos blanquecinos, casi transparentes que tenía en este momento.

Se sumergieron en la llanura, se perdieron entre los millones de chispas danzantes que se acercaban al río de luz.

 

Unos fuegos peregrinos permanecían cerca de la catarata de luz que se movía desde el cielo a la tierra, pero ellos, junto a otros miles y miles, se vieron atraídos hacia el centro del haz luminoso y en espirales formadas por las chispas entraron en la luz brillante.

 

Había unas puertas doradas, grandes, abiertas de par en par, y caminaron por una calzada en la que imaginaban o veían grandes seres... tal vez eran los dioses...

 

Continuaron hasta donde ellos pensaron que estaría el Creador de este mundo, a juzgar por el resplandor. Se arrodillaron. En sus manos cada uno tenía un báculo que terminaba en una llama cristalina, o cristal de fuego.

 

Y seguramente, lo mismo que ocurrió a todas las chispas peregrinas, imaginaron que un fuego encendía su báculo mágico que les ayudaría a regresar al mundo de los humanos.

Segundos después, estaban en un lago dorado, donde dragones dorados e ígneos se zambullían. Ellos eran ahora dos dragones que tomaban el color dorado al sumergirse en el agua de oro.

 

En aquel instante, Héctor se despertó... No tenía picazón en la pierna. Estaba bien. Supo que había cumplido el pedido que se le había formulado. No volvió a escuchar los susurros... y ahora que no los percibía... se preguntó si en el futuro volvería a sentirlos... aunque le quemase el arpón de fuego que unía los mundos.

 

Texto e ilustraciones de Quintín García Muñoz

 

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