Una tragedia rural


Ahora que la plateada lepra de los años va llevando mi vida hacia su último suspiro, me doy cuenta de que cada vez recuerdo con más nitidez algunos acontecimientos de mi niñez que en su día yo tomé por simples anécdotas de mi vida, hechos marginales que tan solo colorearon una parte de mi existencia. Ahora veo con claridad que fueron sucesos nucleares, los cuales organizaron toda mi biografía. También me doy cuenta de que nunca jamás logré separarme del impacto de esos recuerdos que mi mente, inconscientemente, revivía una y otra vez, y que la fuerza de esas escenas y de esos actos fue semejante al poder de atracción que ejerce un planeta con respecto a su satélite: no le deja escapar del círculo en el que se extiende su poder.


Uno de los incidentes más importantes y más terribles de toda mi vida fue la ola de crímenes que, de repente, como nacidos del aire, surgieron en mi pueblecito natal. Yo, sin pretenderlo, jugué un importante papel en su resolución. Puedo decir que durante al menos un momento estuve en contacto directo con la fuerza más malvada y negativa que hay en este planeta miserable: el impenetrable abismo del mal absoluto. El mal total. El mal entendido como fuerza cósmica.
Aquellas muertes tan brutales arruinaron para siempre la existencia feliz y adormilada de nuestro sencillo pueblecito, y además trajeron el dolor, la locura y el resentimiento a muchas familias.
Nuestro pueblo a día de hoy es un lugar vacío. Todos los vecinos huyeron de la sombra errante del asesino y del horror de los crímenes. Ni siquiera los jabalíes, tan curiosos como son, se atreven a acercarse a ese lugar, como si una negra figura rechazase la inocencia y la alegría de los animales. Ni flores, ni abejas, ni árboles, ni siquiera plantas parásitas, hasta los pinos abrieron un arco en torno al pueblo….


Mis padres también se marcharon. Nos fuimos a la capital. Nuestra casa de piedra, cubierta de hiedras, musgo y líquenes, se vino abajo un buen día, cuando ya el pueblo estaba todo él abandonado.


Tiembla ahora la tarde solemne y clara, sopla el viento, libre, en la naturaleza desnuda del invierno, y la poca luz que aún platea en el oscuro y prieto horizonte de nubes parece que quiere huir antes de tiempo, trayendo de nuevo el estremecimiento de la noche invernal.


Voy a empezar con mi relato antes de que se apague el fulgor de la chimenea y la larga y fría noche ennegrezca el mundo y mi alma.


Recuerdo perfectamente cuando, en mi aldea infantil, desapareció el primer chico y también recuerdo cuando encontraron el cadáver.
Aquel día, el viento de otoño batía la puerta de mi casa. Era un sonido bello y dulce que me encantaba. Entonces escuché, las primeras conversaciones. Unos vecinos en voz baja comentaban que andaban preocupados porque un chico de la localidad, Alvarillo, de mi edad, todavía no había vuelto con las vacas. Era un hecho preocupante. Era difícil que hubiera caído por una sima, o que se hubiera despeñado al asomarse a los costillares de algún pico. Todos sabíamos ya lo que se podía y no se podía hacer en la montaña.

 


Pasaron los días y la desesperación fue aumentando. Alguien se trasladó al pueblo circunvecino y allí cumplimentó la oportuna denuncia en el puesto de policía.


Un equipo de investigadores llegó a nuestro pueblo. Empezaron a recorrer toda la montaña, uno de estos grupos contaba con un hermoso perro, negro y fuego, del cual bien pronto me hice amigo.

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Desdichadamente, antes de lo previsto llegó la nieve, que cubrió toda la naturaleza con una endurecida capa de frío y silencio. El campo, los árboles, los picos, el agua, hasta el aire, todo quedó inmóvil.


Los policías recogieron sus trastos y se marcharon, de vuelta a la ciudad.

 


El misterio del crimen taladraba las mentes y las almas de todos los vecinos. Los chicos del pueblo hablábamos frecuentemente de eso. Uno decía que había sido “Cara Tajada”, el herrero, porque era torvo y brutísimo. Otro decía, susurrando, que había sido el cura, porque los curas eran todos unos pervertidos. Yo apostaba por el posadero, al que apodábamos “el marqués de Cubas”.


Es terrible vivir en la sospecha y en la desconfianza. Es como una larva que va corroyendo el corazón.


La vida en el pueblo se fue envenenado. Todos cerraban la puerta de sus casas con doble cadena de hierro, y los que se iban a la montaña con las vacas llevaban consigo una barra de acero afilada y rematada en una aguda punta.

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Lo peor es que a la primavera siguiente tampoco apareció el cadáver.La pobre familia de Alvarillo, resignada y brutalmente sometida a la fatalidad del destino, incapaz de revelarse o de exigir justicia, con ese silencio de tumba que las gentes humildes guardan ante el dolor, abandonó el pueblo, para siempre.
Se fueron una madrugada, por el camino de los chopos, medio ocultos por la niebla, arrastrando los pies entre las hojas secas y tristes. Nadie fue a despedirlos. Solo yo los pude ver alejarse, mirando por la estrecha ventana de mi habitación, porque a pesar de mi juventud ya era insomne.
Dos años más tarde, apareció el cadáver. No estaba comido por las fieras, ni picoteado por los pájaros mi mordido con furia por los insectos.
Alguien lo había preservado en un arcón o en un baúl, o en una caja, y aunque esto no había frenado su deterioro, sí había logrado evitar la rápida destrucción que la naturaleza guarda para los cadáveres.
De nuevo vinieron más policías. Llegó también un juez para recoger el cadáver. Todos sabíamos que los padres de Alvarillo, en la lejana villa en la que moraban ahora, incrustados como los árboles que sobreviven entre el cemento y el asfalto, querían sepultar al hijo en la ciudad.
Es mismo año, otra vez en otoño, despareció otro chico. Le llamábamos Vinuesa, pues nunca supimos su nombre sino tan solo el apellido.
De nuevo se repitió todo el anterior desfile de policías, detectives e investigadores, pero esta vez fue más numeroso. Se podía palpar el desasosiego que vibraba en la mente y en el corazón de todos los vecinos, y también en los policías.
Entre tanto, las macizas espigas de maíz se levantaban doradas en los campos, pero nadie se atrevía a ir solo a cosecharlas. Se establecieron turnos de vigilancia, así todos se ayudaban entre todos. Un buen día me tocó a mí participar en una de esas patrullas. Mis padres no plantearon ninguna objeción. Entendían que era una obligación de todos para con todos. Alguien puso en mis manos una escopeta de caza. Me dieron tres cartuchos. Ni siquiera me enseñaron cómo se cargaba el arma. Y partí con ellos. Yo ponía cara de fiereza mientras vigilaba a los que estaban trabajando. La verdad es que mientras segaban estaban todos tan separados que fácilmente podrían haber desaparecido uno tras otro sin notar yo nada.
El pueblo ya cantaba coplas acerca de los dos crímenes, y se habían inventado incluso una antigua leyenda de rencor y venganza que explicaba lo que estaba sucediendo al presente.
Llegó el verano y apareció el cuerpo de Vinuesa, mordisqueado por las truchas en un remanso, entre las rocas del río.
Nuevamente habían retenido el cuerpo durante todo el invierno. Y lo habían liberado unos dos días antes de su hallazgo. Aún estaba en muy buenas condiciones.
La imagen de los peces, fríos y viscosos, entre las algas de gelatina, devorando la cara de Vinuesa me persiguió durante meses. Creo que a eso se debe mi actual repugnancia por los peces de río.
Su entierro en aquella plácida y rosada tarde de verano fue terrible. Cómo lloraban los padres. Aquellos gemidos eran tan hondos, tan llenos de furia y tan plenos de desesperación que parecía que iban a quebrar las cuatro columnas sobre las que descansa el universo.
La madre apretaba contra su frente los rizos rubios de su hijo que aún guardaba en un pequeño relicario de plata.
“¡Mi hijo, que era un San Luis!”, clamaba la madre levantando la cara pellejuda y seca al cielo azul de verano, mientras amenazaba al firmamento con sus enormes puños cubiertos de numerosas cicatrices. A su lado el padre, atontado y mudo, con la frente mirando al suelo, como un animal, llorando sin consuelo, era la verdadera imagen de la amargura y la desesperación.
Estos dos también se fueron.
Lo peor es que aún hubo otra desaparición más, y todavía otra más. Dos secuestros en el corto lapso de un mes.
Trajeron de una lejana universidad a una eminencia en criminología que se entrevistó con muchos de los vecinos. Naturalmente, no me llamaron a mí. Después me dijeron que ese sabio estaba haciendo “el perfil” del asesino, y que eso era fundamental para poder capturarlo. No entendí nada y, además, ni siquiera sabía qué era eso del “perfil”.
Los vecinos y los policías, todos, en general, sabíamos que esas dos desapariciones contaban como dos nuevos crímenes.
Cuatro crímenes en tres años.
En el pueblo, todos teníamos la sangre helada. Mi padre no se despegaba de la azada ni siquiera para ir a la iglesia.
Algunos habían malvendido apresuradamente las tierras, o el ganado, y se habían marchado.
El pueblo empezaba a estar maldito. Las noches se teñían de dolor y de opresión, y hasta el agua ya no corría en la fuente como antes, sino que ahora parecía que fluía monótonamente rebotando en la pila y en el abrevadero con un tañido sepulcral.
La ciencia, la moderna psicología y la labor de los policías no habían valido para nada.
Hubo una reunión en el Ayuntamiento.
Se decidió que permanentemente habría patrullas de vecinos y que nadie debía andar solo por ninguna razón, fuese la que fuese.
A mí me encuadraron en uno de esos grupos, con dos vecinos más. El alcalde estableció los turnos y todos nos comprometimos a obedecerlos a rajatabla.
Gracias a Dios, nuestra misión era ser uno de los dos grupos que constantemente debían recorrer el pueblo, calle arriba, calle abajo. No nos enviaron a los alrededores. Supongo que decidieron ese destino en virtud de mi edad. A las once de la noche se acababan las patrullas. Todo el mundo debía recluirse tras los muros de sus viviendas, con los postigos atrancados, la doble llave bien echada y las contraventanas cerradas.
Se desatendieron muchas faenas agrícolas y las vacas, las bellas y resplandecientes vacas, mugían hartas de que no se les cambiara a diario la paja de las cuadras.
Todos nos comportábamos como insensatos.
Un día un vecino, al ir al ayuntamiento para juntarse a su patrulla, encontró entre la espesa y blanca neblina, tumbando en el suelo gris plomizo, el cadáver de “Marinero”. Así llamábamos a aquel joven vecino, pues desde los trece años, antes de retornar al pueblo, había estado navegando en la marina mercante. “Marinero” también había salido de su casa para presentarse en el ayuntamiento. Murió en ese corto trayecto. El asesino, acercándose por detrás, seguramente sin hacer ruido, le había dado una profunda puñalada en la base del cráneo. El acero había entrado por debajo de la primera o segunda cervical hasta el centro de la cabeza.
Fue terrible.
Desde la capital vino un piquete de policías armados hasta los dientes que se dedicó a patrullar por la comarca y por nuestro atormentado y semivacío pueblo.
La casa del cura, la sacristía de la iglesia y un almacén de yesos sirvieron de temporal alojamiento para esos hombres. Respiramos un poco más tranquilos cuando vimos los brillos metálicos de las armas y de las bayonetas, caladas en las puntas de los cañones como si fueran los penachos de los heraldos de la muerte.
Naturalmente los crímenes cesaron.
Una mañana fresca y verde del mes de junio, alguien dijo que había visto entre los maizales a un “sospechoso”.
El pelotón de policías formó con rapidez y dirigidos por el alférez se dirigieron a los campos vecinos. Todos, hombres y mujeres, querían ver qué desenlace tomaban los acontecimientos. Yo estaba en casa, solo, separando las piedrecitas y las impurezas de un saco de lentejas, mis padres estaban en el huerto. Naturalmente, también quería ver lo más parecido que había soñado nunca a una operación militar.
Fui a mi habitación a ponerme las botas y recogí las lentejas que ya había examinado. Salí a la calle. Todo el pueblo estaba vacío.

En ese momento vi llegar corriendo a Julián, le temblaba el estómago, demasiado abultado porque era un tragón. Se paró frente a mí, incapaz de hablar, cuando por fin recuperó el resuello, me dijo: “Vengo del campo, tu padre me ha dicho que te metas en el pajar para estar seguro, pues tal vez hayan encontrado ya al asesino, pero este ha huido y nadie sabe dónde está”.
- “Qué asco”, dije yo, desilusionado y contristado al ver cómo se evaporaba mi sueño de ver la cacería del criminal, “vaya unos padres que tengo”.
- “Vamos ya”, dijo Julián, “tengo mucho que hacer”.
Fuimos corriendo hasta donde estaba el pajar, el cual quedaba muy cerca de mi casa. Julián abrió las pesadas puertas y entramos. De niño me había pasado muchas horas en el pajar jugando con los gatos.
La frescura, el silencio y la refrescante semipenumbra del lugar me agradaron mucho, sobre todo en una mañana de verano. Allí estaban las pacas de hierba seca apiladas unas encima de otras, también había sacos de pienso para las vacas y mil y un trastos inútiles abandonados por el suelo.
Al girarme hacia la puerta, vi que Julián la había cerrado y que estaba colocando una pesada viga de madera sobre sus soportes metálicos anclados en la pared para evitar que las hojas del portón se abriesen.

 


Entonces comprendí….
Un frío glacial como no os podéis ni imaginar se extendió por todo mi cuerpo.
Perdí el don de la vista y todo se nubló para mí.
El corazón se me vació de sangre y estuve a punto de caer al suelo.
Yo iba a ser el siguiente…
- “Julián”, acerté a decir, “eras tú”.
- “Sí he sido yo. Yo soy el criminal. Yo maté a todos. Odio la niñez. Odio la juventud. Odio la felicidad ajena. Estoy hecho de un barro mal cocido. Cualquier animal del monte es mejor que yo. Un corzo, un jabalí son más humanos que yo”.
- ”Pero, Julián, yo te he visto llorar en todos los funerales”.
- Sí, así era. Y lloraba de verdad, porque me apenaba ver a esos padres desesperados al ver muertos a sus hijos. Pero una furia más que satánica me corroe. No me han pegado de niño, nadie me ha violentado. Mis padres me amaron. Tenían bastante dinero. He tenido libros, buenas lecturas, muchos juguetes. Tuve Reyes Magos, cumpleaños, Primera Comunión, mis padres, mis amigos, todos me amaron. Pero tengo una mala simiente dentro. Sin que mis padres lo supiesen torturaba animales y los ahogaba. He ido a lo hondo de los barrancos, donde nadie me podía descubrir, y allí me entretenía a solas imaginando cómo podía martirizar a los seres humanos. A veces le abría la panza de un navajazo a cualquier inocente animal. O le rajaba el hocico o la joroba a una vaca. Después, como sois imbéciles, os quejabais de los lobos o de algún oso pardo. Pero yo soy peor que un lobo. Algo brutal me impele a matar y no voy a parar nunca. Cuando la oleada de sangre caliente me llega a la cabeza, me siento como inundado por un dios infame, oscuro, fortísimo y sanguinario. Algo entra en mí por la nuca. Entonces mi energía se acrecienta, y empiezo a tramar mi próximo crimen, y a merodear, sin comer y sin dormir. Deambulo por todas partes con los ojos cerrados, de forma automática, tan solo la furia asesina me mantiene en pie y me dirige como un sonámbulo sin que yosepa si me traslado por tierra, mar o aire. He matado por toda la comarca. Y también cuando estuve en la capital. Y también cuando trabajé en el extranjero. Me gusta matar. Me gusta matar. Me gusta matar, sobre todo jovencitos y no voy a dejar nunca de hacerlo”.
Era aterrorizadora la voz áspera y hueca de Julián, cuyo tono de normal era algo chillón, pues este hombre era más bien femenino, gordo y de anchas caderas.

 


- “Ahí, debajo de las pacas, está el cofre que yo mismo forré en plomo y cobre donde ocultaba los cadáveres. Tal vez tú acabes ahí adentro”.
Ya estaba frente a mí a dos pasos distancia. Yo estaba rígido, paralizado pues nunca en mi vida había estado frente al mal absoluto. Creedme si os digo que estar expuesto al mal total, al mal cósmico es algo capaz de dejar sin reacción, sin vida incluso, al más valiente. El mal absoluto tiene un poder magnético e hipnótico indescriptible, simplemente te deja congelado.
Rápidamente, pasando por detrás mío, me colocó la garganta dentro de la articulación de su brazo. Y empezó a apretar con fuerza. Yo luché salvajemente, como un poseso, como un animal malherido. Pateaba y sobre todo movía epilépticamente la cabeza para intentar liberar mi cuello de su abrazo. Julián sacó la mano que le quedaba libre y me la colocó en la cara, apretándola fuerte contra el otro brazo. Su mano abierta era tibia y blanda. Sus dedos cayeron sobre mi boca y mi nariz. Totalmente desquiciado, sintiendo ya los espasmos de la asfixia, mordí uno de esos dedos. Era el dedo meñique. Enloquecido y fuera de mí, clavé mis dientes en ese dedo. Mordí salvajemente la articulación. Sentí cómo mis dientes entraban en la carne y seccionaban los huesecillos de la juntura. Manó la sangre y noté su sabor metálico en la boca. Escuché a Julián gritando de dolor, y comprobé que aflojaba la presión, hasta que se separó de mí. De repente, noté algo suelto dentro de mi boca, algo que daba vueltas. Escupí aquel denso coagulo y vi que era el dedo meñique de Julián. Se lo había seccionado al nivel de la segunda falange.
Julián, trastornado por el dolor, horrorizado, cayó de rodillas al suelo, aullando. Yo me fui junto a la puerta y empecé a gritar como si hubiese perdido el juicio. De repente, desde la calle empecé a oír voces que se acercaban.
- “¡Qué pasa!, ¡quién hay ahí!”
- “¡Auxilio, ayudadme, estoy con Julián, él es el asesino, sacadme de aquí!”
Todos empezaron a golpear la puerta y a empujar con ánimo de romper la viga que bloqueaba la apertura. Oí cómo un vecino arrancaba un tractor y, de inmediato, embestía con él contra la puerta, que se abrió de par en par.
Todos entraron como una avalancha. Julián gemía en el suelo, buscando inútilmente su dedo. Todo él estaba cubierto por la sangre que chorreaba de su mano herida.
Nadie dijo nada. Ni una palabra. Ni una respiración.
Parecíamos un grupo escultórico.
¿Cuánto tiempo estuvimos todos así?
Por fin, el alférez de policía levantó a Julián del suelo. Los otros policías formaron en torno al criminal y se lo llevaron.
Esa misma tarde llegó un vehículo carcelario para llevar a Julián a la ciudad.
Todos nos congregamos para ver la última escena de tan horrible tragedia.
Julián tenía la mano vendada con una servilleta de tela blanca.
Después supe que al alférez lo ascendieron a un empleo superior.
Julián fue juzgado. Quiso renunciar a su defensa, pero el juez no lo autorizó. No abrió la boca durante el juicio. No dijo ni una palabra. Nada. Absolutamente nada.
Una mañana del mes de noviembre, una de esas mañanas limpias de otoño, una de esas mañanas frías que tanto aman las águilas de las montañas azuladas y eternas, ahorcaron a Julián.


TEXTO: Juan Ramón González Ortiz

Ilustraciones:Quintín García Muñoz

 

 

 

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