El agua milagrosa y los gusarapos

Autor: José de Uña Zugasti

(Del libro Cuentos de andar por casa)

 

 

 

 

Una de las distracciones en las tardes de verano era ir a coger moras a los zarzales de las callejas cercanas al Pueblo. Así que, aquel verano, cuando llegó la prima Teresita de la ciudad, salimos a coger moras.
Las ensartábamos en las ramosidades de las cañahejas ya secas, parecidas a sombrillas sin tela, con solo el entramado de varillas metálicas; aunque Joaquín, que estudiaba en Madrid, las emparentaba, en parecido, con esqueletos fosilizados de medusas preshitóricas. El caso es que los esqueletos de las cañahejas cubiertos de moras, reventonas y jugosas, las llevábamos a casa. Y Filomena hacía con ellas compota de moras. Joaquín, en privado, hacía un juego de palabras con el término culianio, “compota”, del que resultaba una palabra de las que no se podían decir.
Aquella tarde, la prima Teresita, sea por ignorancia, por glotonería o por hambre atrasada, llegó a casa con el esqueleto de cañaheja vacío. Durante el camino, se fue comiendo las moras, lo que sumado a las ingeridas directamente en los zarzales, suponía una considerable ración.
Antes de cenar le dieron los primeros retortijones. Estuvo entrando y saliendo del retrete del patio –el del servicio, para que mi madre no la controlara– las veces suficientes como para sí alertar a Filomena, quien al ver como su rostro viraba al amarillo, lo puso en conocimiento de mi madre.
Mi madre la examinó y al conocer de primera mano los síntomas, llegó a la conclusión de que era un “trastorno intestinal” –mi madre era así, incapaz de decir “entripado”–, y le aplicó el remedio: dieta absoluta y un vaso de agua de san Ignacio cada hora, hasta ver cómo evolucionaba.
Del último estante de la bodega pequeña –de la que solo ella tenía la llave–, bajó la botella de agua de san Ignacio. Le limpió el polvo y las telarañas, la descorchó, sirvió un vaso y lo dio a beber a la prima Teresita, quien tras “la ingesta” –según mi madre–, se fue directa a la cama. Y se quedó a la espera de resultados.
Esperábamos el postre el resto de la familia, cuando llegó Filomena, aspaventosa, con sofoquina, y le dijo a mi madre, en un aparte, por respeto a la mesa: “Señorita, la niña obra negro”.
-¡Defecaciones sanguinolentas! –exclamó mi madre, en los preliminares de un ataque melodramático.
-Pepa, no exageres –fue cuanto dijo mi padre, quien vio peligrar el fuen fin de la cena. Como efectivamente sucedió.
Joaquín fue el encargado de llevar recado urgente a don Daniel, médico y amigo de la familia.
Con la llegada a aquellas horas intempestivas de don Daniel, se revolucionó el cotarro familiar. Corrimos los pequeños tras la comitiva de los mayores, nos apostamos en la puerta de la alcoba donde la prima Teresita yacía, con la cama rodeada de bacinillas que Filomena había reclutado no se sabía de dónde, y retiraba a medida que la prima las iba utilizando.

 

El doctor ve que el agua no es potable


La auscultó don Daniel con el fonendo y le reconoció la garganta con una cuchara, lo que siempre nos producía mucha angustia a todos, menos a Marisita que la daban arcadas nada más verlo.
–¿Qué ha comido la niña, Pepita? –le preguntó don Daniel a mi madre.
–Lo que todos.
–Se ha atracado de moras –se chivó Marisita desde la puerta, medio ahogada.
–¿Y algo más?
–Y toma un vaso de agua de san Ignacio cada hora –siguió informando mi hermana.
Mi madre se resistía a dar esta información, dada la fama que tenía don Daniel de mujeriego, además de ateo, causa por la que no creía en remedios sacros.
–Déjame ver esa agua milagrosa –solicitó don Daniel con cierto retintín.
Filomena trajo la botella que, aunque limpia recientemente, conservaba, inmarcesible, la insobornable roña del tiempo.
Cogió don Daniel la botella. Se puso sus medias gafas de zapatero sabio de cuentos infantiles, y leyó la etiqueta pegada al cristal. Estaba hecha aprovechando una tira de papel de sellos, y podía leerse: “Agua de san Ignacio. 1935”, escrita con la cuidada letra inglesa con la que mi madre caligrafiaba como nadie. Jamás he visto letra más clara, perfecta, personal. ¡Ojalá hubiera sabido escribir con ella las páginas de la vida familiar!
Acercó don Daniel la botella a la bombilla de la lámpara de pie, y la giró varias veces, observando el contenido.
-¡Pepita!... Esto es una porquería. Lleva cinco años envasada. Se ha convertido en un foco de gérmenes… ¡Tiene hasta gusarapos!
Se levantó con decisión. Fue al baño y vertió el agua milagrosa en la taza del inodoro. Mi madre suspiraba, al borde del soponcio. Filomena, a escondidas, se santiguó al revés. Después de vaciarla, tiró de la cadena, volvió a la alcoba, le dio la botella vacía a Filomena y tomó asiento para rellenar la oportuna receta.
Joaquín, que estudiaba en Madrid, nos aclaró que los “gusarapos” son unos bichitos que se crían en el agua encerrada, por muy limpia que esté cuando se embotella. “Si los ves con una lupa, son parecidos a los caballitos de mar”.

Así que la prima Teresita y yo decidimos envasar agua en una botella, taparla, y esconderla en el “rinche” de la cuadra. Estábamos decididos a ver gusarapos, así que pasaran cinco años.
La prima Teresita se respuso de lo que fuera que tuviera. Pero, aquel año, volvió a la ciudad más flaca de lo que vino al Pueblo.
Con todo lo que pasó en los años siguientes, no volví a acordarme de la botella escondida en el “rinche” de la cuadra. Así que debe estar llena de gusarapos… Salvo que estos bichitos solo proliferen en el agua bendita.


Nunca sabré qué pasó dentro de la botella escondida. Pero he conocido a suficientes “gusarapos” como para saber la clase de bichos infecciosos que pueden llegar a ser.
¡Es una locura hacerse mayor!


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Ilustraciones: Quintín García Muñoz

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