El amigo de la prima Teresita
Autor: José de Uña Zugasti (Del libro Cuentos de andar por casa)
Nunca me tomé en serio a la prima Teresita, lo reconozco. No sé si por ser chica o por ser una chica de ciudad que venía al Pueblo como quien llega de una galaxia lejana. Nunca me la tomé en serio, hasta aquel verano en el que llegó a casa con su amigo.
-No cierres la puerta –me dijo-, ¿no ves que Yojar aún
no ha entrado? ¿Qué quieres, dejarlo en la calle?
Por más que miré, no vi a nadie más. Pero decidí
seguirle el juego.
-Perdona, chica –le dije, como quien reconoce un error involuntario.
Como fui el único miembro familiar que no obvió o, directamente,
se rió del amigo de la prima Teresita, acabó sincerándose
conmigo:
-Mi amigo Yojar es un ser venido del planeta U-230, que está a la derecha
de Ganímedes, según se mira al cielo, una noche estrellada.
Es buena persona, pero tímido, como son los de su raza…
Como me sorprendiera la jerga galáctica de la prima, dejé correr
el asunto, lo que bastó para ganarme su confianza. Con todo, era Filomena
la que menos crédito daba a sus ojos. Bastaba oírle decir a
Teresita durante la cena: “Ten cuidado Yojar, que la sopa quema”,
para que comenzara a santiguarse al revés muchas veces seguidas, mientaras
decía “¡La ha codigo la luna! ¡La ha cogido la luna!...
Pobrecita”. Tal era la desazón que le producía la amistad
de Teresita con Yojar, que se atrevió a decírselo a mi madre.
“ No haga caso, Filomena”, le despachó sus desvelos. “Los
niños necesitan, a veces, llamar la atención. Lo mejor es no
hacerle caso”.
–Pero ¿cómo no hacerle caso, señorita, si hasta
le pone cubierto en la mesa?
Vamos al cine
Cosa bien distinta acabó pensando mi madre la noche que fuimos todos
al cine La Torre a ver un espectáculo de magia. El cine era un cine,
sin duda. Con su pantalla grande, como una sábana tendida pero tirante;
las butacas abajo, arriba el Gallinero y, al fondo, la cabina de proyección,
desde donde Modestín “ponía” las películas.
Se llamaba La Torre porque estaba construido en el lienzo de la muralla donde había una atalaya, que eso era, por más que en el Pueblo le llamáramos “la torre”. Pues aunque era un “cine-cine” –como hay café-café–, de vez en cuando, el señor Pedro traía “espectáculos folklóricos, números de magia o géneros arrevistados”, según la nomenclatura erudita de mi madre. A estos últimos nos tenía prohibido ir por ser impúdicos y dar lugar a expresiones soeces salidas desde el Gallinero y dirigidas a las pobres chicas que debían ganarse la vida de manera tan poco digna. Ella decía “infame”. Yo no sé si mi madre sabía entonces, como yo supe después, qué hacían y con quiénes aquellas, en verdad, pobres chicas desde que acaba el espectáculo hasta que, de madrugada, cogían el autobús y seguían “turné”, así decía, a San Vicente o La Codosera, por lo general.
El cine-cine La Torre se convertía en teatro con tan solo retirar la
pantalla y colgar, en su lugar, un telón pintado. Aparecía entonces
un patio andaluz, o una playa tropical con palmeras cocoteras y hasta un barco
en alta mar, mecido por el vaivén de las olas y todo. Aquella tarde-noche,
una nueva dimensión del tiempo del espectáculo –así
rezaba en los carteles: “única sesión de tarde-noche”–
mi madre nos llevó a ver al “Doctor Muriel. Gran mago internacional”.
Lo de “llevarnos a ver” era la fórmula que utilizaba ante
mi padre cuando ella quería ir a algún sitio. “Voy a llevar
a los niños” –le decía, aunque nosotros no quisiéramos
ir.
Al entrar, la prima Teresita se detuvo delante del señor Vicente, el
portero, y muy en plan sota, advirtió:
-A Yojar no le has sacado entrada, tía.
-Anda niña, pasa –le ordenó mi madre con aquel aire suyo
para dar órdenes que parecía una invitación cortés.
-¡Tía, Yojar no tiene entrada! –insistió Teresita
en un ataque de honradez.
Mi madre, cerrando la comitiva de la fila familiar, le tendía las entradas
al señor Vicente, como un abanico abierto, pero pequeño.
–¿Qué dice la niña, doña Pepita? –preguntó,
extrañado, mientras cogía el abanico de entradas con una mano
y nos contaba ostensiblemente con la otra.
Marisita, Petrilla, yo, Juan, la prima Teresita y mi madre. Seis personas
y seis entradas. Joaquín no iba, porque ya tonteaba con las chicas
y prefería pasear. Y Antoñito se subía al Gallinero con
los amigotes para armar bronca y decir inconveniencias, simulando la voz para
no ser reconocidos.
-¡No le has sacado entrada a Yojar! –aseguraba la prima Teresita,
señalando ostensiblemente detrás de ella.
La cola, obstruida por la presencia de Yojar, se alargaba y comenzaba a impacientarse,
porque el señor Pedro ya había dado el segundo aviso y las luces
de la sala habían bajado de intensidad.
-Teresita, ¡pasa de una vez y cállate! –le ordenó
mi madre a punto de soponcio, al saberse objeto de la atención de medio
pueblo por lo menos.
-Que quede claro, que Yojar, se cuela –dijo, irreductible la prima Teresita.
Y entramos.
Pero al acomodarnos, vino la segunda parte de la función. Entre Marisita
y ella, la prima dejó una butaca libre, para ser ocupada por Yojar.
Gritos en el cine
Como solía pasar, aquellos “eventos fuera de programa”,
constituían un éxito de público. “¡Un llenazo!”,
en el decir emocionado del señor Pedro. Y , poco antes de apagarse
las luces y comenzar el espectáculo, llegó el matrimonio de
los Barrantes solicitando que nos reagrupáramos para poder ocupar sus
butacas. Y aquí empezó la “función” protagonizada
por la prima Teresita, teniendo a mi madre como artista invitada a su pesar.
-No podemos movernos –dijo Teresita–. ¿No ve que esta butaca
está ocupada por Yojar?
-Teresita, hija, córrete hacia acá y deja que estos señores
ocupen su localidad.
-¡Esto pasa por no sacarnos una entrada a cada uno! Ya te dije que no
era una buena idea “colar” a Yojar… Ahora te tocará
tenerlo en las rodillas toda la función.
Y cogiendo a su amigo Yojar, lo sentó en las rodillas de mi madre y
ocupó la butaca que acababa de quedar libre. Mi madre se acomodó
a Yojar sobre su regazo. Yo vi el gesto que hizo. Así fue como mi madre
vio la magia del Doctor Muriel con el amigo de la prima, en las rodillas.
Tal vez por eso, durante toda la función, tuvo la cara de fastidio
que tuvo.
Se apagaron las luces de la sala. Sonó la fanfarria y entró
en escena el Doctor Muriel, prestigioso mago internacional. Acabó la
presentación prometiendo hacer desaparecer un burro, “delante
de los atónitos ojos de los espectadores”. El burro resultó
ser el “semental del tío César”, lo que levantó
varios comentarios de los considerados por mi madre como “expresiones
soeces propias de gente bárbara”, como lo eran los espectadores
del Gallinero, por más que, entre ellos, estuviera su hijo Antoñito.
El truco de la desaparición del semental resultó ser un fiasco
y dio lugar a comentarios de la más variada catadura. El Gallinero
se incendió con lo pitada y se vino abajo con la pataleta. Resultaba
más fácil presentar en familia a un amigo como Yojar, que hacer
desaparecer al burro del tío César. Al parecer.
Tal
y como empezó a ponerse el panorama, no resultaba seguro que la prima
Teresita viajara al Pueblo. Así dejé de saber del amigo Yojar.
No sé si creció, o si desapareció. Si se hizo republicano
o se sumó a los rebeldes. Es lo que suele pasar con los amigos de la
infancia; que de una manera o de otra se van, desaparecen, como si nunca hubieran
sido de verdad, como si solo hubieran sido una ilusión infantil que
se va muriendo con la edad.
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