El
Aprendiz de Mago
El
abrazo de luz
Prólogo
al siguiente grupo de narraciones fantásticas con el encabezamiento:
El
aprendiz de Mago
Tal vez una de las prerrogativas más hermosas de un escritor sea
la facultad de crear un mundo en el que el pasado, el presente y el futuro
se superponen. Es realmente maravilloso utilizar a la vez hechos acaecidos
en nuestra niñez, acontecimientos ocurridos en nuestra madurez
y ficciones imaginarias que nunca ocurrieron. Cuando todo se amalgama
en una unidad, quizás, el creador literario se acerca maravillado
hasta el velo que cubre el origen y creación de nuestro Universo.
Se da cuenta de que imitando a la Mente Universal, disfruta de algo parecido
a lo que se menciona en algunos lugares como “El Eterno Presente”.
La ficción y la realidad están tan entretejidas en estos
relatos, que solamente ese atributo humano denominado como “corazón”
podrá intuir o atisbar lo más importante y esencial. A veces
todo es imaginado y en otras ocasiones, hay más realidad de lo
que se dice, pero que como es lógico, solo queda para aquellos
que crean verdaderamente en la práctica de la creación mental,
denominada por algunos magia, y que se desarrolla en un mundo de energías
que continuamente nos rodean y atraviesan sin ser, la mayoría de
las veces, capaces de percibirlas.
El autor comprende que él mismo es un aprendiz en el esoterismo,
y que no se puede comparar con escritos sobre el género, pero de
la misma forma puede asegurar que en los capítulos relatados hay
conceptos de verdadera magia, lejos de las rocambolescas, típicas
y exageradas imágenes a las que nos tienen acostumbrados algunas
novelas del género.
Apreciado lector, si estas sencillas construcciones mentales, te sirven
para ascender un simple peldaño en nuestro progresivo crecimiento
hacia ese sublime destino asignado a los seres humanos como es la creación
de mundos, el objetivo habrá sido conseguido.
Hace mucho tiempo ya que podría
haber ocurrido en un pueblo de Aragón, donde todavía las
cigüeñas vivían en un enorme nido sobre la alta torre
de la iglesia, y cuyas cuatro campanas oteaban el horizonte. Desde tan
privilegiado lugar se podía divisar al Este, algo que los mayores
denominaban Las Sardas, y que para los pequeños no era nada más
que donde, a veces, iban sus padres a trabajar,con las alforjas y la hoz
atadas a la bicicleta, o a “vendemar” (vendimiar). En dirección
Sur estaba el Cucutero, montículo donde se decía que habían
habitado unos pájaros llamados Cú-Cú. Si era verdad
o no, daba lo mismo, pues, para la mente de todos los muchachos de Las
Escuelas, era dogma de fe. Al Norte la Loma Rajada, casi unida por el
“puente de los árabes”. Ahora se hace extraño
que hubiese allí algo construido con piedra blanca y argamasa desde
hacía ya ochocientos años o más. No solo por el atractivo
hecho de su antigüedad, sino por la inconsciencia absoluta con la
que los niños utilizaban el término “puente de los
árabes”. Podría decirse que esa candidez infantil
era significativa y simbólica respecto a las ocasiones en las que
se emplean palabras cuyo significado no se aprecia por completo. Al Oeste,
las lomas y el monte, cuyos pinares llegaban en otro tiempo, de acuerdo
a lo que decía Don Mariano, hasta las mismas eras, donde únicamente
se guardaban aperos agrícolas que ya no se aprovechaban para trillar
la mies.
Pero realmente, el campanario era, para nuestro aprendiz de mago, un lugar
donde el corazón parecía querer escaparse de su sitio. Desde
el pequeño alfeizar, observaba a los feligreses que salían
de la iglesia como diminutas hormigas, y cuando las campanas volteaban
a enorme velocidad, impulsadas únicamente por las manos y el valor
del coadjutor, formaban turbulencias en el aire, así como un tañido
ensordecedor. Es difícil describir la sensación de temor
que producía la estadía en aquel lugar. Sonido, viento,
imponente fuerza de la campana volteando, vibración, vértigo...
Y añadir a todo ello la sensación de la pisada sobre delgado
suelo, quizás hecho con machihembrados, que era como si se encontrase
encima de un papel de fumar, y que en cualquier momento caerían
todos por el interior de la torre.
Juan conocía casi todos los recovecos de la inmensa iglesia. Incluso
un pequeño cuarto oscuro que nadie utilizaba, y que se encontraba
situado justamente encima de una pequeña cueva. A causa de unas
obras en el jardín anexo a los viejos muros laterales, los chavales
pudieron acceder a aquella concavidad y en su afán de descubrir
tesoros, consiguieron extraer algunos huesos de muerto y algún
pedazo de calavera.
El día que le correspondía tocar a misa, un escalofrío
recorría su columna.
Escaleras
al campanario
-Ya sabes, Juan, -decía el “arcipreste”-solo tienes
que subir hasta donde llega la cuerda. Tiras de ella doce veces.
-Sí, Don Antonio-contestaba con voz temblorosa el niño
de siete años.
Una bombilla de tenue y sofocado color amarillento, adornada con telarañas,
iluminaba el largo pasillo desde el que se iniciaba el primer tramo
de escaleras hacia el campanario.
El hombrecito escrutaba todos los oscuros rincones temiendo ser testigo
de la aparición de alguna ánima vagabunda, y al regresar,
bajaba los escalones de tres en tres como alma que lleva el diablo.
La sacristía era gigantesca. Unos diez metros de altura y veinte
de anchura como de longitud. Amedrentadora a causa de sus gigantescas
y “tenebrosas” pinturas, casi todas ellas de tonos extremadamente
oscuros. Había dos enormes espejos en la parte frontal de la sala
que transmitían una sensación de mayor profundidad y añadían
más temor a la mente del niño.
-¿Te imaginas que al mirar por el espejo apareciese drácula?
-se decía a sí mismo, mientras un ligero escalofrío
le recorría la columna.
Huérfano de madre, y sin apenas poder ver a su padre, que estaba
siempre trabajando, pasaba muchas horas en la iglesia. La misa de las
siete de la mañana, de las ocho de la tarde, el rosario, bodas,
entierros, bautizos...
Entre la escuela, la iglesia, jugar al balón y hacer cientos de
travesuras, como sustraer caramelos del tarro de cristal de la tienda
de ultramarinos, mangar mengranas (granadas) en el escorredero, quemar
algún ribazo, tirar piedras a la banda enemiga, lanzar flechas
con el arco, hecho con una rama verde de sauce o de chopo y una cuerda,
transcurrieron los inocentes, inconscientes, largos, y en general felices,
días de su niñez.
Pero cada cierto tiempo, le embargaba la melancolía, que borrosa
y difuminadamente relacionaba con la carencia de una madre.
En ocasiones la imaginaba haciéndole cariñitos, repeinándole
el flequillo, poniéndole guapo para ir el domingo a misa, planchándole
la bata del colegio. Incluso saboreaba el arroz con leche y las natillas
que habría hecho para él.
Ocurrió en un maravilloso diecinueve de noviembre. Juan recordaba
la fecha porque era el cumpleaños de un amigo y le había
invitado a un merengue con regaliz.
Como todos los días, salió de la sacristía, justo
delante de mosen Antonio, quien, según escuchó a su padre,
era un cura muy serio, casi adusto, pero de una rectitud intachable. A
la izquierda, en los primeros bancos, cerca de una columna, había
una señora a quien no había visto nunca. Alta, elegantemente
vestida y que cubría su cabello moreno con un velo de color lavanda.
Juan se ruborizó. Durante las salves y las jaculatorias, no pudo
dejar de mirarla. Y cada vez que sus ojos se cruzaban era como si una
descarga eléctrica le atravesase desde la cabeza a los pies. Sensación
que se fue difuminando hasta que por fin, ambos comprendieron lo que realmente
sentían sus corazones. El afecto de una madre por el hijo que nunca
había tenido y el cariño de un muchacho por la madre que
había fallecido justo al nacer.
-¡Mi niño!- exclamó en voz baja aquella señora
del velo azul.
-¡Mamá!-Respondió casi inconscientemente Juan.
Transcurría el largo y frío invierno. Ambos se miraban esporádicamente
y mezclaban en sus corazones un amor de fervorosa devoción religiosa,
y un infinito deseo de compartir afectividad y cariño.
-¡Madre Inmaculada!
-Ruega por nosotros
-¡Madre de Dios!
-Ruega por nosotros
Juan había cambiado la dulce y abstracta imagen de la Virgen por
el cálido y acogedor rostro de la señora Isabel.
Debió ser durante alguna tarde fría de febrero, en la que
el cierzo tenía helado y atenazado el corazón de los escasos
feligreses asistentes, cuando sucedió algo maravilloso. Juan imaginó
una vez más que bajaba del altar principal, cruzaba la nave central
y acercándose a ella, la abrazaba y le susurraba:
-Mamá. ¡Cuánto te quiero!
Casi al instante, al figurarse que reposaba la mejilla sobre el maternal
pecho de doña Isabel, sintió latir el corazón de
la dulce dama. El cálido ritmo estremeció su oreja y notó
que la cara le ardía. En unos breves segundos, que le parecieron
interminables, todo su ser infantil y necesitado se colmó de inmenso
amor y para un verdadero vidente, de un resplandor dorado.
Mil veces más caminó imaginariamente hacia ella, y mil veces
más calmó su necesidad de afecto hasta el punto de amarla
como a su verdadera madre.
Pensó que era totalmente natural que aquello ocurriese, es decir,
que las personas pudiesen "caminar" o "desplazarse"
con su imaginación.
Texto e ilustraciones: Quintín García
Muñoz
A
La Cueva de los Cuentos
PAGINA
WEB DEL MAESTRO TIBETANO Y ALICE ANN BAILEY
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