El Aprendiz de Mago El abrazo de la oscuridad
Eran cuatro futuros seminaristas y Don Alfonso los que habían sido invitados a merendar por doña Isabel. Los cinco caminaban por un estrecho y largo callizo de los peregrinos en aquella tarde de verano. El corazón de Juan rebosaba de felicidad al saber que vería de cerca de a “La Señora de dulce mirada”
El muchacho apenas entendió la ironía. Solo se concentró en coger con la mano la aldaba y golpear dos veces de forma relativamente suave. Nadie contestó.
Y después de haber propinado dos nuevos golpes , se oyó a lo lejos una voz.
Todos se ubicaron con cierta retraimiento. Muchas veces habían pasado por delante de aquella casa. Su fachada y lo que representaba les causaba enorme respeto. Y ahora se encontraban allí dentro, como felices y agraciados invitados. Por fin le llegó el turno a Juan, y Doña Isabel le puso con enorme delicadeza un gran tazón de chocolate.
Los bizcochos fueron menguando mientras los chistes y las bromas alegraban aquella apacible tarde. Cada vez que Juan hablaba con doña Isabel era lo mismo que realizar el sueño más anhelado de su vida. Hablar con su madre. En lo más álgido de la alegría y del gozo, apareció el marido de nuestra amable anfitriona. Cuando entró y les vio sentados , merendando y riendo a carcajadas, frunció el ceño y con rabia contenida acertó a decir:
La cara de doña Isabel se quedó blanca. En pocos segundos una tristeza infinita cubrió su mirada y Juan sintió tanta compasión que rápidamente imaginó que la abrazaba y entregaba su cariño y al instante sintió que el cuerpo se le llenaba de “serpientes” de color oscuro. Se quedó blanco y frío como una losa. El mosen se despidió aceleradamente, dando la mano a don Luis mientras miraba compasivamente a su esposa.
Juan se durmió y soñó con millones de culebras. Serpientes de todos los tipos y tamaños. Daban vueltas por la habitación. Se deslizaban por el techo, por el suelo, le envolvían, y hasta las sentía dentro de él. Era imposible que pudiese haber más ofidios entre aquellas cuatro paredes. Serpientes en sueños.
En mitad de aquella terrorífica noche, vino una hermosa hada blanca. Y Juan tuvo la certeza de que era “Su Virgen María” , ”La Señora de dulce mirada”. Se sentó a su lado y acarició la sudorosa y caliente frente del niño; le colocó unos paños de agua fresca que calmaron la fiebre y por último le dio masajes en el pecho del muchacho. Las manos eran blancas y parecían que se alargaban de una forma cariñosa. Sentía cómo si en el interior de sus pulmones, millones de hebras doradas estuviesen vivas. Como si unos diminutos fuegos artificiales le explotasen en su interior causándole un cosquilleo incesante. Aquellas caricias, cual dulce bálsamo, aliviaron el dolor del pequeño. Y las serpientes fueron transmutadas en un hermoso jardín. En él había toda clase de flores y aromas. Las mariposas revoloteaban sobre los refulgentes rosales y millones de chispas multicolores flameaban en el aire por encima de un pequeño lago, hasta perderse zigzagueantes en dirección de un arroyo que se difuminaba en la lontananza.
Juan cerró los ojos con inmensa felicidad. Ya no estaba solo. Su amada madre estaba ahí. Y soñó que se convertía en neblina blanca que se deslizaba por mundos de cristal brillante y ella siempre le acompañaba de la mano. Por fin llegaron juntos a un mundo de luz y cuando entraron en él, todo se tornó blanco.
El pequeño abrió los ojos que quedaron deslumbrados por un rayo de luz que entraba a través de la estrecha ventana, Se sintió estupendamente, recordó a su “amada señora de ojos compasivos”, sonrió y contestó inmensamente feliz.
El niño observó cómo su padre salía de la habitación rumbo al trabajo y se volvió hacia él.
Juan le miró sonriendo. ¡Estaba tan inmensamente feliz!
Y todavía su padre se acercó de nuevo al niño para abrazarle cálidamente y besarle.
El muchacho se levantó rápidamente. Anhelaba ir a misa. Deseaba ver la cara inmaculada de su señora. Se vistió a toda velocidad y corrió tanto como le daban de sí las delgaditas piernas. Los adoquines de la calle eran agradables bajo sus pies. Se sentía fuerte al dar unas zancadas tan enormes. Tocó con la mano los ladrillos de la Iglesia, luego la verja negra. Abrió la puerta y tomó agua bendita de la pila, sonrió al monaguillo de cartón, avanzó casi de puntillas sobre la tarima que crujía. Las viejecitas sonrieron al verle pasar. Faltaban unos metros para poder ver si ella estaba como siempre junto a la columna. Entró en la sacristía y allí le esperaba mosen Alfonso.
Ambos, monaguillo y cura salieron hacia el altar. Ella le sonrió con inocente amor, y Juan la “abrazó” mientras le “decía” “¡Mamá, cuánto te quiero!”
Texto e ilustraciones: Quintín García Muñoz
CUENTOS ILUSTRADOS
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