Los errores del mago

El Aprendiz de Mago (3)

LA CUEVA DE LOS CUENTOS

Fiestas del pueblo


Juan había pasado varios años fuera su tierra amada. Tal vez había pocas personas que hubiesen caminado tanto como lo había hecho él por sus polvorientos caminos. Seguramente se podrían contar con los dedos de la mano, aquellos que habían meditado tanto como él entre los romeros y tomillos cercanos a su ciudad. Desde los montes, yermos y resecos, pasando por los humedales de los galachos cercanos al río, los frágiles pinares, las altas planicies limítrofes. Bajo el implacable sol de verano y el helador cierzo de invierno; entre la densa niebla que cubría de carámbanos los matorrales y se abría paulatinamente a la influencia benéfica de nuestro Sol, o bajo las suaves gotas de lluvia tan bien recibidas en esos páramos desérticos. Pero, por motivos laborales se vio obligado a sentir el sabor amargo de la emigración a un país lejano y extraño.


Por fin se encontraba sentado en una de las innumerables mesas que cubrían la calle mayor de su pueblo. Engalanada con multicolores banderitas como era la costumbre en las fiestas del santo patrono. Calamares a la romana, gambas a la plancha, olivas, berberechos, mejillones, navajas. Aunque, cosas sencillas, todas ellas despedían un exquisito aroma, especialmente para el que en ocasiones se había tenido que conformar con un simple mosto.

la cueva de los cuentos

Aprendiz de mago


Apenas había alguien del pueblo que le reconociese debido a la poblada barba que cubría su conocida cara de niño. Ese anonimato le permitía saborear con especial intensidad aquellos momentos festivos. Se remontó a la inocente época en la que perseguía a las niñas con una pistola de agua por toda la Plaza de España, mientras tocaba la banda del pueblo. Recordó el desencanto que le invadió el día que suspendieron el baile de la noche porque se había muerto Juan XXIII. Rememoró el aroma que desprendían las canastas llenas magdalenas y encanelados recién hechos y que algunas vecinas sacaban del horno de leña.
En unas mesas cercanas había un grupo de personas hablando animadamente. No había reconocido a Isabel entre ellas, pero un escalofrío le recorrió la espalda y una inmensa alegría colmó su corazón cuando los ojos de “Su dulce señora” se posaron en los suyos.

la cueva de los cuentos

En el bar del pueblo


Y entonces ocurrió algo que reinició una olvidada relación. El marido de Isabel comenzó a burlarse socarronamente de ella. Entre broma y broma le lanzaba palabras envenenadas y llenas de odio. Juan que disimuladamente estaba escuchando todo, se encolerizaba por momentos. La ira se estaba apoderando de su tranquilo y sosegado corazón, y el recuerdo de lo ocurrido hacía tantos años en la casa de su “Amadísima Madre”, le estremeció hasta tal punto, que visualizó durante varios minutos una nítida escena en la que su fuerte mano propinaba un soberano “tortazo” a aquel impresentable.


Sabía que tenía una enorme fuerza mental y que de seguro le llegaría el escarmiento para callarle de una maldita vez. Pero, el resultado fue mucho más terrible, e imprevisto de lo planeado.


En unos segundos, Isabel gritó:


-¡Cállate ya por favor! –algo inaudito en aquel bondadoso ser y todavía más porque ocurría en público.


Y sin mediar un segundo, el marido dio delante de los asistentes un terrible “tortazo” a su amadísima señora, quien, envuelta en amargas lágrimas se levantó y corrió inmensamente avergonzada y humillada hacia su casa.


-¡Perdoname! –gritó el inconsciente y arcaico de su marido- ¡No sé que me ha pasado! ¡Es como si no fuese yo mismo! ¡Estaba enajenado!


Ella no le oyó, sin embargo, Juan escuchó todo, y comprendió que con casi total seguridad había sido su ira la que había provocado aquel terrible altercado. Por un lado había enardecido a Isabel y le había incitado a sublevarse contra una situación vejatoria a la que siempre había estado sometida, y lo que era peor, su visualización había influido en la incontrolada respuesta de su marido.Estaba visto que era difícil encauzar la energía. Una vez desbordada podía causar graves e inesperados destrozos.

Juan quedó profundamente preocupado. La libertad, el mayor bien de los seres humanos, no parecía una prerrogativa de su “amadísima madre la de los ojos misericordiosos” que le acunó en su niñez.

 

Texto e ilustraciones: Quintín García Muñoz