El
hombre de hielo
El hombre
de Hielo
Duro
como una roca
un hombre se creía.
Frío como un témpano
a sí mismo se suponía.
Año
tras año,
lustro tras lustro,
para su corazón
ya nada existía.
Ni triste disgusto,
ni gozosa alegría.
Causa
lejana
la muerte de su amada,
de sus hijos
y familia cercana.
El puño al cielo elevó
con amenazas
e improperios,
y para siempre juró
ser enemigo
de Dios
y de su Reino.
Por
donde
pasaba
todo lo arrasaba,
si en su mano
estaba.
De
los jardines,
las flores
de todos colores,
violetas, jazmines
y de las rosas
sus olores.
A
aquellos, que ociosos
por las calles
caminaban,
en maldecirlos
no tardaba
Hacia
empresas
y fábricas,
tuburios
y tascas,
su alma
odio
rezumaba.
La
Tierra
exterminar
quisiera,
limpiarla
de mala
hierba,
aunque
ninguna
para él
era buena.
Y
así, su vida
se fue limitando,
nadie quedaba
para él,
sano.
El
dolor
no le traspasaba,
ni éste era capaz
de aportarle nada.
Más bien
su alma,
del mundo
más se separaba.
Sin
remedio
el hielo
su cuerpo
había cubierto.
Cerró
los puños
con gritos
y amenazas
y como
nadie le respondía
peor se encontraba.
A
lo lejos,
en la penumbra
del atardecer
a alguien le pareció ver
y se propuso
ser ,
que de costumbre,
más cruel.
Paulatinamente,
el hombre que
de lejos lo parecía,
en un niño
convertídose había.
Y
cuando el
desconocido
hasta él llegó,
todavía
más helado
le dejó.
Era
un niño
de rostro
conocido.
Mucho más
que eso,
más bien
era amigo.
Por más señas
él mismo.
Señor,
le dijo,
ayúdeme,
le necesito.
Y
el hombre
de hielo
despertó
de su largo
sueño.
De
rodillas
se inclinó
y con
todas sus
fuerzas
al niño
abrazó.
Mi
niño,
déjame
que te dé
amor.
Tú eres yo.
El niño le miró,
de sus ojos
una lágrima salió.
Del
hombre
el velo se rasgó.
El
niño,
en su corazón
se acurrucó.
El
hombre de hielo
que tan duro se creía,
se deshizo
como la nieve
al mediodía.
El
terrible hombre
que tan fuerte
se adivinaba,
se dobló
como
un junco
ante una espada.
Y
esta es la historia
de ti y de mí,
a quienes falla
la memoría
de que un día
niños fuimos,
y jugábamos
en una noria.
A
veces
nos envolvemos
en una costra,
pero no importa,
el amor
de su interior
imparable brota.
Autor: Quintín García Muñoz
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