El corazón de un ángel

 

 

I

         Hace mucho tiempo yo era otra persona. Quiero decir figuradamente. Si bien es cierto que podrían servir esas palabras para definir a quien durante tanto tiempo no apreció suficientemente el órgano más maravilloso y esencial que tiene el ser humano.

 

CORAZÓN DE UN ÁNGEL

 

         Me levantaba a las cinco y media de la mañana, me aseaba y velozmente preparaba las ropas de mis dos hijas y mi marido. Después iba a la cocina para dejar el almuerzo hecho, y si me sobraba tiempo, planchaba. Corriendo, me vestía, tomaba una taza de té, daba un beso a Anita y Carmen, y gritaba desde la puerta del dormitorio al “perezoso” de mi marido.

         -¡Vamos! ¡Es la hora!

         Tomaba el ascensor, terminaba de pintarme los labios y los ojos, mientras descendía desde el séptimo piso al garaje; abría la puerta del automóvil, me sentaba al volante, y  a la vez que  me enfundaba el cinturón de seguridad, arrancaba el coche, y con la boca pulsaba el mando a distancia para que se abriese el portón de la calle.

         Antes de salir a la avenida central de mi ciudad, debía mirar muy bien. Los  coches venían a más de setenta por hora, a pesar de ser obligatorio no exceder el límite de cincuenta.

         Aceleradamente debía incorporarme  a la circulación, pues cuando el semáforo anterior detenía el flujo principal de la circulación, por la izquierda se lanzaba una gran cantidad de vehículos invadiendo el carril al que debía acceder. Así es que, apenas tenía unos cinco segundos libres  antes del cambio del color del semáforo.

         Aún no se habían conseguido en la empresa unos minutos de flexibilidad de horario de entrada, y eso que era puntera en el desarrollo de software informático. Es decir, que se consideraba como “el no va más” de la modernidad empresarial y de las tendencias progresivas  hacia la conciliación familiar.

Cuando llegaba a mi mesa, el Jefe del departamento ya me estaba esperando, impaciente, porque había sobrepasado sesenta segundos, la hora de entrada, según el reloj de la lujosa oficina. En  invierno me quitaba a toda velocidad el abrigo, lo tiraba a un asiento cercano, me sentaba delante de la computadora, me inclinaba hasta poder meter la cabeza debajo de la mesa y encender el interruptor de la excelente máquina que ya tenía 512 MB de memoria RAM.

         -¡Emilia!

         -¿Sí?

         -Como siga así, tendré que tomar medidas correctoras.

         -Lo siento. Es que el tráfico…

         -Siempre me dice lo mismo. Debería fijarse en sus compañeros que llegan cinco minutos antes.

         -Lo…sien…-iba a disculparme de nuevo, pero el jefe no me dejaba.

         -Bueno. Basta ya. Pase a Word la propuesta comercial del nuevo programa contable.

         -¡De acuerdo!- susurraba entre dientes.

         Después de una hora, cuando había conseguido la tranquilidad, me venía a la memoria que las niñas me habían rogado que asistiese a la función de teatro, o que  la exhibición de gimnasia rítmica, o que era el día de la  tutoría, o que había que preparar el cumpleaños, o que debía resolver un problema con el contador del agua, o se había estropeado la lavadora, o mil pequeños problemas domésticos propios de una familia.

         -Tal vez debería ayudarte un poco tu marido -me decía de vez en cuando Juan.

         -Nooo. Si él me ayuda -disimulaba yo-. Va a buscar a las niñas a la parada del autobús del colegio y les da la merienda.

         Mi compañero de trabajo me miraba, y no quedaba muy convencido de que así fuese.

         El único tiempo libre que tenía en el trabajo era para almorzar, pero lo hacía lo más rápidamente posible para terminar cuanto antes e ir a recoger a mis hijas.

         Salía a toda velocidad, subía al automóvil y volaba con las dos pequeñas a preparar la cena y terminar las labores del hogar.

         A las veintitrés horas y treinta minutos me iba a dormir. Caía como un tronco encima de la cama.

         Mis sueños eran ajetreados. Se me había estropeado el coche y salía corriendo para alcanzar el autobús. Por fin  tocaba el despertador, dejaba de desperdiciar mi tiempo durmiendo y comenzaba un nuevo día, de iguales características que el anterior.

         Y lo curioso es que era feliz.

         Pero…un esplendoroso día de primavera, me desvanecí sobre el volante y fui a empotrarme contra una farola. El corazón me había fallado. Pertenecía al diez por ciento enfermos del corazón cuyo único síntoma es un simple desfallecimiento.

 

 

 

 

 

 

 

 

   

 

II

         El sol de la mañana entraba a raudales cuando abrí los ojos de nuevo. La ventana estaba de par en par y unos pajarillos cantaban en un parquecito cercano. Mis hijas se acercaron y me dijeron:

         -Mamá.

         Extendí el brazo que no tenía gotero y las estreché contra mi corazón, y yo exclamé.

         -¡Mis niñas!

         Luego se acercó mi marido. Me ofreció una pequeña maceta con hermosas violetas y con lágrimas en los ojos me dijo que me amaba.

         -Vamos. Ya está bien-dijo un enfermero alto, moreno y de ojos risueños.

-Contemplé su rostro. Y tal vez fue por la debilidad extrema en la que me hallaba que me pareció que resplandecía.

-Ahora, dejen que esté tranquila.

Mis padres también estaban allí, a mi lado. Sonrieron y los cinco salieron de la habitación.  Las lágrimas rodaron por mis mejillas, y sentí la calidez del amor de mi familia, pero hubo algo en el ambiente, algo importante, que no supe definir, hasta pasados unos días.

-¿Cómo se encuentra Emilia?-me dijo con voz cariñosa el enfermero.

-Creo que bien.

-Ha tenido suerte.

-Qué me ha pasado. Apenas recuerdo que estaba en el coche entre el  bullicio de la circulación.

-Ha tenido un infarto de miocardio.

-¿Y? –pregunté un poco alarmada, esperando lo peor.

-No se preocupe. Afortunadamente tiene un corazón fuerte y apenas se ha dañado.

-¡Ufff!

Suspiré aliviada.

-¿Y cuándo saldré?

El enfermero sonrió.

-¿Por qué sonríe?

-Casi no ha salido de una y se quiere meter en otra.

-Es que tengo muchas cosas que hacer. Mis niñas,  mi marido, mis padres… -dije automáticamente, si bien con poca fuerza.

-Seguro que les ama-dijo el enfermero

-Sí. Mucho.

-Evitar que le vuelva a dar un infarto  es la mejor manera de amar a sus seres queridos. ¿No cree?

-Es verdad.

-Y si sigue así, tal vez le de uno tan fulminante que no pueda ayudar a que sus hijas se hagan unas mujercitas.

-¡Por Dios! ¡No vuelva a decir eso!

 

 

   

 

-Hay veces en las que el ser humano no puede hacer nada por su salud. Pero en el caso de usted, si se cuida tendrá una vida prolongada y feliz.

-Menos mal. ¡Me habían asustado sus palabras!

-¿Entonces se cuidará?

-Sí. Por cierto, ¿cómo se llama?

-Rafael.

-Que nombre tan bello.

-Sí. Tengo nombre de arcángel.

-Es verdad-contesté anonadada por la belleza de su rostro en la que apenas había reparado.

-Le voy a decir un secreto Emilia.

-Sí dígame, Rafael.-entoné su nombre con gran cariño.

-El corazón es un órgano maravilloso. No solamente porque bombea la sangre a todo el cuerpo, que es lo que nos enseñan cuando estudiamos fisiología humana. Es mucho más que eso, pero la Medicina. que sin duda está avanzando a pasos agigantados, todavía desconoce.

-Cuénteme, Rafael.

-Si sabemos utilizarlo, el corazón genera una energía tan maravillosa que todos los hombres y mujeres conocen cuando se enamoran.

-Es cierto. ¡Es una época tan maravillosa!

-Pero no solamente eso. El amor de unos padres hacia su niño pequeñito e indefenso, o el amor de unos hijos hacia sus padres es algo que espontáneamente brota, e ilumina nuestra vida. Pero hay un secreto que es muy sencillo y hace que nuestro corazón esté sano y feliz, y ame a quienes nos rodean. Hay personas que lo tienen y otras necesitan aumentar su capacidad de amar, pero en ambos casos, cuando surge el verdadero amor, la belleza y la paz nos colman de dicha.

-Ya. Lo que ocurre es que son pocas veces las que nos sentimos tan rebosantes de felicidad.

-¡Eso sucede porque no sabemos estimular ese Amor!-exclamó Rafael.

-¿Cómo se acrecientan tan bellos sentimientos?-pregunté intrigada.

-Mire le explicaré la técnica, y espero que le quede bien grabada en la memoria.

-De acuerdo.

-Debe de comprender que el corazón bombea la sangre que lleva el oxígeno y los alimentos a todas las partes del cuerpo.

-Si. Eso es de Educación Primaria.

-Claro. Disculpe-dijo sonriendo Rafael.

-Perdón. No deseaba ofenderle.

Rafael sonrió y continuó.

-Pero hay algo que de momento no dicen en los colegios a los niños.

-¿Qué es?

-Que los seres humanos pueden modificar la cualidad de sus sentimientos y ello da una vida más abundante a las células del cuerpo.

-Ya estamos con las tonterías de la Nueva Era-me expresé un tanto irritada pues nunca había soportado a los esnobs.

En ese preciso momento, Rafael se acercó al lado de mi cama, se sentó con enorme delicadeza, me tomó la mano  y me miró a los ojos. Su belleza se había acrecentado, y la dulzura de su mirada risueña no necesitó más explicaciones.

-Prométame que cuando salga de aquí intentará practicar mis consejos.

-Si no es difícil lo que me pide, no dude que lo haré.

-Es lo más sencillo y gratificante del mundo, y sin embargo casi nadie lo hace. Las personas van a los gimnasios, a los centros de adelgazamiento, a cuchitriles infectos donde les pueden estropear su salud, incluso pagan por ello. Pero no son capaces de hacer unos pequeños ejercicios que cambiarán definitivamente su vida.

-Tengo enorme curiosidad por lo que me va a decir.

-Tal vez le va a decepcionar, porque, en verdad, es día a día cuando se notan sus efectos, y cuando ya hemos practicado uno o dos meses, no podemos vivir sin practicar.

-¡Por favor, Rafael! –Yo deseaba que lo dijese, pero creo que él jugaba en cierta forma conmigo, con el fin de que la sencillez de su consejo se quedase mejor impreso en mi cerebro.

-Debe aprender a respirar de una forma nueva.

-Yo creía que respiraba todos los días, que era algo instintivo.

-Normalmente inspiramos un veinte o un treinta por ciento de nuestra capacidad pulmonar.

-¡Jolin!-exclamé.

-Solemos respirar sin bajar el diafragma, órgano que está justo al final de los pulmones y antes del estómago. Entonces ello hace que el aire que entra en los pulmones se queda a mitad de llegar a los mismos, con lo cual, salvo que hagamos un deporte o algún ejercicio físico, siempre nos queda la mitad de nuestra capacidad pulmonar sin llenarse.

-No veo qué tiene que ver la respiración con mi afección cardíaca-dije un poco desanimada.

-Bueno. Éste es el primer paso. Es por ello que debemos comprobar por nosotros mismos que somos capaces de bajar el músculo y a la vez inspirar profundamente. Fíjese.

-Con su mano se tocó el estómago, que descendía, y observé cómo al respirar profundamente entraba una enorme cantidad de aire en sus pulmones. Luego pausadamente expulsaba el aire.

-Ahora usted.

-No sé cómo hacerlo.

-¿Ha bostezado alguna vez?

-Claro-respondí.

Entonces él bostezó y automáticamente bostecé yo.

-¿Ha sentido ese soplo de aire fresco como si tocase su estómago?

-Sí. Es muy agradable.

-Pues eso es lo que debe hacer más a menudo.

-Inténtelo de nuevo. Y para que sea más fácil, intente simplemente hinchar la tripa y deje que entre el aire en los pulmones.

Cerré los ojos. Intenté mover el diafragma hacia abajo, y por fin lo conseguí.

-¿Ha visto qué fácil?

-Ha sido casualidad-dije.

-Inténtalo varias veces más para que recuerdes cómo se hace.

Cerré los ojos y muy lentamente hinché un poquito el estómago. Entonces sentí perfectamente el diafragma y al bajarlo, sentí como el aire fresco llegaba hasta los rincones donde casi nunca había llegado el oxígeno. Me sentí feliz, y terminé bostezando varias veces lo que terminó de llenarme los pulmones.

-¿Y ahora qué?-le pregunté a Rafael, contenta e impaciente por aprender más.

-Esta lección deberás practicarla todos días paseando unos veinte minutos.

-¿Y qué más? –interrogué al joven de rostro resplandeciente.

-Lo más difícil lo has aprendido. Después, deberás encontrar tu propio ritmo pero casi con toda probabilidad, al principio será un 4 segundos de inspiración, dos de retención, cuatro de exhalación del aire y para terminar y antes de empezar de nuevo el ciclo, puedes permanecer otros dos segundos sin respirar y sin hacer nada.

-Parece fácil.

-Así es. Lo más duro son los primeros días, pero una vez que sientas el  placer del aire dentro de tus pulmones, ya nada te podrá hacer olvidar que el aire es vida, y que esa vida te concederá fuerzas renovadas para progresar en tu propio desarrollo y por ende en el de los demás.

-¡Deseo tanto comenzar!-exclamé.

-Todavía te falta algo-siguió Rafael.

-¿El qué?-

-Cuando ya domines esta sencilla técnica, y te sientas pletórica y feliz habrás cambiado de ritmo de vida. Tu corazón latirá más suavemente, sin sobresaltos y llevará una vida más abundante a tus diminutos hijos que son tus microscópicas células. Los acontecimientos externos te parecerán más sencillos de manejar y la felicidad entrará en ti y en todos los que te rodean.

-Tal vez exageras- le dije a Rafael.

Entonces me ocurrió algo extraño.

El rostro que tan resplandeciente me parecía, comenzó a difuminarse…

-No te vayas-le rogué a Rafael.

Y mientras el rostro tan hermoso era sustituido en mi campo de visión por el de otro enfermero escuché a lo lejos.

-Recuerda lo que te he dicho…Mi corazón es tu corazón…

-¡Rafael!-grité

-Disculpe… mi nombre es Juan-dijo el nuevo rostro.

-¡Por fin ha despertado mamá!-gritaron unas voces conocidas.

-Mis dos hijas, mi marido y mis padres se acercaron, y me besaron.

Entonces caí en la cuenta de que había tenido un hermoso sueño.

-¡Mis niñas!-exclamé con lágrimas en los ojos.

La ventana estaba abierta de par en par y el canto de unas aves se escuchaba en los frondosos árboles de un parque cercano…

-Por favor-dejen ahora a Emilia que descanse.

Mis seres queridos se fueron protestando y el enfermero me dijo

-Dentro de unas horas vendrá a visitarla el doctor.

Me quedé un poquito melancólica. La habitación era muy agradable, pero nunca había estado sola en un hospital. Con ojos tristes miré hacia los álamos del parque. Sus hojas parecían plateadas y vibraban con las ráfagas de viento. A su vez todos los árboles se bamboleaban y parecían estar vivos. Me parecía verdaderamente hermoso. Y entonces me llevé una sorpresa

-¡Rafael!

-Hola.

-¿De nuevo estoy soñando?

-No estás soñando.

-¿Entonces?

-Algunos nos llaman ángel de la guarda, otros nos llaman almas, y la mayoría,  alucinaciones. Tú misma puedes elegir un nombre para mí.

-Para mí, eres Rafael, un ángel de belleza inmarcesible.

Rafael sonrió. Y ahora que  sabía que no era de este mundo, observé que no llevaba una bata blanca, sino que su brillo refulgente ocultaba su verdadera figura.

-Pensaba que no existíais.

-Sí. Así es. Pero eso no significa que estuvieses en lo cierto.

-Parece ser.

-Quizás, mi incredulidad y mi falta de fe no merecían que me visitases.

-En otro tiempo, cuando yo era un humano, tu me ayudaste mucho. Sólo que no lo recuerdas.

Le miré sorprendida. Aunque me miraba el gotero de vez en cuando, y escuchaba el ruido lejano de los automóviles, seguía pensando que estaba inmersa en un lindo sueño, o en las páginas de un cuento de hadas.

-Respirar es vivir-continuó Rafael.

-Claro, si dejásemos de respirar tres o cuatro minutos nos moriríamos.

-Pero, no solamente eso, mi querida amiga-dijo Rafael sonriendo.

-¿Hay algo más?

-Sí.

-Cuéntame más, por favor.

-A veces las personas ven un paisaje, disfrutan de él con la mirada. Admiran la infinita gama de colores que la Naturaleza nos ofrece a través de las flores, el aire, las nubes, el mar, las montañas, la campiña.

-Ahora que estoy encerrada entre estas cuatro pareces, me doy cuenta de que es un espectáculo inmensamente encantador.

-Desearíamos tocar la belleza con las manos. Pero existe como un muro y una pequeña frustración nos embarga.

-Es cierto.

-¿Sabes  por qué es?

-No-respondí.

-Es porque no respiramos.

-¿De verdad?-pregunté un tanto incrédula pero con deseos de saber.

-Cuando pasees por el campo, respira suavemente como te dije. Introduces el aire durante cuatro segundos, luego lo retienes dos, después lo expulsas durante otros cuatro segundos, y antes de inhalarlo de nuevo, esperas otros dos segundos. Inténtalo de nuevo.

-Así estuve unos minutos. El aire entraba en mí, como si fuese mi mejor amigo. A veces no podía resistir tanto tiempo y no esperaba los dos últimos segundos. Sencillamente me sentía feliz.

 

 

 

Si en tus momentos más sublimes, creas una imagen bella, en tus momentos más bajos

tu alma se reconfortará cuando mentalmente entres en ella.

 

 

-¿Te gusta?-me preguntó Rafael.

-Sí. Mucho. Especialmente cuando siento como  un hilillo de aire fresco que llega casi hasta el estómago.

-Es inmenso el bien que hace respirar bien. Como te he dicho, poco a poco irás adquiriendo el hábito de la tranquilidad. Y la vida, que externamente es imperativa, exigente y en muchas ocasiones excesivamente acelerada, no te devorará como hasta ahora. Y será tú quien controle su ritmo, en lugar de ser al contrario.

-Gracias Rafael.

-No tiene importancia. Es un bello placer  serte de utilidad.

-¿Me recuperaré?

-Sí. Ha sido un pequeño susto, pero tendrás una nueva oportunidad.

-Menos mal.

-El corazón es muy importante. Tú como madre eres el corazón de tu pequeña familia.

-Nunca lo había visto así.

-Pues es una realidad. Las personas sólo se dan cuenta del valor de una madre y una esposa, cuando ésta se ha marchado a otro estado de conciencia.

-¡Mis niñas!-exclamé.

-La respiración no es solamente la recarga de energía que necesitamos, sino que se podría decir que es uno de los alimentos del alma.

-Continua, por favor.

-Respirar es como entrar en el alma de las cosas. Si leemos un hermoso libro, y luego paseamos respirando, observando el paisaje, cuando recordamos la lectura, ésta se nos hace más fantástica, y la comprendemos mejor.

-¡Cuánta importancia le das a respirar!

-Sí. Así es. Y tú también lo harás a partir de ahora. Comprenderás que respirar armónicamente te introduce en el mundo de la belleza…

Rafael, se detuvo unos segundos.

-Iba a decirte que es el camino de la magia de la vida, pero creo que es suficiente para que comiences una nueva etapa y aproveches tu segunda oportunidad.

Fin

 

 


 

Texto e ilustraciones: Quintín García Muñoz

 

 

 

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