ZUERA

Zuera. En el salón.

 

Fue a principios de 1958 cuando comencé a vivir en Zuera. Se podría decir que también nací, pues no conservo imágenes anteriores a esa edad. Por lo tanto, en lo que respecta a mi propia consciencia, así fue.

 

Lo siguiente que surge más nítidamente de las profundidades del pasado es la habitación donde jugaba. Parece lógico, pues nada había tan importante para mí como los juguetes que tenía. Un pequeño tranvía, un camión con unas botellitas de butano y varios caballos con sus vaqueros-pistoleros.

 


Vivíamos en un segundo piso, y el cuarto de baño, llamado entonces retrete, estaba en la planta de la calle. Se me hace extraño, incluso duro, decir que antiguamente era costumbre utilizar los orinales, palabra que casi es repulsiva en el año 2017.

 


La vida evoluciona y lo que hace sesenta años era normal, ahora es visto como una ordinariez y una costumbre de mal gusto. En la casa vivíamos cuatro familias, los propietarios y otras tres de alquiler. En la parte de arriba, enfrente de nuestra puerta, vivía la señora Anita, esposa del relojero del pueblo, con dos hijos.

 


Creo que las puertas, en muchas ocasiones, estaban abiertas. Imagino que se cerraban por la noche. De niño, la escalera era todo un misterio y sentarse en un escalón a jugar con los caballitos, los vaqueros, los indios, y algún camioncito, moto o ciclista era sencillamente algo mágico. Lo mismo ocurría en el salón, que todavía lo tenían vacío mis padres porque no les había llegado para comprar muebles. Teníamos las camas, algún armario y poco más. Entonces los españoles éramos pobres de solemnidad. Probablemente no tendría ni que tener juguetes, pero supongo que mis padres se quedarían algún día sin apenas comer para regalarme algo que me hiciese feliz.


Las ventanas del salón vacío, así como la alcoba de mis padres, daban al hospital, una casa muy grande, aunque no tengo ningún recuerdo de que hubiese alguien enfermo.

 

En ocasiones, mi vecino y amigo J. M. me decía que había unas cajas de muerto; si iba a su casa, subía disparado las escaleras y no me atrevía a mirar las oscuridades que provenían de un largo pasillo. La casa también tenía el cometido de recoger a algún accidentado, tal y como ocurrió con cinco americanos que fallecieron al chocar su coche contra uno de los árboles de la carretera.

Mi madre quedó impactada durante muchos meses después de contemplar a través de la ventana cómo los introducían en el hospital. Uno de ellos todavía llevaba una chaqueta en un brazo.

 

 

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Texto e ilustraciones: Quintín García Muñoz