ZUERA

Zuera. Saltando a la comba

 

 

 

 

Los niños en la calle

Actualmente, en el año 2017, y para un padre de la ciudad es inconcebible dejar a sus hijos jugando en la calle, pero en 1959 era lo más normal, aunque existía el hombre del saco que se podía llevar a los niños, lo que era una manera de inculcar un poco de miedo y respeto hacia lo desconocido.
La bajadica Larqué era terreno casi prohibido, pues llevaba al campo de fútbol y al río. La calle Alta era otro límite que se establecía como una frontera que no se debía rebasar, pero con cinco o seis años, prácticamente se andaba por todo el pueblo. Cuando sonaba la sirena de las ocho de la tarde había que estar en casa. Tales normas comenzaron a infringirse a partir de los siete años, cuando ya me creía todo un hombre que haría la primera comunión. En la calle de San Pedro nos reuníamos un nutrido grupo de niños que compartíamos muchos momentos de juego. Se me hace muy difícil recordar desde qué edad se iniciaba un niño en la calle, pero si las primeras veces que hicimos J. M. y yo competiciones de triciclos, dando la vuelta a la manzana de la iglesia, está claro que entre tres años y cuatro debía ser el instante en el que se consideraba seguro que un niño saliese de casa y participase en los juegos.
Las hermanas Cuartero tenían una tienda en los porches de la plaza, y allí me tocó un maravilloso premio: una máquina de hacer cine, que consistía en una caja verde, una bombilla que iluminaba un rollito de papel translúcido con dibujos de colores de Disney y salía proyectado por un agujero, que se supone tendría una lupa y aumentaba la imagen en la pared. Varios amigos nos citábamos en el portal de mi casa para ver el maravilloso artilugio.
Era también costumbre jugar al escarramate, que consistía en dibujar unos cuadrados en el suelo, numerarlos del 1 al 9, lanzar una piedra al número 1, etc., y recorrer a la pata coja los cuadrados simples, y en los que tenían dos números se permitía poner los dos pies hasta el número en el que estaba la piedra, y cuando se conseguía hacer todo el recorrido sin caerse, se terminaba. Las tardes de verano, si no llovía o después de una buena tormenta, salíamos y con el ambiente impregnado de humedad y calor que se desprendía de los adoquines de la calle, jugábamos a perseguirnos. Tanto tiempo en las calles se explica porque entonces no existía la televisión y los niños se necesitaban unos a otros para divertirse. En ocasiones, los que vivíamos cerca de la iglesia nos reuníamos con los que vivían en la plaza de España, y los juegos se prolongaban en tiempo e intensidad.

Uno de los lugares preferidos era la plaza de la iglesia, que consistía en una fuente central, con bancos alrededor y bellos y cuidados jardines que tenían un inconveniente: los setos estaban rodeados de alambre de espinos.
En una ocasión me clavé un espino en la pierna. No dije nada en casa y a la semana comenzó a hinchárseme y a aumentarme la fiebre. Cuando la hinchazón era evidente dije lo que me había ocurrido, y después de las correspondientes cataplasmas e inyecciones se me curó. La cicatriz permaneció en la pierna más de treinta años.
En la misma calle de San Pedro había otro comercio, el del señor. José, donde luego hicieron la casa del veterinario. Me tocó de regalo un balón que no se sabía de qué material estaba fabricado, entre goma y plástico, pero que realmente era irrompible.
En la calle del jardín hacíamos partidos de fútbol. Al principio, aunque yo era de los más pequeños, me dejaban jugar porque el balón era mío...
Sucedió un día que el balón llegó a la calle Baja. Justo en ese momento pasaba un carro tirado por una mula. La rueda izquierda, recubierta de metal, pilló el balón que se quedó durante unos segundos dividido en dos, el carro se levantó unos centímetros y luego salió la pelota disparada sin romperse, eso sí, parecía un balón de rugby. Con los días recuperó un poco la forma esférica, pero pasados unos meses se deshinchó del todo y ya no pudimos jugar con él. Tener un balón era relativamente difícil, y allí donde había uno, enseguida nos juntábamos un montón de niños.
A veces interrumpíamos el partido cuando el alguacil cantaba el bando.
De orden del señor alcalde se hace saber que...
Tocaba al principio y al final una trompeta en forma de cuerno.
En el verano llegaba el empleado de regar las calles, conectaba la manguera a la boca de riego y lanzaba un enorme chorro de agua de casi cincuenta metros. Y entonces le cantábamos: La manga riega aquí no llega, si llegaría me mojaría...
Esporádicamente nos miraba y nos lanzaba un manguerazo.
Había también un reto que todos deberíamos afrontar en algún momento: subirse a la fuente.
A los seis o siete años no era nada fácil, pues desde el círculo periférico al central apenas daban las piernas para llegar, y al principio se tenía que tirar uno en plancha, sujetarse con las manos en el centro, quedarse casi plano sobre el agua y luego poner una pierna, para por fin encaramarse y llegar a beber en la cima. Ni qué decir tiene que de vez en cuando hacíamos rana, con la consiguiente risa de los demás. Conseguirlo por primera vez era toda una proeza.


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