La gloria del olivo


Un recuerdo juvenil de mi padre


Por Juan Ramón González Ortiz

 

Fotografía extraída de la página web

https://treneando.com/2009/10/06/los-trenes-y-la-division-azul/

 

 

 

 

 

En el verano de 1941 mi padre había acabado en la facultad el primer año de Veterinaria. Seguramente, al inicio de las vacaciones, para volver a su querida aldea santanderina, tomaría el mismo tren que muchos más tarde yo también tomaría cuando marché a estudiar lejos de casa y volvía para las vacaciones. Si miro profundamente, en mi interior, todavía siento en mi corazón aquella alegría bárbara y totalmente infantil cuando retornaba a casa a finales de junio. Las cerezas estaban ya en sazón y colgaban tentadoramente de los árboles junto a las estaciones.


Pero aquel verano no fue un verano cualquiera. Empezó la colosal y terrorífica guerra de Alemania contra Rusia, que cuatro años más tarde culminaría en el asalto a Berlín por las tropas rusas.


Como tantos jovencitos de entonces, mi padre se apuntó a la División de Voluntarios Españoles contra Rusia. Que posteriormente llevaría el nombre de División Azul. En un solo día se alcanzó más del cupo de soldados previstos.
Ignoro qué dijeron sus padres, mis abuelos, pues mi padre nunca quiso decirme qué pasó cuando anunció en su casa su decisión.

 


El tren salió de la Estación Central de Madrid. La despedida fue clamorosa, un inimaginable estallido de pasiones, emociones y lágrimas. Todos aquellos voluntarios estaban acompañados por sus padres, hermanos, novias, había flores, promesas y cánticos por doquier. Mi padre iba solo. Nadie le acompañaba. Nadie le despedía. Arrastraba a patadas su ingobernable petate de lona. Ese era todo su problema. Mi padre pensó que mejor sería eso, estar solo, así si moría bajo los resplandores del cielo ruso nadie le lloraría ni le echaría de menos.

 

imagen extraída de

https://www.artemilitarynaval.es/search/label/División%20Azul

 


Si el lector me lo permite, voy a omitir todos los sucesos relativos al viaje, a la instrucción y a los combates. Quiero situarme cuanto antes en la aventura que motiva este relato.


Mi padre me comentó que, en el año 43, en el sector cercano a Leningrado, la lucha adquirió una determinación y una brutalidad que cuesta imaginar.

 

Lo rusos lanzaban oleadas y oleadas contra el delgadísimo cuello de botella que cercaba la ciudad contra el Lago Ladoga.

 

El Ejercito ruso estaba decidido a abrir una vía de auxilio para abastecer la ciudad de Leningrado al precio que fuera.

 


Aunque llegaban informes sobre acumulaciones de tropas enemigas, nada era especialmente preocupante. Súbitamente, un buen día empezó, de golpe, el infierno de la artillería, aquello que los rusos llamaban “el dios de las batallas”. Cientos de posiciones defensivas saltaron por los aires y los defensores, enloquecidos, buscaban inútilmente cobijo bajo la tierra, dura y congelada como el cemento.


Tras el bombardeo, se produjo un silencio de presagio. Aquellos hombres, atontados, ensordecidos, temerosos, salían de sus hoyos como si fuesen pequeñas larvas humanas. Mi padre supo que el ataque era inminente y, aguzando el oído, distinguió el ruido de las cadenas de los tanques rusos moviéndose en la distancia. Sacudido por una energía más que humana, llamó a sus compañeros y les gritó que tenían que ir a la posición antitanque, que ya tenían preparada de antemano. Era una continuación de la línea de trincheras en las que ahora estaban,solo que habían excavado en ella zanjas, contrazanjas ycolocado erizos checos para romper el avance de los tanques.


Creo recordar que la temperatura era de treinta y tres grados bajo cero, pero era tal el furor y la rabia que nadie se acordaba del frío.


Los primeros soldados rusos asomaron ya tras los abetos de la línea que formaba el bosque.

 

Nadie sabía muy bien qué estaba pasando o hacia donde se estaban dirigiendo los tanques.


El caos se había apoderado del frente de batalla. El avance de los rusos era incontenible. Los españoles minaron la trinchera y se dispusieron a abandonarla para retroceder a la segunda línea, a la que jocosamente llamaban “El rompeolas”. La explosión de la primera línea de la trinchera fue gigantesca y trajo un momento de paz a aquel sector del frente. Todo quedó alfombrado de cadáveres enemigos, rotos y deshechos, como cuando un vendaval precipita en la playa cientos y cientos de peces muertos.


Pero todo fue en vano. Los rusos estaban decididos a conquistar la posición. El número de muertos que podía costarles era indiferente.
Por detrás del Rompeolas ya no había ningún sitio adonde huir. Todos se abrazaron a sus fusiles, a los machetes y a las palas de trinchera y se prepararon para lo inevitable.

 


Entonces, tuvo lugar el asalto….


Cuando mi padre recuperó la conciencia, sintió sangre en el cuello y en el hombro. Supo que estaba vivo y le pareció que su herida no era importante. Ni un ruso ni un español habíasobrevivido. En una bárbara confusión todos estaban mezclados, uno sobre el otro, uno junto al otro.
Mi padre repasó el fusil y vio que había agotado el cargador, introdujo otro peine de balas. Vio que todavía tenía las dos bombas de palo cruzadas en el cinturón del chaquetón, y agradeció la suerte de estar vivo y con dos bombas de mano. Salió de la trinchera y echó a andar.

 


La niebla era densísima, pero en un momento en que esta se aclaró le pareció ver algo así como una edificación, tal vez una pequeña fábrica de esas que abundaban tanto en la Rusia soviética. Acaso una fábrica de cartonaje. El bombardeo había destruido el techo. Solo quedaban las cuatro paredes en pie y las vigas de acero que mantenían toda la estructura.

 


Entró. De repente, se quedó atónito, como si le hubiesen echado encima un cubo de agua helada o como si le hubiese sacudido de arriba abajo una corriente de diez mil voltios. Sobre una improvisada mesa formada por un tablero y unos sacos amontonados, un oficial médico español estaba atendiendo a un soldado herido. El hombre gritaba como un condenado, en el colmo de su dolor, mientras, le decía al médico: “Mi capitán, no aguanto más. Por favor, deme un balazo en el corazón”.
Mi padre se acercó. A media distancia, el médico se giró, y, al reconocerlo, le dijo con una inexcusable voz de mando, “¡Muchacho! Acércate aquí y ayúdame. Este hombre está fatal”. Mi padre obedeció. “¿Podrás ayudarme o te vas a desmayar como un si fueras una damisela de la alta sociedad?” “Mi capitán”, dijo mi padre, “soy estudiante de veterinaria”. “Ah, ja, ja, ja, qué bueno”, dijo el oficial médico. “Eso sí que es bueno. Un veterinario es lo que hace falta aquí”.
Y a continuación le dijo: “Este hombre tiene una fractura de pelvis, a consecuencia de la cual tiene un terrible episodio agudo de retención de orina. Está al borde de reventar. No hay forma humana de sondarlo. Voy a practicarle ahora mismo una cistotomía, o tallaje vesical. Gracias a Dios, es una operación que los propios alemanes me enseñaron en el hospital de La Charité no hace muchos años”.

 


Omito los detalles de la operación que allí mismo, bajo las granadas enemigas y el brillo siniestro de los cohetes rusos, el capitán médico, asistido por mi padre, llevó a cabo.
Cuando todo acabó, el capitán médico le dijo a mi padre:
Quédate todo el tiempo del mundo junto a este hombre. Vendrán a rescatarte, pero, por favor, que no ande ni dé un paso. Es preciso que le operen en un hospital en condiciones.
Pero, mi capitán, le dijo mi padre, los rusos están avanzando, y si nos quedamos aquí nos tomarán prisioneros y lo más probable es que acaben con el herido.

 


La ofensiva rusa ya se ha debilitado, se han estrellado contra Sinyavino, y tampoco han conquistado Mga. ¿No escuchas que ya ha cesado el fuego de mortero?
Qué quiere que haga, mi Capitán.
Respondes de la vida de este soldado. Mientras te quedes aquí no te pasará nada. Vendrán a rescatarte. Ya lo verás.

 


Mi padre vio cómo el oficial recolocaba el material médico en su pesada mochila y se la echaba al hombro. Antes, con una gasa, se limpió muy cuidadosamente una gotita de sangre que manchaba la punta de sus botas.


Pero, mi Capitán, ¿adónde se va usted? ¿No me diga que se marcha otra vez al fuego?


Efectivamente, aprendiz de veterinario. Hay muchos hombres que me esperan ahí afuera.
¿Cómo se llama usted, mi capitán?
Soy el Capitán Olivo, muchacho.

 


Y, sin volver la vista atrás, como quien se zambulle en el mar, aquel hombre se lanzó al horror del campo de batalla, iluminado por las bengalas infernales de señalización y los estallidos metálicos de las granadas asesinas.
Allí quedó mi padre, dándole la mano a aquel pobre hombre que yacía sobre el tablero de una mesa de trabajo.
Al cabo de unas horas, mi padre escuchó hablar en español y gritó con todas sus fuerzas. Un vehículo Sdkfz se detuvo junto a la puerta. Salieron unos españoles admirados de encontrar a alguien con vida. Con sumo cuidado evacuaron a aquel herido.

 

Imagen extraída de

https://www.artemilitarynaval.es/search/label/División%20Azul


Tal y como le había dicho el Capitán Olivo, la ofensiva se había paralizado junto a Sinyavino.


Después le tocó a mi padre contar una y otra vez la misma historia. Alguien dijo que le propondrían para un premio. Pero no sé qué pasó con esto.
El herido fue rápidamente trasladado a un hospital de campaña y fue operado de nuevo con total éxito. Posteriormente, fue evacuado a Lituania.


Acabada la guerra, mi padre y el herido volvieron a verse. Ambos eran jóvenes y fuertes. Muy jóvenes y muy fuertes. Se hicieron muy amigos.
Mi padre no quiso volver a la universidad y eligió otro tipo de vida.


Cuando se juntaban los dos, inevitablemente volvían a hablar del Capitán Olivo.

 

Por fin, un día decidieron enterarse de qué había sido de él, dónde vivía y que había sucedido con su vida. Nada difícil de conseguir. Había numerosas oficinas de información que procuraban mantener el contacto entre los excombatientes.

 

Sin embargo, nadie sabía nada del Capitán Olivo. Escribieron cientos de cartas, informes, solicitudes, etc. Finalmente, un teniente coronel les citó a los dos en una oficina de Madrid. De muy mala gana y muy molesto, el encargado de esa oficina les hizo saber que ya estaba bien de molestar porque ese hombre jamás había cursado plaza en el Ejército español en Rusia. Afirmó que se habían equivocado con el teniente Ortigosa que era una oficial médico que sí prestó sus servicios en Rusia, aunque nunca estuvo presente en ese sector en el día de los acontecimientos que aquí se han narrado. Mi padre y el otro excombatiente protestaron airadamente, pues no les impresionaba nada el mal humor y la cólera pueril de ese oficial. Entonces el encargado descolgó un teléfono y … llamó al general.

 


El general ya estaba al tanto de aquella historia. Y no sabía qué decir de ella. Pues respetaba mucho a los ex divisionarios. Pero la verdadera evidente: nunca había existido un Capitán Olivo.

 


El general habló con mi padre. Muy educadamente lo invitó a pasarse por su oficina y a revisar todos los nombramientos y todas las fichas de la oficialidad. Además, los oficiales médicos tampoco eran tantos…. Le aseguró a mi padre que él mismo en persona había dirigido aquella pequeña investigación. Y ese nombre no existía. Es más, en la unidad de mi padre y en el ataque sobre el cuello de botella de Mga nunca hubo un capitán médico en el campo de batalla, por su cuenta, pues todos lo oficiales médicos atendieron en el hospital, junto al puesto de mando regimental.

 

Pasaron los años y por fin a mi padre le tocó la última batalla.


Cuando acudí al hospital, me informaron de que no había ninguna esperanza pues estaba viviendo sus últimas horas. Entré en la silenciosa y sombría habitación. Me senté junto a la cama de mi padre y le di la mano, que mi padre tomó con fuerza. Cerca de la media noche, me pareció ver que mi padre abría los ojos, entonces me aproximé a su oído y le dije muy quedamente: “Ahora vas a ver de nuevo al Capitán Olivo”.


Y mi padre tirando de mi mano hacia sí, como para que me acercara a su boca, me dijo a su vez: “Ya lo estoy viendo. Ahora es Capitán General. Y lleva armadura romana”.


Entonces sonrió muy tiernamente y en ese delicado suspiro dejó para siempre este mundo engañoso.

 

Juan Ramón González Ortiz

 


 


 

 


 

 

 

 

 

 


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