Sam, el chimpancé, III

Sam, el chimpancé, III.

Sam bordeó su antiguo territorio y se adentró en lo más profundo de aquella selva, que probablemente tenía, en aquellos tiempos, cerca de seis mil kilómetros de ancha, por otros tantos de larga.

Dicho de otra forma, nunca le faltó un árbol en el que refugiarse.

Los peligros y las penalidades a los que se enfrentó fueron innumerables.

Lo más terrible: la pesada losa que sentía sobre su ¿conciencia?

¿Cómo podía ser que no fuese capaz de olvidar lo ocurrido y dejar de sufrir?

¿No había sido toda su vida un animal, con conciencia de esto, de lo otro, de lo de más allá, pero no hasta tal punto.

Vagó miles de kilómetros en busca de algo, en busca de su hermano Tim y su cuñada Rania...

En algún lugar tendrían que estar.

En algún momento deberían haber bajado del cielo.

Era anciano, como noventa años humanos, cuando llegó a un claro de la selva.

Parecían ser numerosas familias.

Los ancianos eran como él, los jóvenes tenían muy poco pelo, pero es que los niños...

los niños no eran chimpancés, eran monos sin pelo.

Un escalofrío recorrió todo su ser.

Un rayo de luz deslumbró su cerebro.

Hasta ahora todos sus incipentes pensamientos habían sido una mezcla borrosa de sentimiento y oscuridad.

Nada que ver con tanta claridad mental como tenía en esos instantes.

En aquel lugar se encontraban su hermano Tim y Rania.

Estaban sentados observando a sus descendientes.

De vez en cuando los niños sin pelo se acercaban a ellos y les hacían caricias.

Sam lloró. El dolor, orgullo, odio, rencor y deseos de venganza que había sentido durante toda su dilatada vida, se disiparon y disolvieron en cada una de las lágrimas que recorrían su anciano rostro.

Tras varios días de observación, decidió regresar al lugar donde podrían otorgarle el nuevo anhelo que había nacido en su corazón:

Ser un mono sin pelo.

Sam, el chimpancé, IV