La
primera imagen que recuerdo de Zuera es de una casa blanca con escalones.
Yo tenía dos años y medio. Mi padre había conseguido
un puesto de trabajo en los talleres de Colonización que estaban
en El Temple.
Tal y como ocurría en los años cincuenta en toda España,
mis padres tuvieron que dejar el campo y llegaron de un pueblecito de
Toledo con nada en los bolsillos. Lo justo para dormir su primera noche
en Zaragoza en una pensión llena de chinches. Algo también
habitual en aquella época.
Zuera ya era entonces un pueblo importante. Tenía cinco mil habitantes,
iglesia, escuelas, dos cines…
Así pues, a los dos meses de comenzar a trabajar en el taller,
mis padres buscaron un piso de alquiler. Y curiosamente, la imagen más
antigua que poseo del pueblo es la de una casa blanca con dos escalones.
La villa de Zuera estaba dividida por la acequia, que atravesaba toda
la avenida de Candevanía actual. Al otro lado de la acequia había
un camino, cuyas casas eran pajares. Este camino-calle hacía
una curva que ascendía hasta la panificadora y la capilla de
San Miguel, y llevaba hacia el barrio nuevo que también estaba
comunicado por un extremo de la calle Alta, la calle de San Miguel,
que también tenía salida al camino de la Yesera.
Atravesar la acequia con todo el peligro que conllevaba era sencillamente
obligatorio para llegar desde la calle Alta a la plaza de toros, una
simple era que los niños utilizábamos durante todo el
año para jugar al fútbol. Había una diferencia
muy grande entre las calles del lado este de la acequia, adoquinadas,
y las que estaban al lado oeste, de tierra y piedras.
Aunque los niños de entonces íbamos por todos los lugares,
pasar más allá de la tienda de los Pirineos entrañaba
un cierto temor para los padres. Siempre habían existido casos
de niños y niñas que se habían caído a la
acequia. Sin ir más lejos, la que sería luego mi madre
política, salvó a una niña que se hundía
bajo la rápida corriente.
Sin duda alguna, uno de los lugares más concurridos al otro lado
de la acequia era la panificadora, especialmente en las fiestas de San
Licer, cuando todas las mujeres hacían enormes cestos de extraordinarias
magdalenas y estupendos encanelados, así como la capilla de San
Miguel, donde, si no me equivoco, se hacía todos los domingos
misa, y desde donde partía la procesión del Domingo de
Ramos.
Continúa
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Texto
e ilustraciones: Quintín García Muñoz
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